Lo prometido es deuda.
Lo que quiero platicarles esta ocasión es, básicamente, lo que Jordy comentó en el texto anterior. Resulta impensable que circule una idea tan poco consistente acerca de la debilidad y posible desarticulación del estado mexicano... y, sin embargo, circula.
México no consolidó su estado antes de Juárez, Díaz y la Revolución. Después de 1917 quedan claras las bases políticas del poder en México y, en 1929, nacen las instituciones políticas que caracterizarán al gobierno durante tantas décadas. El Estado mexicano ha sido fuerte (muy fuerte) entre 1929 y la actualidad. Las innumerables crisis y demás debacles que el sistema liberal y capitalista ha infringido al país han sido insuficientes para creer en un debilitamiento contundente del aparato estatal. Los movimientos civiles de ferrocarrileros, médicos y estudiantes entre 1958 y 1971 y las guerrilas no consiguieron, tampoco, poner en duda la fortaleza del estado. Ni el EZLN ni el EPR ni ninguna organización que se declare contraria al estado tiene la capacidad de poner estrictamente en jaque a la firmeza de sus instituciones.
Sin embargo, las cosas no son como eran hace diez o quince años.
Piénsenlo de esta forma: una de las razones que se esgrimen hoy día con respecto a la casi segura victoria del PRI en verano es que México volverá a ser un país grande (aunque no lo será nunca en el panorama internacional). En política mexicana esto se traduce a "un estado grande". Con los panistas en los Pinos (pero, en general, con el modelo neoliberal que hemos adoptado de forma sui generis), ha sido evidente que el estado ha perdido presencia en varios rubros de la vida nacional. Ahora se habla mucho acerca del poder del narcotráfico, de un poder que se antoja incluso transnacional y que sobrepasa prácticamente todas las barreras que el estado impone a los ciudadanos más o menos comunes. Además (y de esto se habla menos en estos días), la politización de los medios privados y lucrativos, pero de el empresariado en general, han llevado a una mayor concentración del poder en las cúpulas de la iniciativa privada. México es un país en el que cada vez importa menos lo que se decida en Palacio Nacional o en Bucarelli y cada vez importa más lo que diga la Coparmex o Televisa (Ojo: no he dicho que lo que digan estos últimos importe más que lo que digan los políticos, sólo que sus participaciones relativas en el poder han cambiado).
Para el exterior, es el primer argumento (el de la inseguridad ligada al narcotráfico) y, por supuesto, la corrupción, el que más importa para comenzar a hablar de inestabilidad política en México. Yo pienso, por el contrario, que las bases institucionales en este país son firmes, sin que por ello entendamos que se erijan al servicio de la gente. Son firmes, entre otras cosas, porque, como ciudadanos, no las ponemos en tela de juicio. Son firmes porque no son amenazadas por un movimiento social democrático: ningún partido político serio (si es que los hay aquí) ni organización social enarbola como estandarte una reforma completa y radical a las instituciones del país. Y la violencia que resquebraja a nuestros cuerpos policíacos y al ejército a favor que los narcos no me parece argumento suficiente para declarar a México un estado fallido.
No es un país que se caracterice por una fuerte presencia internacional ni por cumplir sus obligaciones para con la ciudadanía, pero tampoco es uno que se vea superado, en su totalidad, por la situación actual. ¿Crisis económica? las hemos tenido peores; ¿Narcos? en efecto, son peligrosos y no se acoplan al Estado -y éste no sabe cómo acoplarlos-; pero no son indicador alguno de la próxima desaparición de estado mexicano como lo conocemos; ¿descontento social? Ahh, aquí debería estar la respuesta, sin embargo, somos una sociedad de corta memoria y pocas ganas de movilizarse. No hay remedio, no es por aquí por donde vamos a poner en jaque al estado (al menos no pronto).
Lo cierto es que podríamos pensar que un Estado débil, que podría ser fallido, es una oportunidad ineludible para construir uno nuevo (o, al menos reformar el existente). Pues ni una ni otra: primero porque, creo, México no es un estado débil. Y segundo, porque nosotros nos estamos dispuestos (ni sabemos cómo) a reformar ese estado que tanto mal nos hace pero que se ha vuelto indispensable en la vida de muchos. Una democracia según líneas más justas (no sé si la mejor, pero quizá sí mejor a la que tenemos hoy día) implica, en efecto, que como sociedad seamos demandantes y, cómo no, agitadores. No es necesario tomar las armas sin un objetivo definido (no sólo no es necesario; es peligroso y absurdo). Pero salir a las calles -de verdad- no es una mala opción. Y con salir a las calles no me refiero a tomar Reforma o el Zócalo (ahí nomás se disgustan los fresillas que trabajan en Torre Mayor y no pueden pasar con sus cadillacs), sino a huelgas generales (pa qué tenemos sindicatos "tan poderosos", digo yo), por ejemplo.
No lo sé. México no es débil -sólo en futbol y frente a EU-, pero tampoco es el Estado que queremos y necesitamos. No está al borde del colapso, pero tampoco es que se sostenga por méritos propios. Su debilidad, pues, no es la que pregonan los de la lista que les mostré hace un par de días; quizá su debilidad seamos nosotros como sociedad poco organizada, poco politizada y poco comprometida.
Lo que quiero platicarles esta ocasión es, básicamente, lo que Jordy comentó en el texto anterior. Resulta impensable que circule una idea tan poco consistente acerca de la debilidad y posible desarticulación del estado mexicano... y, sin embargo, circula.
México no consolidó su estado antes de Juárez, Díaz y la Revolución. Después de 1917 quedan claras las bases políticas del poder en México y, en 1929, nacen las instituciones políticas que caracterizarán al gobierno durante tantas décadas. El Estado mexicano ha sido fuerte (muy fuerte) entre 1929 y la actualidad. Las innumerables crisis y demás debacles que el sistema liberal y capitalista ha infringido al país han sido insuficientes para creer en un debilitamiento contundente del aparato estatal. Los movimientos civiles de ferrocarrileros, médicos y estudiantes entre 1958 y 1971 y las guerrilas no consiguieron, tampoco, poner en duda la fortaleza del estado. Ni el EZLN ni el EPR ni ninguna organización que se declare contraria al estado tiene la capacidad de poner estrictamente en jaque a la firmeza de sus instituciones.
Sin embargo, las cosas no son como eran hace diez o quince años.
Piénsenlo de esta forma: una de las razones que se esgrimen hoy día con respecto a la casi segura victoria del PRI en verano es que México volverá a ser un país grande (aunque no lo será nunca en el panorama internacional). En política mexicana esto se traduce a "un estado grande". Con los panistas en los Pinos (pero, en general, con el modelo neoliberal que hemos adoptado de forma sui generis), ha sido evidente que el estado ha perdido presencia en varios rubros de la vida nacional. Ahora se habla mucho acerca del poder del narcotráfico, de un poder que se antoja incluso transnacional y que sobrepasa prácticamente todas las barreras que el estado impone a los ciudadanos más o menos comunes. Además (y de esto se habla menos en estos días), la politización de los medios privados y lucrativos, pero de el empresariado en general, han llevado a una mayor concentración del poder en las cúpulas de la iniciativa privada. México es un país en el que cada vez importa menos lo que se decida en Palacio Nacional o en Bucarelli y cada vez importa más lo que diga la Coparmex o Televisa (Ojo: no he dicho que lo que digan estos últimos importe más que lo que digan los políticos, sólo que sus participaciones relativas en el poder han cambiado).
Para el exterior, es el primer argumento (el de la inseguridad ligada al narcotráfico) y, por supuesto, la corrupción, el que más importa para comenzar a hablar de inestabilidad política en México. Yo pienso, por el contrario, que las bases institucionales en este país son firmes, sin que por ello entendamos que se erijan al servicio de la gente. Son firmes, entre otras cosas, porque, como ciudadanos, no las ponemos en tela de juicio. Son firmes porque no son amenazadas por un movimiento social democrático: ningún partido político serio (si es que los hay aquí) ni organización social enarbola como estandarte una reforma completa y radical a las instituciones del país. Y la violencia que resquebraja a nuestros cuerpos policíacos y al ejército a favor que los narcos no me parece argumento suficiente para declarar a México un estado fallido.
No es un país que se caracterice por una fuerte presencia internacional ni por cumplir sus obligaciones para con la ciudadanía, pero tampoco es uno que se vea superado, en su totalidad, por la situación actual. ¿Crisis económica? las hemos tenido peores; ¿Narcos? en efecto, son peligrosos y no se acoplan al Estado -y éste no sabe cómo acoplarlos-; pero no son indicador alguno de la próxima desaparición de estado mexicano como lo conocemos; ¿descontento social? Ahh, aquí debería estar la respuesta, sin embargo, somos una sociedad de corta memoria y pocas ganas de movilizarse. No hay remedio, no es por aquí por donde vamos a poner en jaque al estado (al menos no pronto).
Lo cierto es que podríamos pensar que un Estado débil, que podría ser fallido, es una oportunidad ineludible para construir uno nuevo (o, al menos reformar el existente). Pues ni una ni otra: primero porque, creo, México no es un estado débil. Y segundo, porque nosotros nos estamos dispuestos (ni sabemos cómo) a reformar ese estado que tanto mal nos hace pero que se ha vuelto indispensable en la vida de muchos. Una democracia según líneas más justas (no sé si la mejor, pero quizá sí mejor a la que tenemos hoy día) implica, en efecto, que como sociedad seamos demandantes y, cómo no, agitadores. No es necesario tomar las armas sin un objetivo definido (no sólo no es necesario; es peligroso y absurdo). Pero salir a las calles -de verdad- no es una mala opción. Y con salir a las calles no me refiero a tomar Reforma o el Zócalo (ahí nomás se disgustan los fresillas que trabajan en Torre Mayor y no pueden pasar con sus cadillacs), sino a huelgas generales (pa qué tenemos sindicatos "tan poderosos", digo yo), por ejemplo.
No lo sé. México no es débil -sólo en futbol y frente a EU-, pero tampoco es el Estado que queremos y necesitamos. No está al borde del colapso, pero tampoco es que se sostenga por méritos propios. Su debilidad, pues, no es la que pregonan los de la lista que les mostré hace un par de días; quizá su debilidad seamos nosotros como sociedad poco organizada, poco politizada y poco comprometida.
3 comentarios:
Ayer conversando con el profesor Escalante Gonzalbo obtuve un dato curioso: los asesinatos en México han disminuido constantemente en los últimos diez años (sí! Es cierto!). El año en que se comenzó a contar-no recuerdo si 1980 o 1990, 20 de cada 100 000 mexicanos fueron asesinados. El 2008, 10 de cada 100 000 mexicanos fueron asesinados. La tasa de asesinatos es mayor en Estados Unidos, en Brasil y en Colombia, pero eso no se menciona. Curioso, ¿no?
Saludos,
Yo creo que eso de los asesinatos se deriva de muchas otras causas y razones, no en específico de la fuerza o debilidad del Estado.
México en efecto es débil de sociedad en la forma que Diego menciona, todos nos preocupamos más por pasar al mundial de Sudáfrica que por informarnos de nuestras opciones para las próximas elecciones.
Una lástima de verdad...
Aprovecho el comercial:
http://a-touch-of-red.blogspot.com/
Clap, clap, clap. El final del texto lo valió todo. Muy bien Diego, creo que el punto a remarcar es justamente ese: muchas personas (ntelectuales incluidos) se llenan la boca hablando de "estado fallido" sin ir más allá. Quizá la respuesta está en que al hablar del "estado" pareciera que automáticamente mucho o casi todo de lo que está mal no tiene que ver con nosotros, "no es nuestra culpa que los bancos cobren tanto, que no bajen los precios de los alimentos o que haya más inseguridad". Somos una sociedad apática, conformista y comodina, la culpa no es nuestra de lo que sucede, sino de ellos, del estado, de los políticos, de las instituciones. Y quien piense así tendrá algo de razón. Pero olvida justo la reflexión última: ¿somos una "sociedad fallida"? La respuesta, creo, es evidente.
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