jueves, 11 de septiembre de 2014

Apuntes sobre las cosas en Ucrania y un par de disparates más

Dicen que en Ucrania se juega un viejo escenario de la Guerra Fría. Que la continuidad entre Iván el Terrible, la Zarina Catalina y Vladimir Putin es clarísima. Que la dictadura soviética es telonera de los abusos rusos hoy día. El eco de esos análisis vacíos resuena fácilmente, pero son “ahistoricismos”. Y luego dicen que los marxistas somos los trasnochados, los que vivimos de cuentos del pasado, que nos rehusamos a ver el mundo con ojos nuevos.

Orates. Como explicó Žižek en un enredado artículo de junio 2014 –del cual, se los adelanto, tampoco se puede concluir gran cosa más allá de lo siguiente–, no deja de ser fascinantemente irónico que los liberales, demócratas y fascistas ucranianos, unidos en el Maidán, hayan decidido atacar sin pudor todo lo que oliera a leninismo, empezando por las estatuas y acabando, por ahora, con la prohibición de partidos comunistas, los ataques a sindicalistas y a otros sectores de la izquierda. ¡Atacar al leninsmo cuando fue justamente Lenin quien abogó por la total independencia de los pueblos y las naciones si ese era el camino adecuado hacia el socialismo –o simpelemnte hacia el progresismo! Lenin y el leninismo, antes de ser totalmente opacado por el modelo estalinista, fue un gran entusiasta de la extensión de los servicios más básicos y los derechos más fundamentales, que el pueblo ruso conocía por primera vez después de 1917, con especial atención a las regiones más marginadas (esto es, Ucrania). Como buen individuo, Lenin no fue siempre congruente, y está claro que en 1921 cambió momentáneamente de postura decidiendo mantener a Ucrania cerca y seguir construyendo el Estado soviético. Luego se retractó y volvió a su versión comunista de la autodeterminación de los pueblos. En buena medida fueron los ucranianos quienes no quisieron alejarse de la recién nacida URSS y las razones no son cuentos chinos. Era clarísimo que la URSS se perfilaba, poco a poco, como la garante de una relativa autonomía respecto a las intenciones expansionistas de la Polonia de entreguerras y la Hungría post-austríaca que luego sería fascista y rencorosa de sus recortes territoriales. Además, el progresismo y la revolución parecían elementos sensatísimos en un escenario de pobreza y marginación histórica.

Pero esas estatuas destruidas –volviendo al punto– son solamente la expresión del descontento liberal hacia una figura tristemente pisoteada del comunismo soviético. No es eso lo que más impacto tiene ni lo más relevante del conflicto actual. Lo importante aquí es precisamente el discurso ahistórico, que se pretende histórico, acerca de los repetidos patrones entre el imperialismo soviético y las amenazas de hoy día provenientes de Moscú, paralelismo que, si bien no está excento de cierta verdad, insiste en continuar la cacería intelectual en contra del comunismo reduciéndolo, como siempre, a su expresión soviético-estalinista. Para variar, la prensa extranjera ha pintado a Rusia de rojo y le ha puesto gorro con estrella a Putin. Las tropas y los tanques rusos, que parecen del Ejército Rojo, están a las puertas de Ucrania, si no es que ya han “invadido territorio soberano ucraniano”. Acepto que esto puede sonar a paranoia exagerada: nadie en Washington o en Bruselas se preocupa realmente por el comunismo. Pero sí se preocupan por la agitación en las sociedades que observan los estragos del capitalismo en su vida diaria. Y si el escenario ucraniano hoy sirve para desprestigiar tanto a la Rusia putínica y de refilón también a cualquier radicalismo teórico de izquierda, les aseguro que no perderán la oportunidad de dispararle a dos pájaros con un tiro (que no matarlos).

Si de algo no cabe duda es del apoyo de Moscú a los rebeldes separatistas del Este. Ese apoyo, que no se ha limitado a armas ni a respaldo político, sino que incluso muy posiblemente hay tropas, expertos militares y mucho dinero, enfurece todavía más a la OTAN porque ésta ha sido incapaz de proveer el mismo apoyo a Kiev. De otro modo no se explica porqué las tropas azules y amarillas se han visto más de una vez en situaciones militares adversas, rodeados por rebeldes, diezmados en número y desmoralizados. Precisamente porque no están luchando contra un “enemigo invasor”, sino contra sus connacionales que simplemente exigen autonomía, cuando no total independencia (piensen que las provincias del Este ni siquiera eligen a sus propios gobernadores). Están luchando, como en toda guerra civil, contra sus conciudadanos. Esta debilidad del gobierno en Kiev, y el tibio apoyo de la OTAN a pesar de tanta palabrería, explica también el ascenso inconmesurado de los batallones fascistoides y ultranacionalistas que pelean como buenos paramilitares. Svoboda y los demás partidos de ultraderecha tienen a sus tropas en el Este, a veces incluso declarando que seguirán peleando aún si Kiev pacta algo con Moscú o con los separatistas. Hay pruebas claras de que en algunos de esos batallones pelean neonazis de Suecia, Polonia, etc…

… mientras que la otra ultraderecha europea, la que no es fascista sino ultranacionalista, apoya a Rusia. Vaya ironía que los políticos occidentales no logran explicar. ¿Por qué el Frente Nacional francés, los ultras serbios o el patán de Orbán en Hungría apoyan tanto a Putin? Simplemente porque ellos ven con desprecio y desconfianza al proyecto europeo, y a Putin como una garantía de que alguien, al menos, se le opone en serio. 

Así que no hay continuidad con la Guerra Fría, ni siquiera en términos de los balances políticos de fuerzas. Que Putin se oponga a la unión Europea no es una reproducción de las tensiones diplomáticas de los 70s. La izquierda occidental, tanto la tibia socialdemócrata como la un poco más radical izquierda centrista (en términos marxistas), critica fuertemente a Rusia. Los estalinistas europeos son ya una ridícula minoría (y son viejos), y nadie se traga el cuento de que “apoyar al imperialismo Ruso es la única apuesta inteligente en contra del imperialismo occidental”. Niet. La batalla no es una de ideologías reducidas a consideraciones estratégicas y diplomáticas, como básicamente fue la Guerra Fría a la batuta de Moscú y Washington; es claramente una lucha de clases, tanto dentro de Ucrania como en toda Europa, y ni el mercado europeo ni el carisma putinesco ofrece una solución, simplemente porque ambos son prácticamente lo mismo: la continuidad de un modelo económico basado en la acumulación de capital, ya sea a través de los mercados financieros de Londres y Frankfurt, o a través de la corrupción política de los oligarcas ruso-ucranianos. ¿Cuál es la diferencia? De hecho, es interesante notar cómo el apoyo en Europa a Rusia, al menos desde una perspectiva político-teórica, viene desde la ultraderecha, mientras que el apoyo económico viene de todos gobiernos capitalistas (el Parlamento británico no moverá un dedo en serio contra los intereses económicos rusos porque buena parte de la riqueza financiera e inmobiliaria de Londres depende de los oligarcas rusos). La izquierda, que en términos generales no se oponía teóricamente a la Unión Soviética, hoy se opone a Putin. La que parece izquierda que apoya a Rusia hoy es, de hecho, la versión moderna de un cierto “estalinismo liberal” (valga la exageración): una nueva corriente anti-imperialista que no es anti-capitalista y que concentra sus energías en el estéril apoyo a los frentes populares y los nacionalismos izquierdosos con toda la retórica que eso implica, pero sin ningún contenido crítico al capitalismo. Y esa “izquierda” es muy pequeña, más en talla teórica que en número, pero pequeña al fin.

Insisto, ¿qué diferencia hay entonces entre los modelos de sociedad capitalista rusa y europea? Sí la hay, pero no es tan fundamental como la pintan los defensores de la idílica “democracia europea contra el autoritarismo ruso”. Hay una importante diferencia de grado en cuanto al rol que juega el liberalismo como fuerza estrictamente política y social en ambos modelos: por supuesto que, para que florezca un lindo movimiento radical de izquierda, es más propicio un modelo de libertad de prensa, asociación y voto que más o menos existe en Europa occiedental, y que más o menos desaparece en Rusia. Pero no es una diferencia profunda si se piensa que, por ejemplo, todos esos defensores de la fantástica democracia liberal europea se niegan a ver el horrible efecto del ascenso del ultranacionalismo quasi fascista en Ucrania. También se niegan a ver el bárbaro efecto del Capitalismo en la vida de todos los días de millones de desafortunados que no tienen un interesante puesto en aquel reducido nicho de las artes creativas, los sectores financieros, las universidades y las ONGs. Como decía Horkheimer en 1939: “quien no está preparado para criticar al Capitalismo debe permanecer callado ante el fascismo”. Hoy día es igual: quien no está dispuesto a criticar al capitalismo, y por ende a su brazo político que es la democracia liberal (y también la socialdemocracia, no nos quedemos cortos), mejor que no opine demasiado acerca de los ascensos de las ultraderechas que, en el fondo, pregonan el mismo sistema económico.

Vuelvo a Žižek. Por favor, nos ruega, no empecemos a decir que “ambos extremos son iguales” y que comunismo y fascismo (o para el caso izqueirda radical anticapitalista y ultraderecha nacionalista y neoliberal, si es que los términos nos parecen “anticuados”) son dos caras de la misma moneda. Esa ecuación está desbalanceada de inicio. Como modelo económico, el fascismo y la democracia liberal son ambos capitalistas. El comunismo sufre el horrible peso de la historia soviética, y por desgracia para mucha gente deja de ser un sistema de producción y se vuelve una ideología. Pero en cualquier caso es radicalmente opuesto al binomio capitalismo/fascismo. Los que nos piden “no caer en un extremo o el otro” quieren, a final de cuentas, que abracemos el capitalismo en alguna de sus facetas más políticamente liberales, sea la socialdemocracia o el libre mercado desbocado pero que garantiza el matrimonio homosexual y la libertad de prensa.


Ucrania está un poco en esa plataforma. O se lanza de lleno a un modelo de capitalismo europeo o al modelo de capitalismo ruso. Las implicaciones sociales son evidentes si ambos se ven como tipos ideales, pero la realidad opaca tales implicaciones: hoy día es más peligroso para un izquierdista (y todavía más para un marxista) pasearse en las calles de Kiev que en las de Donetsk. Es más peligroso ser sindicalista, socialista, o incluso socialdemócrata en Kiev –donde un batallón de skinheads te puede poner una golpiza impune, la policía te puede fastidiar por ser sindicalista y por manifestarte–, que en Donetsk donde… esperen, donde quizá te caiga una bomba lanzada por el ejército Ucraniano… no. Me retracto, quizá sí sea más peligroso estar en Donetsk. 


Brevísimo excursus

Cuando me refiero al comunismo como ideología sé que no estoy siendo plenamente correcto, pero uso el término para diferenciarlo del comunismo como sistema teórico, social y político de un modo de producción: es decir, un sistema social. La diferencia es importante sobre todo en el contexto histórico actual, porque vivimos en un mundo desbalanceado donde el comunismo es considerado una ideología utópica, cuando no peligrosa, mientras que el capitalismo es visto como la normalidad, o en el mejor de los casos, como un sistema de producción con defectos y con virtudes. 
Esa injusticia (es decir, que no se entienda a ambas cosas como lo mismo: como modos de producción históricos) se debe, en buena medida, al legado soviético de dictadura y violencia en nombre de ideales abstractos. Pero también al éxito del capitalismo en su órbita cultural e ideológica y debemos entender eso en función de la construcción del bloque histórico en el que vivimos (y al que queremos cambiar).