lunes, 16 de febrero de 2009

Costa de Oro

Si el espectador detiene su mirada sobre un punto fijo, allá, lejos del bullicio de los bañistas de media tarde, comprenderá tres sencillas premisas acerca de la vida viendo tres nubes de formas atípicas, burlonas y equidistantes. La primera le recordará que la soledad es una invención del individuo, quien de naturaleza gregario le dio vida para justificar su racionalidad y sus reflexiones personales, aquéllas que le presentan, sin por ello convencerle, visiones distorsionadas de su propia realidad. La segunda es que su propia existencia se difumina con la existencia de los demás, tanto de los que considera amados, queridos o, al menos, conocidos, como de aquéllos de quien lo ignora todo, excepto la ineludible certeza de que sus propias existencias están disueltas en la suya propia. La tercera es que, así como el deseo reprimido, como la pasión censurada o como el extasiado grito ahogado moldean su propia felicidad, la felicidad de los demás seguirá siendo un reflejo equívoco de su propia pasión censurada, de su deseo reprimido y de su extasiado grito ahogado. Él mismo no es otro que el pálido reflejo de los demás.

Las lágrimas, casi imperceptibles, caerán por sus mejillas mientras él se aleje hacia el horizonte.

Alguien le habrá estado observando y guardará para sí la nítida imágen del hombre que comprendió lo que ningún otro querrá comprender, porque comprenderlo significará dejar atrás, como se deja a la infancia, la pueril idea de la individualidad del hombre, de su libertad por encima de sus semejantes y de su complejo y maduro Ser, independiente y alejado de otros Seres, todos tan equivocados como él mismo.

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