jueves, 2 de septiembre de 2010

Deshonestidad patriótica

Se acercan bicentenario y centenario y este blog dedicará mínimo dos textos al respecto a lo largo del mes. No les será quizá ajena mi postura inicial, el escepticismo. ¿Qué festejamos? Sí sí, la respuesta es clara: independencia y revolución. La primera la conseguimos mucho antes que decenas de países que yacen todavía en el extremo subdesarrollo. La segunda, por su parte, la enarbolamos (y la enaltecieron otros también) como una de las primeras grandes revoluciones sociales de la historia contemporánea y la pionera del siglo XX. Eso no está en duda. Tampoco seré de los derrotistas que pongan en entredicho la independencia actual, pues no soy de la idea de que el país esté completamente a merced del Imperio o del Capital y, sobre todo, que sea el único. Muchos otros países están sojuzgados por esos dos poderes y aquí en casa tenemos nuestros propios imperios y nuestros propios capitales que, con frecuencia, son todavía más inhumanos que los de fuera. Así que tampoco va por ahí.
Del festejo a la revolución sí tengo mis dudas. En ese sentido, comparto más las ideas de Adolfo Gilly de una revolución interrumpida, no porque crea yo un poco como hace él que en México existían las bases para realizar una gran revolución de carácter socialista-proletaria, sino porque las simples demandas democráticas de los grupos más coherentes (la reforma agraria, el rescate de las Leyes de Reforma, la repartición de cierta riqueza nacional y la expropiación de enormes haciendas de corte casi feudal) en muchas ocasiones fueron tiradas al caño en las décadas que siguieron, especialmente en esta última década. Insisto en que esas fueron demandas totalmente democráticas y hasta liberales. Hay quienes las llaman socialistas o revolucionarias. Si eso son, entonces yo soy mitad maorí.

Pero hoy el tema que nos ocupa es más de carácter colectivo y, si me permiten, psicosocial. Soy malo como un calcetín en esos temas, pero me gusta improvisar.
Verán, creo que en México tenemos un grave problema de autoengaño. Conforme siga con el texto quizá logre explicar a qué me refiero. Por lo pronto, les adelanto que NO me referiré a esas ideas que circulan con cierta frecuencia acerca de la "cultura" del mexicano como una de flojera, falta de interés, gandallismo, miopía, futbol y guadalupanismo. No me trago el cuento de que el mexicano es abusado pero abusivo; extremadamente creativo para resolver ciertos problemas pero casi siempre un güevón. Sin embargo, sí creo que tendemos al autoengaño, a la ilusión y la falta de memoria, al "le tiro a todo cuando sueño" pero, sobre todo, a la falta general de confianza realista en el país (y precisamente por eso es que surgen todas esas ideas de flojera, gandallismo, creatividad pero güeva). ¿Sale? Pues me lanzo al ruedo.

Cuando era niño y me gustaba asistir pasivamente a las pláticas que mis padres solían tener en la sobremesa con sus amigos, había siempre tres palabras de mi papá que me encantaban. Él solía comenzar muchas frases con un contundente "en este país", e inmediatamente dejaba pasar un microsegundo, suficiente para enfatizar que lo que seguiría sería una reflexión crítica acerca de alguna situación cualquiera. Así, moviendo la mano derecha de arriba hacia abajo y pegando el pulgar con su índice (y eso que no es italiano), mi papá conseguía para sí la atención de los demás. A mí siempre me provocó un no sé qué. Aprendí desde chiquito que vivía en un país en el que las cosas siempre salían mal y en el que, sin embargo, hablar mucho de esas cosas era bueno. Era una especie de contradicción natural, una lógica implacable por incuestionable. Si la gente podía decir siempre que las cosas estaban mal y se le escuchaba, entonces no sólo era porque las cosas estaban mal, sino incluso porque estaba bien que las cosas fueran mal.

Vista desde ahora, la reflexión era una aberración. Pero en esos momentos me daba cierto gusto pensar así porque era como predecir algo, o mejor dicho, porque al decir las cosas malas del país uno prácticamente no podía equivocarse. Muy pronto, sin embargo, esa idea que yo mismo me había construido comenzó a confundirme. Recuerdo que una vez, viendo un partido de fútbol entre México y Brasil (era la final de la Copa Confederaciones de 1999), mi papá hacía alusión a los distintos errores del fútbol mexicano: el "pasesito marica", "los tiritos desgüevados", "las nenas teatreras"... todo eso me hacía pensar que no sólo México iba a perder (porque con tiritos desgüevados nadie podía ganarle a Brasil), sino, peor aún, que México debía perder. Y debía perder porque eso se merecía: porque todo lo hacía mal. Pasé el resto del partido en una angustia interna terrible porque claro que quería que México ganara, pero a la vez me tragaba el cuento de que no se lo merecía... por el otro lado, México sí que jugó bien y mi papá se emocionó terriblemente con la victoria. Yo estaba definitivamente confundido.

Creo que con ese ejemplo va tomando forma la idea del autoengaño. Si me siguen -si yo mismo me sigo-, me parece que el autoengaño mexicano es doblemente cruel porque es, al menos, bifacético: hay ocasiones en las que nos engañamos acerca de lo malísimo que es el país que cuando las cosas salen medianamente bien somos incapaces de apuntar correctamente los logros y los méritos. Por el otro lado, hay veces que nos autoengañamos con lo excelentes que podemos ser, que cuando las cosas salen medianamente mal tenemos siempre una buena coartada, un chivo expiatorio, y somos incapaces de reconocer objetivamente nuestros errores y nuestras miopías. Cuando yo era chamaco y disfrutaba que mi papá criticara al país, me autoengañaba terriblemente porque, maniqueo como todo niño, pensaba que no había forma de que México hiciera algo bien en esos temas que tanto se criticaban en casa. Por eso sigo siendo tan escéptico con las estadísticas oficiales, con los informes de gobierno y con el optimismo de ciertos medios monopólicos. Por eso quizá disfruto más de leer los periódicos que dicen que todo está mal y que apuntan directamente a ciertos responsables.

Entonces por ahí va la cosa. Ahora, ¿qué pasa más seguido? ¿el autoengaño positivo o el negativo? Creo que es difícil determinar, porque generalmente para un tema dado hay siempre gente que creerá incondicionalmente en las extraordinarias capacidades del país, y habrá quien crea incondicionalmente en las extraordinarias incapacidades de México. Pero hay algo más, y me parece que es incluso más complejo: los mismos individuos, las mismas clases sociales y los mismos gobiernos son capaces de autoengañarse de dos formas distintas respecto a un mismo tema en dos momentos diferentes.
Una vez más, el fútbol es un ejemplo idóneo. Recientemente, antes de cada Mundial el país no deja de berrear que la selección llegará a cuartos de final. Siempre tenemos a la mejor escuadra de la historia y, a la vez, siempre nos toca jugar contra los mejores (que nos ganan). El autoengaño ahí es clarísimo. Sin embargo, en cuanto nos sacan del Mundial, la opinión se voltea drásticamente. "Se los dije, valemos para pura má". "Ese técnico güey, siempre pensé que había que sacarlo desde antes". "No me engañan, siempre supe que México no pasaría de octavos". Autoengaño puro, hipocresía individual. El ojete que ahora dice que la selección mexicana fracasó por mediocre es el mismo cabrón que coreó todas las cancioncitas publicitarias de ánimo al equipo nacional, el mismo que se vino cada vez que México anotó y el mismísimo que apostó hasta la abuela porque México llegaba a semifinales. Doble autoengaño porque, además, ese sujeto lo negará siempre todo.

Y entonces se cruzan los demás problemas.
Tenemos una pésima memoria histórico-colectiva pues nunca nos interesa recordar qué hicimos bien ni qué hicimos mal. Eso sí, cuando esporádicamente recordamos algo que hicimos bien, entonces es insuperable, decisivo, extraordinario, mágico (la quema de la puerta de la Alhóndiga; la Revolución de 1910 o la defensa de Chapultepec si te llamas Niño Héroe). Cuando por casualidad recordamos algo que hicimos mal, entonces nos marcó para siempre, nos condenó al fracaso, destruyó nuestro potencial y quemó nuestras esperanzas (la decisión del Fobaproa; dormirte bajo un árbol en una expedición hacia Texas si te llamas Santa Anna). Pero sucede que cuando México recuerda algo, decide recordar un episodio muy preciso, incluso casi insignificante en sí mismo. Lo que el país de plano no recuerda es el proceso que envuelve a cada uno de esos episodios; no recordamos los contextos históricos; las ideologías dominantes; los problemas estructurales del país; los individuos que nosotros mismos ponemos en el poder (en las raras ocasiones en que podemos hacerlo). Vamos, nuestra pésima memoria colectiva no sólo es "autoengañista", sino que también es simplista, de kinder y autocomplaciente.

Y, para acabar de amolar la cosa, solemos ser siempre pesimistas a futuro. Eso sí: podemos ser de lo más optimistas y añorar el pasado o conformarnos con el presente. Pero el futuro es siempre turbio, "mejor que no llegue". Eso sí es trágico. Y no es trágico porque debamos hacer todo lo contrario y ser optimistas (en el rumbo actual, difícilmente el futuro inmediato será mejor, aunque ya Fidel Castro dijo que pronto habrá cambios importantes en México), sino porque es una escapatoria sencillísima a cualquier tipo de contacto con las responsabilidades o la reflexión un poco más sesuda. Por eso este bicentenario, aun cuando esté inundado por la sangre del narco o por la inmensa pobreza que crece día con día, será extraordinario, será un festejo imponente, impecable, magnífico. Y será así porque desde ahorita se convierte en una excelente escapatoria. "Festeja ahora el bicentenario para recordar todo lo que el país hizo de extraordinario -autoengaño- y para no pensar, aunque sea por unos momentos, en el apestosísimo futuro -autoengaño 2-".

Enrique Serna dice en "Nexos" de este mes que tenemos la mala costumbre como mexicanos de dejar todas las cosas a medias, sobre todo nuestras grandes gestas históricas, por lo cual no debiéramos exaltarlas tanto como hacemos. A eso yo simplemente agregaría que en la medida en que nos sigamos autoengañando sobre esas grandes gestas históricas nunca podremos concluir alguna de ellas. Para cerrar con esa idea (que quizá dé vuelo a la entrada siguiente), debemos ser sinceros y aceptar, con relación a la Revolución Mexicana -por poner un ejemplo, que si de verdad queríamos una revolución debimos hacerla permanentemente, à la Trotsky. Ahora es muy tarde porque no sólo no la hicimos permanente, sino que la frenamos, en muchos casos la rebobinamos y, para joder, la enterramos.

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