miércoles, 15 de diciembre de 2010
A callar y a pagar, que para eso es la universidad
martes, 7 de diciembre de 2010
Wikileaks a cuentagotas
¿Qué es entonces importante? Creo que hay tres elementos esenciales para un futuro análisis de lo que sucederá con Wikileaks, a saber, 1) las cosas que no se dicen generalmente y que algunos cables ya están evidenciando. No son cosas inverosímiles o que hayan sido conservadas en excelente secreto, pero sí son revelaciones importantes para comprender cómo se reconfigura, poco a poco, el mundo de hoy. 2) Las consecuencias a mediano plazo que pueden tener estas filtraciones respecto al comportamiento diplomático e internacional en general de los Estados Unidos. Y, finalmente, 3), ¿Qué significará esto --si soy capaz de comprenderlo yo mismo-- para la diplomacia global en general? ¿Se convertirá en un asunto de seguridad cibernética como algunos ya han apuntado o revolucionará completamente la forma de hacer diplomacia y política exterior en el mundo?
1) Los cables y telegramas que el equipo lidereado (o al menos representado) por el australiano Julian Assange regalaron a varios diarios son, por lo menos, representativos (los hay de prácticamente todos los países y en buen número), claros (no hay "reportes" ni "estudios" sobre situaciones: son mensajes breves, concisos, que transmiten opiniones o hechos concretos y miedos y preocupaciones) y, por supuesto, morbosos. No es para nada relevante, en términos de ciencia política, saber si Muammar Gaddafi, presidente libio, usa botox o si Cristina Fernández de Argentina tiene problemas de esquizofrenia y bipolaridad. Pero eso sí es importante para el día a día político, el de las percepciones, los miedos y, por supuesto, los chismes. Pero esas cosas son en sí inútiles, si bien fueron las que los grandes periódicos escogieron en primer lugar (o las escogió Wikileaks, no lo sé de cierto).
Lo importante, lo más relevante, está saliendo apenas ahora. Ya publicó El País (uno de los "elegidos" por Wikileaks para este cometido junto con Le Monde, The Guardian -que se los pasó al NY Times- y Der Spiegel, entre muy pocos otros) un análisis profundo sobre los problemas de la relación bilateral entre España y los EU. Insisto, no es novedad, o al menos no es nada que no haya podido intuirse, que después de la victoria de Zapatero en 2004 y el retiro de las tropas españolas de Irak las relaciones con Washington se enfriaron radicalmente. De ahí se adivina que los grandes esfuerzos diplomáticos españoles tienen una meta fija: recuperar la confianza y el respeto de los EU. Sin embargo, los cables recién publicados por El País demuestran que Washington jamás ha considerado a España como un par con el cuál entablar negociaciones y acuerdos de igual a igual. No sólo es la preocupación por la crisis, el desempleo y las dificultades que el gobierno de Zapatero tiene para hacer pasar planes de reacomodo fiscal y austeridad presupuestaria; es, por ejemplo, la desconfianza respecto a temas de seguridad y compromiso español, como por ejemplo, ¿hasta qué punto puede EU contar en Madrid para intervenir exitosamente en el problema del Sahara Occidental? ¿Qué fuerza política tiene España con Marruecos y Argelia para empujar las cosas a una solución estable? Moratinos, jefe de la diplomacia Española, recién se quejó de que EU siga considerando a España un país de "quinta fila", aún cuando "se trata de la 8va economía mundial". Los bancos españoles son poderosísimos y salieron mejor librados de la crisis que los estadunidenses; el peso Español en América Latina es considerable (de hecho es la puerta de entrada para la Unión Europea) y los EU no pueden ignorar eso.
Otro tema relevante (y sólo es por citar dos o tres) es uno del que hablamos poco, incluso como latinoamericanos. Se trata del tristemente célebre "triángulo ingobernable" de la triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay. Desde hace décadas que el Departamento de Estado y muchos otros observadores insisten en que es una región explosiva en la que han brotado diversos grupos extremistas y en donde hay incluso organizaciones terroristas extranjeras que tienen bases de operación. No es inverosímil porque, de hecho, esa zona ha sido siempre baluarte del contrabando y la ilegalidad. Lo interesante, en concreto, es que, desde hace una década, se habla frecuentemente de que el partido político con brazo miliciano libanés, Hezbolá, tenga un campo de entrenamiento y de operaciones financieras, de narcotráfico y mercado de armas en la triple frontera. Los cables filtrados evidencian la preocupación estadunidense porque esa zona, posible polvorín, sea ignorada o menospreciada por los gobiernos de la región. De hecho, Brasil ha sido recurrente al insistir en que NO es una región ingobernable o que presente problemas serios de seguridad y violencia. Wikileaks, sin embargo, demostró que Estados Unidos siempre lleva su desconfianza un paso más lejos: ahora los cables del Departamento de Estado pusieron en tela de juicio el compromiso brasileño con la lucha contra el terrorismo porque, argumentan, Brasilia ha jugado un doble rol muy nocivo: por un lado niega rotundamente que haya problemas en la triple frontera --y por lo tanto no hace gran cosa al respecto--, y por el otro seduce a los EU prometiéndoles colaboración en la lucha contra el terrorismo en Medio Oriente. Vamos, la posición brasileña no es ajena a la de muchos otros países, pero lo interesante aquí es la forma en que Wikileaks logró desvelar ese juego de desconfianzas, dudas, miedos, incertidumbres y demás. Si EU es escéptico frente al compromiso brasileño para combatir el terrorismo en Sudamérica (asumiendo que lo haya, que yo no me lo creo), Brasil es incongruente y hasta cínico al colaborar, aún si es bajo el agua y en un secretismo bastate profundo, con las operaciones de inteligencia y contraterrorismo estadunidense en el Medio Oriente.
Un tercer ejemplo es el juego de lealtades y de imágenes a conveniencia que las figuras de la alta política árabe aplican respecto a Irán. Sí, la rivalidad entre Irán y los reinos suníes de la península no son novedad: sí, Arabia Saudita, Kuwait y otros apoyaron a Irak durante su larga guerra contra Irán. Hoy día hay una enorme desconfianza por parte de las realezas petroleras respecto al gobierno de Ahmadinejaad en Teherán. Temen, de verdad, que su política radicalmente antisionista y antiisraelita tenga consecuencias para sus cómodas posiciones políticas (de sumisión dirían algunos) respecto al gobierno hebreo. No es justo para Irán, por supuesto, pero en la diplomacia la justicia es francamente secundaria. La cosa es que los cables de Wikileaks hablan de muchísimos encuentros casi secretos y a título personal entre altos funcionarios saudíes, qataríes y kuwaitíes con diplomáticos estadunidenses en los que se pide una posición mucho más agresiva (léase violenta) contra las actitudes de Irán. Incluso el actual primer ministro libanés, que no es necesariamente amigo de Ahmadinejaad pero que logró ser bastante decente y amistoso cuando éste visitó Beirut, dijo a diplomáticos estadunidenses, ¡estando en una visita en Irán!, que quería ver a EU tomar acciones duras e inmediatas contra las intenciones iraníes de armarse nuclearmente (lo cual, insisto, es falso).
2) Este punto es mucho más breve. Seamos claros: el objetivo de Assange y de Wikileaks es, en el discurso, facilitar la difusión de las opiniones que finalmente influyen en la toma de decisiones respecto a los grandes temas de actualidad internacional. Esto es, democracia, transparencia y rendición de cuentas de la actividad diplomática en el globo. La petición es más que legítima y justa: es imperativa. El gran riesgo (y eso no es culpa de Wikileaks) es que pidiendo una mayor apertura y comunicación del quehacer político entre los Estados, éstos respondan, contrariamente, con mayor cerrazón, secretismo, represión, intolerancia y violencia. No bien fueron publicados los primeros cientos de cables que el Departamento de Estado se pronunció a favor de la aplicación más radical de la ley de espionaje internacional (tan utilizada durante el gobierno de Bush) que "permite" a EU hacerse de información por medios muy poco ortodoxos en cualquier parte del mundo. Argumentado, con entera falsedad a mi juicio, que miles de vidas están en riesgo a causa de la filtración de los cables (porque, se supone, servirán de información a grupos terroristas y demás enemigos del mundo libre), Hillary Clinton llamó abiertamente a la persecución cibernética y física de los implicados en las filtraciones (hoy mismo, martes 7 de diciembre, Julian Assange fue arrestado cerca de Londres donde se escondía, pese a que el gobierno ecuatoriano de Correa le había ofrecido asilo incondicional) y al castigo "con todo el peso de la ley" por desvelar secretos de Estado que son fundamentales para la seguridad de EU y del mundo entero. El cambio de actitudes por parte de la diplomacia estadunidense podrá ser terriblemente negativo: recurrir a mayor violencia y opacidad es una afrenta clara al multilateralismo y a los esfuerzos conjuntos por establecer ciertos mecanismos comunes de solución de conflictos en el mundo.
3) Creo que las filtraciones no tendrán ningún efecto a largo plazo. No van a cambiar la forma en que se hace la diplomacia o el "espionaje legal" que las embajadas en todo el mundo practican. Lo único que quizá sucederá será un cambio en la forma en que los países interesados (sobre todo EU, pero también el Reino Unido, Rusia, China o Francia) transmitan a sus capitales la información recabada. Ahora aplica perfectamente el clásico "cuando veas las barbas de tu vecino cortar...". Nadie puede luchar con éxito contra el espacio cibernético. Sin embargo, sí habrá intentos por bloquear y rastrear con mayor empeño este tipo de sitios (de hecho, Wikileaks estuvo bloqueado el domingo 28 de noviembre). Insisto en que la diplomacia no se volverá más transparente ni más democrática: será siempre un mundo de élites y de secretos, de desconfianzas, melodramas, infiltraciones y traiciones. Habrá quizá algún ingenuo que querrá hacer público todo lo que haga, y será un buen gesto, pero no tendrá eco y quizá quede en el desprestigio.
jueves, 11 de noviembre de 2010
Es hermoso morder la mano que te alimenta
Bien, ahora sí, al grano. Esta caricatura, que apareció el 22 de octubre en The Economist, hace referencia al triunfo de las políticas de austeridad después de la crisis económica que, en 2008, medio hundió al mundo. En términos muy burdos y generales (literlamente, caricaturizando), los europeos, por cuestiones históricas que se explican entre otras cosas con las dos guerras mundiales, tienden a preferir gobiernos activos en economía y responsables (o comprometidos) con el bienestar social. Por su parte, los estadunidenses, quizá de memoria un tanto más corta, aplauden frenéticamente los recortes presupuestales y las limitaciones estructurales a los programas asistencialistas del Estado. También es histórico (y eso es precisamente lo que argumenta el Tea Party), pero también es, en gran medida, ideológico.
¿Qué demonios sucede de los dos lados del Atlántico? Creo que la respuesta es clara: los gobiernos están buscando recortar sistemáticamente sus gastos y buscan ajustarse a políticas macroeconómicas pulcras, eficientes, relucientes y, por supuesto, injustas. El premio a ganar es multifacético: el aplauso de los organismos financieros internacionales, el beneplácito de los grandes capitales especulativos (bancos y finanzas), la confianza de los inversionistas y los empresarios, el respaldo de las fortunas nacionales (hartas de pagar tantos impuestos) y, empujado al límite, el apoyo de los grupos políticos nacionalistas que ven en los recortes bienestaristas la oportunidad de recrear diferencias claras con las comunidades inmigrantes.
Por supuesto, las reformas de ajuste pueden tener consecuencias desastrosas: profundización de las inequidades económicas, afirmación de desigualdades sociales, despolitización de instituciones importantes (sindicatos o confederaciones campesinas), enajenación clasemediera (aunque no estoy todavía muy seguro de cómo), caída del salario real y aumento de los precios (como en América Latina durante los 1980')... En fin, una serie de calamidades que, si bien quizá no pondrán en tela de juicio la esencia misma del Estado, sí desprestigiarán considerablemente su labor económica y la confianza que millones de ciudadanos depositaron en él como un elemento importante del bienestar social.
Vámonos al cuento. La crisis de 2007/2008 comenzó, digámoslo rápida y burdamente, con la explosión de una hiperburbuja de especulación financiera. Esa "alberca" de los no sé cuántos billones de dólares (y billones en castellano, que conste!) se llenó con los flujos de capital que, por supuesto, no eran regulados por los Estados, pero que tampoco eran productivos (no eran inversiones en bienes de capital ni en servicios públicos). Los bancos perdieron solvencia y los Estados ricos salieron al rescate. En cuestión de meses, las mayores economías del mundo desembolsaron millones de dólares en estímulos fiscales y rescate a bancos y empresas que, debido a su irresponsabilidad (irresponsabilidad que yo considero imposible o dificilísima si éstos pertenecen al Estado o a cooperativas), estaban al borde del colapso.
Así, The Fed compró bancos estadunidenses (para después revenderlos), el gobierno de Frau Merkell incentivó profundamente la producción y compra de carros alemanes, Obama lanzó su eslogan "buy American", los franceses destinaron millones al saldo de cuentas bancarias, los chinos volvieron a comprar bonos del tesoro estadunidense en masse y las repúblicas sudamericanas protegieron sus finanzas y sus exportaciones con políticas anticíclicas de corte keynesiano. Qué lindo. Durante meses, incluso la prensa económico liberal defendió los estímulos y los grandes gastos de los Estados. La sociedad, más bien inconforme, se preguntó por qué habrían de ser rescatados los grandes consorcios banqueros y empresariales con dinero del contribuyente si, al mismo tiempo, los ciudadanos que habían quedado endeudados al comprar una casa, desprovistos de empleo y limitados en sus ingresos por compensaciones sociales, ellos recibirían muy poco o nada.
Las primeras grandes manifestaciones explotaron. Pronto fue evidente que el descontento social estaba dirigido contra los gobiernos que impúdicamente rescataban a las irresponsables empresas y bancos. Vamos, no hay que ser injustos. Claro que los paquetes de estímulo fiscal incluían medidas de apoyo a la población (en EU, por ejemplo, se extendió el tiempo durante el cual un desempleado puede recibir apoyo estatal) y otras que iban en pos del consumo interno y el gasto social. Pero eso no duró mucho tiempo.
¿Por qué no? ¿Era acaso insolventable? No estoy en condiciones de responder porque mis conocimientos de economía son mínimos. Lo que sí sé es que hubo, paradójicamente, un rebote completo de las inclinaciones políticas de los gobiernos y las sociedades. Fueron los gobiernos de centro derecha que en Alemania, Francia o Canadá invirtieron esos millones de rescate. Fue la socialdemocracia la gran perdedora de los espacios políticos en Europa. La gente, al parecer, buscó gobiernos capaces de dar respuestas rápidas a la crisis económica, pero en los últimos meses se han dado cuenta de su error.
Todo empezó en Grecia a principios de año. Como ya medio especulé por acá, los estímulos fiscales postcrisis evidenciaron muchas fallas estructurales en los sistemas de gasto nacionales. Grecia reventó, desvelando una historia de malos manejos fiscales y presupuestarios. PERO lo importante aquí es que las respuestas del exterior (y del interior) fueron erradas. ¿Cómo es posible que en plena cirisis económica se opte por planes de ajuste presupuestal que cortan, en primer lugar, el gasto público social? ¿A quién puede ocurrírsele que las economías deben "verse bonitas" y "ser eficientes" cuando importantes sectores de la población están cayendo en la pobreza y se las ven negras para seguir con el día a día?
Ese alguien es, para variar, el mismo fantasma de siempre. Es el conjunto de organismos financieros mundiales, es el gobierno estadunidense, la comisión europea y los gobiernos de los países más pesados del continente (esta vez ni siquiera importó su supuesta inclinación ideológica). Entre todos ellos apostaron a condicionar terriblemente un paquete de unos 150 mil millones de dólares que Grecia recibiría sólo sí cumplía con una larga lista de tareas. Éstas incluían recortes al gasto público, a las pensiones, a los salarios y las prestaciones... No había planes precisos para combatir la corrupción o hacer más transparentes las finanzas públicas. Para variar, las soluciones cortoplacistas del "capitalismo mundial organizado" (perdonen mi teatro, pero no encuentro otro mote más adecuado) intentaron componerlo todo de golpe sin preocuparse mucho por los efectos negativos a la sociedad.
En cuestión de meses los ánimos políticos cambiaron. Pese a las enormes (impresionantes y admirables, desde mi humilde punto de vista) movilizaciones sociales en Grecia, los gobiernos europeos decidieron seguir adelante con los planes de recorte. España lanzó el suyo con bombo y platillo, encontrando buen eco entre una población harta de que el desempleo esté estancado en 20%. En España los esquemas laborales, las reglamentaciones y la facilidad para despedir gente, habrán de relajarse gracias a estas propuestas de ajuste. Más o menos lo mismo sucede en toda Europa. En Francia el efecto fue también impresionante. En los últimos dos meses, millones de trabajadores, estudiantes, profesionistas, profesores... vamos, medio país salió a las calles protestando por los programas de austeridad que el gobierno de Sarkozy ha logrado implementar. Subir la edad de retiro (de 60 a 62) no parece gran cosa --y estoy de acuerdo en que es imperativo visto el cambio demográfico que se viene--, pero no es, ni de lejos, la única propuesta. El gobierno francés insiste en apuntar reglas laborales mucho más flexibles para los patrones y un tanto injustas para los trabajadores. Trabajar sin cotizar, despedir con facilidad, ser joven y trabajar sin acumular antigüedad... vamos, las propuestas son francamente delirantes.
Ayer la gente protestó en el Reino Unido en contra de una de las tantas partes del programa conservador de austeridad. Los estudiantes salieron a protestar en contra del aumento de las colegiaturas (que no son particularmente bajas) y la rectificación de los planes de becas y estímulos al estudio.
Mientras los gobiernos europeos se aferran a una falsa esperanza de eficiencia macroeconómica y rigidez fiscal, los ciudadanos se dan cuenta del desastre que para sus bolsillos significan esas políticas de ajuste y salen a las calles exigiendo reformulaciones mucho más profundas. No digamos solamente el cambio completo del modelo capitalista por otro socialista (no es aquí donde discutiré eso); simplemente programas impositivos más severos hacia los ricos, más severos hacia los flujos de capital (internos y externos), más radicales contra la especulación financiera...
En Estados Unidos parece que sucede todo lo contrario. Los demócratas en el poder, si bien lejos de la izquierda europea, mantuvieron con relativa firmeza sus estímulos fiscales y sus propuestas más o menos bienestaristas (Obamacare es el mejor ejemplo). El gobierno de Obama se aferra, creo que es correcto aunque insuficiente, a programas de asistencia social, seguro de desempleo, impuestos a los más ricos y demás que tienen por objetivo minimizar los daños sociales (en términos de desigualdad y pobreza) que la crisis evidentemente trajo consigo. Y curiosamente, en vez de ser aplaudidos por una mayoría harta de perder sus beneficios, como en Europa, una buena parte de la sociedad estadunidense salió a las urnas y castigar a los demócratas. Sé que no fue representativo, pero el escándalo que organizaron los ultraconservadores del Tea Party tiene los elementos para poner en alerta a cualquiera. Ahora resulta que los estadunidenses están contentos con un Estado raquítico que no es solidario con su población, que permite que empresas y mercados regulen los derechos económicos de la gente... vamos, un Estado que renuncia a sus obligaciones y compromisos económicos y sociales.
Ahora resulta que una parte de la sociedad estadunidense aplaude medidas que recortarán el gasto social (pero no tocarán para nada el gasto militar), que dificultarán encontrar y mantener trabajo, que no apoyarán de la misma manera a los desempleados... Es, en el fondo, un ejemplo más, de los tantos que hay, de lo dispares que pueden ser estadunidenses y europeos.
Sólo queda por decir que en un ambiente de crisis e incertidumbre económica, sacrificar el (relativo) bienestar de las poblaciones a cambio de asegurar estabilidad fiscal y eficiencia macroeconómica es un revés terrible a los compromisos de los Estados de bienestar. Bien lo dijo Héctor Flores: no necesitamos Estados eficientes; claro, no significa que no puedan ser buenos, pero cuando hay pobreza, desigualdad, explotación e intolerancia, un Estado eficiente no sirve de nada. Necesitamos Estados comprometidos, activos, responsables.
(Nota final. Creo que sigue habiendo un abismo radical entre los países ricos e industrializados -de los que habla el texto- y los demás, más pobres y en vías apenas de alcanzar ciertos estándares económicos y sociales. No todo lo anterior aplica a países como México, pues las prioridades son otras. Lo que es radicalmente triste es que incluso los modelos que mejor habían funcionado para Europa se desechen hoy día con tanta facilidad y parsimonia).
miércoles, 27 de octubre de 2010
Ideología como división Izquierda-Derecha (parte 2 y última)
martes, 12 de octubre de 2010
Ideología como división izquierda-derecha (Parte I)
Me intrigan las posiciones ideológicas de los inicios del siglo XXI.
Quizá deba rectificar: me intrigan los enfoques y las perspectivas desde las cuales se habla acerca de ideologías en el Siglo XXI. Esto, porque hay una enorme tendencia (y no es sólo de este siglo) que intenta desprestigiar a las ideologías bajo el supuesto de que carecen de mayor fundamento en una época de globalización y posmodernidad que ha roto ya con tantos paradigmas. Sin embargo, hay muchas otras tendencias, materializadas en sistemas políticos, en movimientos sociales o en corrientes religiosas, que proponen nuevas ideologías, las defienden e incluso, en ocasiones, se aferran a ellas pese a que resultan absurdas o incomprensibles para gran parte de la humanidad.
A mí no me gusta pensar que las ideologías no tienen ya mayor relevancia, que no existen o que, en el mejor de los casos, han pasado de moda. Es cierto que hay espacios de la vida cotidiana donde no parece haber necesidad de introducirlas (los alemanes suelen decir que a la hora de poner alumbrado o drenaje no puede haber izquierda o derecha), pero en muchas ocasiones las ideologías, o al menos sus implicaciones políticas –en términos del partido o posición que toman los individuos–, subyacen a casi cualquier tipo de interacción social, a casi cualquier decisión económica y a prácticamente todas las prácticas políticas.
Claro, mi argumento es debilísimo porque no empiezo definiendo lo que es una ideología. No lo hago porque simplemente no lo sé, pero tengo una apuesta. A mi juicio, una ideología es una hoja de ruta, una especie de plan que los individuos y los grupos pueden adoptar como referente al momento de cuestionarse sobre múltiples aspectos de sus vidas (individual y colectiva), aspectos como las elecciones económicas, las dinámicas sociales o las decisiones políticas. Es, quizá, una especie de guía que nos sirve de enfoque, de lente, para acercarnos al mundo externo. No es lo mismo que una teoría en términos científicos. Tampoco creo que sea un conjunto de ideas y paradigmas que deban aceptarse sin cuestionar o juzgar: creo que adoptar una ideología implica, ojalá, conocer más o menos las distintas opciones y el camino que cada una ha seguido a lo largo de la historia. Por ejemplo, decidir que se es de ideología de derechas (así, en plural, porque hay muchas) significaría aceptar como moralmente válidas o verdaderas ideas tales como la inherente desigualdad entre individuos, el funcionamiento de las sociedades como resultado de estas diferencias de ocupaciones, intereses, aspiraciones, pero también de ingresos, oportunidades y hasta capacidades. Significa, también, pensar que la política no es el eterno conflicto, sino el consenso paulatino que sólo alcanzan los más doctos o preparados que sólo representan al grueso de la población (cediendo, en el mejor de los casos, algunas prerrogativas democráticas), pero que no necesariamente la toman en cuenta.
Así, una ideología como un intento por englobar distintos problemas, preocupaciones e intereses en una misma perspectiva (es decir en un esquema más o menos uniforme de valores, objetivos, ideas de procedimientos y métodos) resulta de lo más relevante para posicionarse, como individuo, frente al mundo.
Hoy día, sin embargo, las ideologías pueden confundirse (o complementarse, según se quiera). Es muy común decir que se es liberal en términos sociales y al mismo tiempo atacar el liberalismo económico o político; los conservadores y los autoritarios pueden ser grandes admiradores del liberalismo económico. Así, lo que en un tiempo o espacio definido era considerado de izquierda deja de serlo en otro periodo o lugar. Por ejemplo, en el siglo XIX mexicano los liberales eran la izquierda en oposición a una derecha conservadora. Con la llegada del pensamiento socialista y anarquista a México, el liberalismo apareció tan sólo como la variante democrática de la derecha. En el siglo XXI, ser de izquierda en México puede significar retomar muchos elementos de aquel liberalismo decimonónico y rechazar postulados socialistas de épocas pasadas. Por poner otro ejemplo, el comunismo en un ´solo país de la Unión Soviética está lejos de ser el mismo bagaje ideológico de los teóricos socialistas del siglo XIX y también está muy distante de los nuevos postulados multiculturales y socialistas del siglo XXI.
Las ideologías, por lo tanto, son siempre relevantes, y lo son en tanto que las sociedades y los individuos son capaces de ajustarlas a lo largo del tiempo, no de tal suerte que se confundan, pierdan sus fundamentos elementales o se desprestigien, sino en el sentido que se actualicen a los tiempos y sus condiciones. Decía Norberto Bobbio en su ensayo sobre la izquierda y la derecha que una característica fundamental de la izquierda, sin importar su mote (socialista, anarquista) o su época (Revolución Francesa o Movimiento de los Sin Tierra), ha sido, es y será la lucha por concebir y luego implementar sociedades más equitativas –incluso igualitarias– y justas, mientras que la derecha suele conformarse con el statu quo –y luchar sólo por mantenerlo. Hay científicos que proponen, en términos dialécticos, una diferenciación entre izquierda y derecha diciendo, por ejemplo, que si la izquierda se convierte en sinónimo de un proceso de crítica constante y de superación de lo anterior, entonces las nuevas hipótesis científicas y, por lo tanto, el nuevo conocimiento sólo es posible desde y gracias a la izquierda.
Carlos Arriola dijo muy atinadamente que quien intente eludir o negar que hoy día haya todavía una diferencia entre izquierda y derecha definitivamente no es de izquierda. Y yo complemento: es porque no tiene mayor motivación por enfrentarse al statu quo.
Espero que los párrafos anteriores sirvan de preámbulo a una discusión próxima de este blog, que espero sea más aterrizada. Será sobre las identificaciones ideológicas de partidos políticos y movimientos sociales en México. La idea, se las adelanto, es que en México sí hay una crisis de las ideologías, sobre todo de las de izquierda que serían las supuestas contestatarias del statu quo. O bien, para matizar, que la crítica a este statu quo es muy tibia (porque las aspiraciones de quienes abanderan la izquierda mexicana son muy débiles). Ya veremos.
sábado, 25 de septiembre de 2010
Nacionalismos septembrinos
Y dale con el Bicentenario. ¿Qué interés guardan las representaciones de la nación, de su glorificada historia y sus inescrutables héroes para el ciudadano común? ¿Qué relación tiene la idea misma de "festejar" (insisto en que el término es el correcto) el Bicentenario con la de la nación?
Los grandes espectáculos y la bonita parafernalia no son exclusivas de la Nación en abstracto. Creo que a casi todos nos encantan las inauguraciones de los juegos olímpicos o el festival de Cannes o qué sé yo; cosas que no obedecen necesariamente al orgullo nacional (aunque podría darse el caso).
Vamos a poner algunas cosas sobre la mesa. Pareciera que los nacionalismos decimonónicos, que suponen ser tan claros para cualquiera de nosotros, mantienen su vigor en muchísimos aspectos de la vida cotidiana en pleno siglo XXI. Por otro lado, desde hace varias décadas que algunos patrones nacionalistas van cambiando a marchas forzadas y que hacer coincidir ambos modelos es dificilísimo. Antes de seguir, déjenme decirles que pienso en el nacionalismo oficial y, hasta cierto punto, tradicional de la sociedad mexicana como uno de carácter decimonónico (y de mediados del siglo XX). A esa estática se le agregan elementos muy nuevos que no son fáciles de asimilar pero que si no se hace la idea misma de la nación "moderna" pierde sustento. Veré si logro aclarar este debralle.
El nacionalismo "común", "tradicional", "oficial" y, sobre todo, público nace por ahí del siglo XIX, a finales, acompañado del proceso de creación y consolidación del Estado mexicano. Las primeras décadas de vida independiente, fatídicas en diversos sentidos, no lograron cuajar en la formación de una nación porque tal cosa es un proceso arduo, una tarea titánica. Los políticos de la época no podían siquiera ponerse de acuerdo en el tipo de gobierno que necesitaba el país; pedirles tiempo y dedicación a la tarea de formar una nación habría sido demasiado. Además, las élites criollas (porque eso eran, básicamente) no tenían mayor interés en buscar continuidades y cosas en común con los millones de mestizos e indígenas que ni por error iban a participar en la vida política y económica del joven país.
Pero cuando la necesidad de afianzar un Estado-nación fue evidente (intervención francesa, imposición de un emperador extranjero), la guerra intestina se desató. No fue un conflicto entre nacionalistas y no nacionalistas como le encanta presentarlo a la historia oficial. No, no es que los conservadores, por ser monárquicos, fueran anti mexicanos o anti nacionalistas. Tampoco es que los liberales, por republicanos, encarnaran a la nación mexicana en sus proyectos políticos. Lo importante, creo yo, es aceptar que ambos grupos querían consolidar su poder político sobre la base de una idea de lo que era y debía ser México. Claro que uno puede (y quizá debe) estar más de acuerdo con una de las posiciones, pero no puede sugerir, arbitrariamente, que la propuesta de los contrarios era antinacional o vendepatrias. El punto, sin embargo, no es ese. Cuando la guerra contra Francia, los republicanos ganaron muchísimo vigor porque, justamente, lograron apelar a una situación ya común pero no por ello menos denigrante: la potencia externa que quiere intervenir en México y arreglarlo todo a su modo. Claro, los indígenas y mestizos (en general) no tuvieron nunca voz y voto en el proceso de decisión política y económica del Estado. Muy poco peso tendrían, después, a lo largo de la II República. Pero el nacionalismo liberal-republicano no era un llamado a la democracia (“¿¡A la qué!?): era un llamado a conservar una integridad territorial y política que se había visto muchas veces amenazada.
Los conservadores, por su lado, no lo veían igual. Para ellos la nación debía ser un cuerpo social más o menos claro y, sobre todo, disciplinado: bajo un rey, un emperador o alguna otra figura no republicana, valores “colectivos” como la religión y la fe católica, el respeto por la autoridad tanto divina como terrenal/imperial... había mucho de pretensiones muy elitístas: México una monarquía, una nación tradicional que se codeara con las grandes realezas europeas... y para los liberales era igual: México, nación moderna, republicana, igual que la estadunidense.
Ganó el nacionalismo liberal con su entonación reformista (sobre todo en lo que a la iglesia respecta), positivista, modernista (anti-indígena y en contra de -ciertas- tradiciones) y, según, progresista. “México nace en la Reforma, en la defensa contra el II Imperio o en los aplausos a Juárez y a la II República”. Tales comentarios son comunes y, a la vez, muy bien fundamentados: claro que el juarismo trajo a México una disciplina laica importantísima; un modelo de educación que rompería con esquemas semi oscurantistas; una valoración positivista de lo que había sido el proceso de construcción nacional y sobre cuáles debían ser los próximos pasos a seguir.
Defiendo esos importantes logros del juarismo a la vez que critico su antiindigenismo, su pretensión por lograr una sociedad liberal que parecía todavía de inicios del siglo XIX (en un mundo donde se leía a Marx desde hacía más de un cuarto de siglo el poco progresismo intelectual, político y social de los juaristas era evidente) o su amistad con lo que empezaba a ser el Imperialismo estadunidense. Pienso que si Juárez construyó la nación y al Estado mexicano entonces debemos aplaudirle. Pero reconozcamos que tales estructuras se fisuraron muy pronto, primero por negligencia y “traición” porfirista y luego, simplemente, porque ya no daban el ancho con los nuevos tiempos.
Y creo que, en términos generales, es el nacionalismo que nace con el juarismo el que mantuvo su fuerza durante muchas décadas y que incluso fue rescatado por los hábiles políticos de la “dictadura” priísta. La historia de bronce, de la que no hablaré por ser tema muy trillado, es uno de los referentes obligatorios de la mexicanidad en los términos más estrictos: educación pública, instituciones, política, fútbol... qué sé yo, tantos aspectos impregnados de ese nacionalismo oficial y orquestado desde arriba en donde todos los movimientos sociales del pasado que podían adaptarse, aunque fuera sólo poquito, a los pilares priístas estarían presentes. Así, el magonismo y el zapatismo se codean con el maderismo, con el juarismo y hasta con el hidalguismo, como si nada.
Pero luego están las partículas contemporáneas de los nacionalismos que no hemos logrado agregar de forma coherente a la idea de nación mexicana. ¿Quiénes son los indígenas y las minorías étnicas (“propias” o inmigrantes) y qué rol pueden desempeñar en la construcción cotidiana de la nación mexicana? ¿Por qué a muchos mexicanos les cuesta tanto aceptar que hay muchísimos elementos externos que influyen en el refrendo diario de lo que es la nación? ¿ Somos acaso incapaces de reconocer que la “mexicanidad” pura no existe y que, como todas las naciones modernas, somos un híbrido?
La historia oficial hizo al mexicano y lo pintó de moreno claro; no de moreno oscuro color del barro, porque así son los indígenas. Tampoco de un pálido blanco, porque así son los europeos. Se suponía entonces que el mexicano, mestizo, era el resultado idóneo de la cruza de “dos razas”. ¡Excelente! El mestizaje fortaleció al mexicano y lo hizo una superrázacósmicadestruyeninjas. Esa imagen oficialista de lo mexicano y de los mexicanos excluyó terriblemente a los “no mestizos”. Claro que, como en todo, los grados de exclusión eran distintos. Los indígenas, pobres y desposeídos, eran los más excluidos. Los blancos podían no serlo y aproevchaban su enorme relevancia política y económica para seguir siendo, en muchos aspectos, la clase privilegiada del país. El discurso excluyente de la nación mexicana como una moderna “olbigaba” a los indígenas a mexicanizarse, a a abandonar la tradición y abrazar la modernidad. Somos un país racista y excluyente porque, entre otros motivos, así mismo construimos la nación.
Con los cantos al multiculturalismo, al respeto a las culturas autóctonas y la democracia de las minorías, algunos sectores de la sociedad han cambiado sus enfoques y han propuesto visiones de la nación mucho más incluyentes, tolerantes y pintorescos. Aceptar que físicamente los mexicanos somos tan distintos no ha sido cosa fácil y los prejuicios siguen presentes. Sociedades como la brasileña o la estadunidense, mucho más “tutti-frutti” que la mexicana, han tenido enormes problemas de itegración, tolerancia y respeto entre sus comunidades porque, desafortunadamente, el racismo impera. Pero en fin, poco a poco algunos prejuicios se van desgastando y poco a poco podemos cambiar nuestras impresiones sociales. Eso mismo nos obliga a repensar qué significa la nación mexicana, pero no ha sido sencillo.
Respecto a la idea de los elementos que vienen de fuera, ¿qué se puede decir de nuevo? En vez de hablar de el consumo de productos extranjeros, la adopción de fiestas y costumbres de fuera, la acogida que hacemos a la cultura de otros países y de otros fenómenos que hacemos cotidianamente pero que negamos que forme parte de mexicanidad, pondré mi propio ejemplo. Como hijo de un matrimonio internacional (suena sangrómn pero eso es, entre naciones) crecí, aunque suene inverosímil, con dos nacionalidades. Aprendí desde chiquito que eso era compatible y que era una gran ventaja. Muchísimas veces me han preguntado si me siento “más belga que mexicano”, si no me siento “mitad y mitad”. La pregunta siempre fue traicionera e imposible de responder con coherencia. Decidí que la mejor respuesta era decir: “soy 100% mexicano... y también 100% belga, ¿cómo la ven?”. Claro que al momento de definir en qué aspectos me desenvolvía mejor (lengua, “conocimiento” de las costumbres, las dinámicas sociales, la política, la literatura...) la respuesta era muy clara: soy más mexicano. Pero esa no era la respuesta que la gente quería escuchar: creo que, aunque no fuera con mala leche, la gente prefería escuchar que me sentía muy extranjero y que, en el fondo, no podía ser 1000% mexicano.
Puede ser cierto. En casa, por ejemplo, nunca había nada picante a la hora de comer (excepto una esporádica salsa verde que sólo mi papá comía) o no íbamos al panteón cada día de muertos. Sí, el ejemplo de la comida picante es pésimo, pero aceptemos que es uno de los clichés de lo que significa ser mexicano. El caso es que, admitámoslo, muchos aspectos de mi vida cotidiana en familia no eran los típicos de una familia mexicana. ¿Cómo iban a serlo si al mismo tiempo debía sentirme orgulloso de mi país natal y del otro, del de la cerveza, Tintin y los wafles?
Pero, admitámoslo nuevamente, ¿qué familia mexicana es típicamente mexicana? Ninguna. En mi casa no había chile, va. Pero tenía amigos que, en su laicidad, no ponían nacimiento en navidad; otros no hacían celebraciones al día de muertos, pero salían a pedir dulces el 31 de octubre; algunos nuca compraban comida en las fruterías o en los mercados; otros más preferían escuchar música extranjera y renegaban del mariachi o las rancheras; muchos recibían regalos de Santa Claus y no del niño dios (aunque eso es también un fenómeno de clase muy cabrón); otros bebían más coca cola que aguas frescas... Vamos, a lo que voy es que es injusto (y hasta iluso) pensar que los mexicanos son unos entes cuya nacionalidad está aislada de y es inmune a tantas influencias externas. Reconstruir una nacionalidad mexicana implica reconocer esos sincretismos que van más allá del encuentro de culturas de 1492 y que tienen que ver con el encuentro de culturas que sucede todos los días en la calle.
Y eso me permite concluir. Un nacionalismo como el mexicano, que todavía no se entiende como híbrido en su cabalidad, es uno destinado al fracaso. En cambio, aceptar que somos un chistoso cuerpo social que se reafirma cotidianamente con elementos externos es mucho más provechoso.
El desfile del Bicentenario de la semana pasada tocó, en ocasiones, ese punto: De la Parra dirigió una orquesta que tocó “música clásica mexicana”: si siguiéramos una concepción estricta de la nación mexicana, eso sería una aberración. En el desfile también se reconoció la forma en que México ha acoplado para sí la música cubana y colombiana. Un excelente elemento de la riqueza cultural mexicana de hoy.
martes, 7 de septiembre de 2010
¡Ay, Gitana! (a tí te están dando mala vida)
[Algunos parecen maras pero, aún si se portaran como ellos, no son la minoría]
jueves, 2 de septiembre de 2010
Deshonestidad patriótica
Del festejo a la revolución sí tengo mis dudas. En ese sentido, comparto más las ideas de Adolfo Gilly de una revolución interrumpida, no porque crea yo un poco como hace él que en México existían las bases para realizar una gran revolución de carácter socialista-proletaria, sino porque las simples demandas democráticas de los grupos más coherentes (la reforma agraria, el rescate de las Leyes de Reforma, la repartición de cierta riqueza nacional y la expropiación de enormes haciendas de corte casi feudal) en muchas ocasiones fueron tiradas al caño en las décadas que siguieron, especialmente en esta última década. Insisto en que esas fueron demandas totalmente democráticas y hasta liberales. Hay quienes las llaman socialistas o revolucionarias. Si eso son, entonces yo soy mitad maorí.
Pero hoy el tema que nos ocupa es más de carácter colectivo y, si me permiten, psicosocial. Soy malo como un calcetín en esos temas, pero me gusta improvisar.
Verán, creo que en México tenemos un grave problema de autoengaño. Conforme siga con el texto quizá logre explicar a qué me refiero. Por lo pronto, les adelanto que NO me referiré a esas ideas que circulan con cierta frecuencia acerca de la "cultura" del mexicano como una de flojera, falta de interés, gandallismo, miopía, futbol y guadalupanismo. No me trago el cuento de que el mexicano es abusado pero abusivo; extremadamente creativo para resolver ciertos problemas pero casi siempre un güevón. Sin embargo, sí creo que tendemos al autoengaño, a la ilusión y la falta de memoria, al "le tiro a todo cuando sueño" pero, sobre todo, a la falta general de confianza realista en el país (y precisamente por eso es que surgen todas esas ideas de flojera, gandallismo, creatividad pero güeva). ¿Sale? Pues me lanzo al ruedo.
Cuando era niño y me gustaba asistir pasivamente a las pláticas que mis padres solían tener en la sobremesa con sus amigos, había siempre tres palabras de mi papá que me encantaban. Él solía comenzar muchas frases con un contundente "en este país", e inmediatamente dejaba pasar un microsegundo, suficiente para enfatizar que lo que seguiría sería una reflexión crítica acerca de alguna situación cualquiera. Así, moviendo la mano derecha de arriba hacia abajo y pegando el pulgar con su índice (y eso que no es italiano), mi papá conseguía para sí la atención de los demás. A mí siempre me provocó un no sé qué. Aprendí desde chiquito que vivía en un país en el que las cosas siempre salían mal y en el que, sin embargo, hablar mucho de esas cosas era bueno. Era una especie de contradicción natural, una lógica implacable por incuestionable. Si la gente podía decir siempre que las cosas estaban mal y se le escuchaba, entonces no sólo era porque las cosas estaban mal, sino incluso porque estaba bien que las cosas fueran mal.
Vista desde ahora, la reflexión era una aberración. Pero en esos momentos me daba cierto gusto pensar así porque era como predecir algo, o mejor dicho, porque al decir las cosas malas del país uno prácticamente no podía equivocarse. Muy pronto, sin embargo, esa idea que yo mismo me había construido comenzó a confundirme. Recuerdo que una vez, viendo un partido de fútbol entre México y Brasil (era la final de la Copa Confederaciones de 1999), mi papá hacía alusión a los distintos errores del fútbol mexicano: el "pasesito marica", "los tiritos desgüevados", "las nenas teatreras"... todo eso me hacía pensar que no sólo México iba a perder (porque con tiritos desgüevados nadie podía ganarle a Brasil), sino, peor aún, que México debía perder. Y debía perder porque eso se merecía: porque todo lo hacía mal. Pasé el resto del partido en una angustia interna terrible porque claro que quería que México ganara, pero a la vez me tragaba el cuento de que no se lo merecía... por el otro lado, México sí que jugó bien y mi papá se emocionó terriblemente con la victoria. Yo estaba definitivamente confundido.
Creo que con ese ejemplo va tomando forma la idea del autoengaño. Si me siguen -si yo mismo me sigo-, me parece que el autoengaño mexicano es doblemente cruel porque es, al menos, bifacético: hay ocasiones en las que nos engañamos acerca de lo malísimo que es el país que cuando las cosas salen medianamente bien somos incapaces de apuntar correctamente los logros y los méritos. Por el otro lado, hay veces que nos autoengañamos con lo excelentes que podemos ser, que cuando las cosas salen medianamente mal tenemos siempre una buena coartada, un chivo expiatorio, y somos incapaces de reconocer objetivamente nuestros errores y nuestras miopías. Cuando yo era chamaco y disfrutaba que mi papá criticara al país, me autoengañaba terriblemente porque, maniqueo como todo niño, pensaba que no había forma de que México hiciera algo bien en esos temas que tanto se criticaban en casa. Por eso sigo siendo tan escéptico con las estadísticas oficiales, con los informes de gobierno y con el optimismo de ciertos medios monopólicos. Por eso quizá disfruto más de leer los periódicos que dicen que todo está mal y que apuntan directamente a ciertos responsables.
Entonces por ahí va la cosa. Ahora, ¿qué pasa más seguido? ¿el autoengaño positivo o el negativo? Creo que es difícil determinar, porque generalmente para un tema dado hay siempre gente que creerá incondicionalmente en las extraordinarias capacidades del país, y habrá quien crea incondicionalmente en las extraordinarias incapacidades de México. Pero hay algo más, y me parece que es incluso más complejo: los mismos individuos, las mismas clases sociales y los mismos gobiernos son capaces de autoengañarse de dos formas distintas respecto a un mismo tema en dos momentos diferentes.
Una vez más, el fútbol es un ejemplo idóneo. Recientemente, antes de cada Mundial el país no deja de berrear que la selección llegará a cuartos de final. Siempre tenemos a la mejor escuadra de la historia y, a la vez, siempre nos toca jugar contra los mejores (que nos ganan). El autoengaño ahí es clarísimo. Sin embargo, en cuanto nos sacan del Mundial, la opinión se voltea drásticamente. "Se los dije, valemos para pura má". "Ese técnico güey, siempre pensé que había que sacarlo desde antes". "No me engañan, siempre supe que México no pasaría de octavos". Autoengaño puro, hipocresía individual. El ojete que ahora dice que la selección mexicana fracasó por mediocre es el mismo cabrón que coreó todas las cancioncitas publicitarias de ánimo al equipo nacional, el mismo que se vino cada vez que México anotó y el mismísimo que apostó hasta la abuela porque México llegaba a semifinales. Doble autoengaño porque, además, ese sujeto lo negará siempre todo.
Y entonces se cruzan los demás problemas.
Tenemos una pésima memoria histórico-colectiva pues nunca nos interesa recordar qué hicimos bien ni qué hicimos mal. Eso sí, cuando esporádicamente recordamos algo que hicimos bien, entonces es insuperable, decisivo, extraordinario, mágico (la quema de la puerta de la Alhóndiga; la Revolución de 1910 o la defensa de Chapultepec si te llamas Niño Héroe). Cuando por casualidad recordamos algo que hicimos mal, entonces nos marcó para siempre, nos condenó al fracaso, destruyó nuestro potencial y quemó nuestras esperanzas (la decisión del Fobaproa; dormirte bajo un árbol en una expedición hacia Texas si te llamas Santa Anna). Pero sucede que cuando México recuerda algo, decide recordar un episodio muy preciso, incluso casi insignificante en sí mismo. Lo que el país de plano no recuerda es el proceso que envuelve a cada uno de esos episodios; no recordamos los contextos históricos; las ideologías dominantes; los problemas estructurales del país; los individuos que nosotros mismos ponemos en el poder (en las raras ocasiones en que podemos hacerlo). Vamos, nuestra pésima memoria colectiva no sólo es "autoengañista", sino que también es simplista, de kinder y autocomplaciente.
Enrique Serna dice en "Nexos" de este mes que tenemos la mala costumbre como mexicanos de dejar todas las cosas a medias, sobre todo nuestras grandes gestas históricas, por lo cual no debiéramos exaltarlas tanto como hacemos. A eso yo simplemente agregaría que en la medida en que nos sigamos autoengañando sobre esas grandes gestas históricas nunca podremos concluir alguna de ellas. Para cerrar con esa idea (que quizá dé vuelo a la entrada siguiente), debemos ser sinceros y aceptar, con relación a la Revolución Mexicana -por poner un ejemplo, que si de verdad queríamos una revolución debimos hacerla permanentemente, à la Trotsky. Ahora es muy tarde porque no sólo no la hicimos permanente, sino que la frenamos, en muchos casos la rebobinamos y, para joder, la enterramos.