¿Es el impersonal avance de la tecnología, la vorágine de cambios y descubrimientos científicos o el acelerado proceso de modernización (signifique eso lo que signifique) lo que marca las diferencias entre una generación y otra? No es nueva, en efecto, la idea de que ninguna generación actual puede ser similar a la que le precede porque las características del progreso, de la tecnología (de las comunicaciones y de los transportes; del dinamismo de la información y del entretenimiento) y de el Mundo moderno son diametralmente opuestas, y tal diferencia se acentúa en la medida en que los cambios se aceleran.
Me cuesta mucho creer tal aseveración.
Cuando niño, mi padre me dijo en una ocasión que el gran rompimiento generacional en cuestión de gustos, de actividades o de intereses se dio entre la generación de sus padres y la suya (entre los nacidos durante la primera veintena del siglo XX y aquéllos nacidos a la mitad del mismo) y no entre la suya y la mía (nací en 1988). ¿Por qué? ¿Acaso tú, en casa, tenías una computadora (no digamos internet), televisión por cable (no digamos satelital), un atari (no digamos Play Station), un walkman (no digamos un Ipod) o tantos otros aparatos que recién aprendes a usar (y que, en cada ocasión, pides que te ayude a comprender su funcionamiento)? El argumento tecnológico me habría bastado suficiente. Con el tiempo (y no debió pasar mucho), comprendí que las similitudes entre nuestras generaciones sí eran evidentes, y que las diferencias entre la suya y la de sus padres eran profundas.
Cierto, mis abuelos, de niños, no tenían refrigerador, televisión ni reproductor de discos de vinil. (¡que sí, que el argumento tecnológico es válido!). Pero las grandes diferencias en ningún momento tuvieron/tienen que ver con los niveles de confort y los aparatos que podían producirlo en los años veinte o durante los sesenta.
Mis padres, algo jóvenes en 1968, son parte de esa generación que aprendió de sus mayores el arte de la manifestación, la estética de la protesta y la belleza de la solidaridad en las plazas y calles; cantaron las canciones deInti-ilimani, de Sanampay y Mercedes Sosa; corearon a Silvio Rodríguez y a Atahualpa Yupanqui; en las fiestas bailaron con los Rolling Stones y se drogaron con More y Atom Hearth Mother de Pink Floyd. Sí, eran parte de esa clase media alta, quizá educada y excéntrica; pre intelectuales gremiales y alternativos; rebeldes y amparados por el sostento familiar (claro, mis abuelos habían trabajado y conocían la famosa movilidad social: si él se crió en vecindad e iba descalzo a la escuela, mi padre, aunque trabajador desde joven, fue a un colegio de paga y vivió en un barrio amigable).
Hasta ahí, la diferencia entre mi padre y yo es, grosso modo, nula: de lo enumerado arriba, tan sólo el hecho de ser un vírgen del empleo y del trabajo remunerado me diferencía de mis progenitores.
¡ALTO! No piensen que la próxima entrada (sí, la próxima; ésta termina aquí) continuará relatando la -falseada- historia de la juventud de mis viejos. Tan sólo he redactado esto porque considero que me servirá de introducción a un pequeño texto que tengo en mente sobre la estrecha relación entre la música moderna y occidental y las actitudes generacionales modernas y occidentales. Me explico con un ejemplo: lo que sigue, intentará analizar someramente las razones por las cuáles ciertos grupos sociales y generacionales se inclinan por cierto tipo de música (digamos, el rock progresivo) en momentos muy distintos (digamos, a finales de los años sesenta y a principios del siglo XXI).
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