sábado, 25 de septiembre de 2010

Nacionalismos septembrinos

Y dale con el Bicentenario. ¿Qué interés guardan las representaciones de la nación, de su glorificada historia y sus inescrutables héroes para el ciudadano común? ¿Qué relación tiene la idea misma de "festejar" (insisto en que el término es el correcto) el Bicentenario con la de la nación?
Los grandes espectáculos y la bonita parafernalia no son exclusivas de la Nación en abstracto. Creo que a casi todos nos encantan las inauguraciones de los juegos olímpicos o el festival de Cannes o qué sé yo; cosas que no obedecen necesariamente al orgullo nacional (aunque podría darse el caso).



Vamos a poner algunas cosas sobre la mesa. Pareciera que los nacionalismos decimonónicos, que suponen ser tan claros para cualquiera de nosotros, mantienen su vigor en muchísimos aspectos de la vida cotidiana en pleno siglo XXI. Por otro lado, desde hace varias décadas que algunos patrones nacionalistas van cambiando a marchas forzadas y que hacer coincidir ambos modelos es dificilísimo. Antes de seguir, déjenme decirles que pienso en el nacionalismo oficial y, hasta cierto punto, tradicional de la sociedad mexicana como uno de carácter decimonónico (y de mediados del siglo XX). A esa estática se le agregan elementos muy nuevos que no son fáciles de asimilar pero que si no se hace la idea misma de la nación "moderna" pierde sustento. Veré si logro aclarar este debralle.



El nacionalismo "común", "tradicional", "oficial" y, sobre todo, público nace por ahí del siglo XIX, a finales, acompañado del proceso de creación y consolidación del Estado mexicano. Las primeras décadas de vida independiente, fatídicas en diversos sentidos, no lograron cuajar en la formación de una nación porque tal cosa es un proceso arduo, una tarea titánica. Los políticos de la época no podían siquiera ponerse de acuerdo en el tipo de gobierno que necesitaba el país; pedirles tiempo y dedicación a la tarea de formar una nación habría sido demasiado. Además, las élites criollas (porque eso eran, básicamente) no tenían mayor interés en buscar continuidades y cosas en común con los millones de mestizos e indígenas que ni por error iban a participar en la vida política y económica del joven país.

Pero cuando la necesidad de afianzar un Estado-nación fue evidente (intervención francesa, imposición de un emperador extranjero), la guerra intestina se desató. No fue un conflicto entre nacionalistas y no nacionalistas como le encanta presentarlo a la historia oficial. No, no es que los conservadores, por ser monárquicos, fueran anti mexicanos o anti nacionalistas. Tampoco es que los liberales, por republicanos, encarnaran a la nación mexicana en sus proyectos políticos. Lo importante, creo yo, es aceptar que ambos grupos querían consolidar su poder político sobre la base de una idea de lo que era y debía ser México. Claro que uno puede (y quizá debe) estar más de acuerdo con una de las posiciones, pero no puede sugerir, arbitrariamente, que la propuesta de los contrarios era antinacional o vendepatrias. El punto, sin embargo, no es ese. Cuando la guerra contra Francia, los republicanos ganaron muchísimo vigor porque, justamente, lograron apelar a una situación ya común pero no por ello menos denigrante: la potencia externa que quiere intervenir en México y arreglarlo todo a su modo. Claro, los indígenas y mestizos (en general) no tuvieron nunca voz y voto en el proceso de decisión política y económica del Estado. Muy poco peso tendrían, después, a lo largo de la II República. Pero el nacionalismo liberal-republicano no era un llamado a la democracia (“¿¡A la qué!?): era un llamado a conservar una integridad territorial y política que se había visto muchas veces amenazada.


Los conservadores, por su lado, no lo veían igual. Para ellos la nación debía ser un cuerpo social más o menos claro y, sobre todo, disciplinado: bajo un rey, un emperador o alguna otra figura no republicana, valores “colectivos” como la religión y la fe católica, el respeto por la autoridad tanto divina como terrenal/imperial... había mucho de pretensiones muy elitístas: México una monarquía, una nación tradicional que se codeara con las grandes realezas europeas... y para los liberales era igual: México, nación moderna, republicana, igual que la estadunidense.


Ganó el nacionalismo liberal con su entonación reformista (sobre todo en lo que a la iglesia respecta), positivista, modernista (anti-indígena y en contra de -ciertas- tradiciones) y, según, progresista. “México nace en la Reforma, en la defensa contra el II Imperio o en los aplausos a Juárez y a la II República”. Tales comentarios son comunes y, a la vez, muy bien fundamentados: claro que el juarismo trajo a México una disciplina laica importantísima; un modelo de educación que rompería con esquemas semi oscurantistas; una valoración positivista de lo que había sido el proceso de construcción nacional y sobre cuáles debían ser los próximos pasos a seguir.


Defiendo esos importantes logros del juarismo a la vez que critico su antiindigenismo, su pretensión por lograr una sociedad liberal que parecía todavía de inicios del siglo XIX (en un mundo donde se leía a Marx desde hacía más de un cuarto de siglo el poco progresismo intelectual, político y social de los juaristas era evidente) o su amistad con lo que empezaba a ser el Imperialismo estadunidense. Pienso que si Juárez construyó la nación y al Estado mexicano entonces debemos aplaudirle. Pero reconozcamos que tales estructuras se fisuraron muy pronto, primero por negligencia y “traición” porfirista y luego, simplemente, porque ya no daban el ancho con los nuevos tiempos.


Y creo que, en términos generales, es el nacionalismo que nace con el juarismo el que mantuvo su fuerza durante muchas décadas y que incluso fue rescatado por los hábiles políticos de la “dictadura” priísta. La historia de bronce, de la que no hablaré por ser tema muy trillado, es uno de los referentes obligatorios de la mexicanidad en los términos más estrictos: educación pública, instituciones, política, fútbol... qué sé yo, tantos aspectos impregnados de ese nacionalismo oficial y orquestado desde arriba en donde todos los movimientos sociales del pasado que podían adaptarse, aunque fuera sólo poquito, a los pilares priístas estarían presentes. Así, el magonismo y el zapatismo se codean con el maderismo, con el juarismo y hasta con el hidalguismo, como si nada.

Pero luego están las partículas contemporáneas de los nacionalismos que no hemos logrado agregar de forma coherente a la idea de nación mexicana. ¿Quiénes son los indígenas y las minorías étnicas (“propias” o inmigrantes) y qué rol pueden desempeñar en la construcción cotidiana de la nación mexicana? ¿Por qué a muchos mexicanos les cuesta tanto aceptar que hay muchísimos elementos externos que influyen en el refrendo diario de lo que es la nación? ¿ Somos acaso incapaces de reconocer que la “mexicanidad” pura no existe y que, como todas las naciones modernas, somos un híbrido?


La historia oficial hizo al mexicano y lo pintó de moreno claro; no de moreno oscuro color del barro, porque así son los indígenas. Tampoco de un pálido blanco, porque así son los europeos. Se suponía entonces que el mexicano, mestizo, era el resultado idóneo de la cruza de “dos razas”. ¡Excelente! El mestizaje fortaleció al mexicano y lo hizo una superrázacósmicadestruyeninjas. Esa imagen oficialista de lo mexicano y de los mexicanos excluyó terriblemente a los “no mestizos”. Claro que, como en todo, los grados de exclusión eran distintos. Los indígenas, pobres y desposeídos, eran los más excluidos. Los blancos podían no serlo y aproevchaban su enorme relevancia política y económica para seguir siendo, en muchos aspectos, la clase privilegiada del país. El discurso excluyente de la nación mexicana como una moderna “olbigaba” a los indígenas a mexicanizarse, a a abandonar la tradición y abrazar la modernidad. Somos un país racista y excluyente porque, entre otros motivos, así mismo construimos la nación.


Con los cantos al multiculturalismo, al respeto a las culturas autóctonas y la democracia de las minorías, algunos sectores de la sociedad han cambiado sus enfoques y han propuesto visiones de la nación mucho más incluyentes, tolerantes y pintorescos. Aceptar que físicamente los mexicanos somos tan distintos no ha sido cosa fácil y los prejuicios siguen presentes. Sociedades como la brasileña o la estadunidense, mucho más “tutti-frutti” que la mexicana, han tenido enormes problemas de itegración, tolerancia y respeto entre sus comunidades porque, desafortunadamente, el racismo impera. Pero en fin, poco a poco algunos prejuicios se van desgastando y poco a poco podemos cambiar nuestras impresiones sociales. Eso mismo nos obliga a repensar qué significa la nación mexicana, pero no ha sido sencillo.


Respecto a la idea de los elementos que vienen de fuera, ¿qué se puede decir de nuevo? En vez de hablar de el consumo de productos extranjeros, la adopción de fiestas y costumbres de fuera, la acogida que hacemos a la cultura de otros países y de otros fenómenos que hacemos cotidianamente pero que negamos que forme parte de mexicanidad, pondré mi propio ejemplo. Como hijo de un matrimonio internacional (suena sangrómn pero eso es, entre naciones) crecí, aunque suene inverosímil, con dos nacionalidades. Aprendí desde chiquito que eso era compatible y que era una gran ventaja. Muchísimas veces me han preguntado si me siento “más belga que mexicano”, si no me siento “mitad y mitad”. La pregunta siempre fue traicionera e imposible de responder con coherencia. Decidí que la mejor respuesta era decir: “soy 100% mexicano... y también 100% belga, ¿cómo la ven?”. Claro que al momento de definir en qué aspectos me desenvolvía mejor (lengua, “conocimiento” de las costumbres, las dinámicas sociales, la política, la literatura...) la respuesta era muy clara: soy más mexicano. Pero esa no era la respuesta que la gente quería escuchar: creo que, aunque no fuera con mala leche, la gente prefería escuchar que me sentía muy extranjero y que, en el fondo, no podía ser 1000% mexicano.


Puede ser cierto. En casa, por ejemplo, nunca había nada picante a la hora de comer (excepto una esporádica salsa verde que sólo mi papá comía) o no íbamos al panteón cada día de muertos. Sí, el ejemplo de la comida picante es pésimo, pero aceptemos que es uno de los clichés de lo que significa ser mexicano. El caso es que, admitámoslo, muchos aspectos de mi vida cotidiana en familia no eran los típicos de una familia mexicana. ¿Cómo iban a serlo si al mismo tiempo debía sentirme orgulloso de mi país natal y del otro, del de la cerveza, Tintin y los wafles?

Pero, admitámoslo nuevamente, ¿qué familia mexicana es típicamente mexicana? Ninguna. En mi casa no había chile, va. Pero tenía amigos que, en su laicidad, no ponían nacimiento en navidad; otros no hacían celebraciones al día de muertos, pero salían a pedir dulces el 31 de octubre; algunos nuca compraban comida en las fruterías o en los mercados; otros más preferían escuchar música extranjera y renegaban del mariachi o las rancheras; muchos recibían regalos de Santa Claus y no del niño dios (aunque eso es también un fenómeno de clase muy cabrón); otros bebían más coca cola que aguas frescas... Vamos, a lo que voy es que es injusto (y hasta iluso) pensar que los mexicanos son unos entes cuya nacionalidad está aislada de y es inmune a tantas influencias externas. Reconstruir una nacionalidad mexicana implica reconocer esos sincretismos que van más allá del encuentro de culturas de 1492 y que tienen que ver con el encuentro de culturas que sucede todos los días en la calle.


Y eso me permite concluir. Un nacionalismo como el mexicano, que todavía no se entiende como híbrido en su cabalidad, es uno destinado al fracaso. En cambio, aceptar que somos un chistoso cuerpo social que se reafirma cotidianamente con elementos externos es mucho más provechoso.

El desfile del Bicentenario de la semana pasada tocó, en ocasiones, ese punto: De la Parra dirigió una orquesta que tocó “música clásica mexicana”: si siguiéramos una concepción estricta de la nación mexicana, eso sería una aberración. En el desfile también se reconoció la forma en que México ha acoplado para sí la música cubana y colombiana. Un excelente elemento de la riqueza cultural mexicana de hoy.


No hay comentarios: