sábado, 12 de septiembre de 2009

A veinte años

Me estoy adelantando dos meses casi exactos al suceso al que me refiero en el texto, pero pese a ello escribiré este texto porque, en dos meses, yo ya no tendré veinte años, y de alguna forma u otra me gustaría presentar alguna vinculación posible entre lo que ha sucedido en el Mundo durante los últimos veinte años y lo que me ha pasado a mí. Veamos qué resultado da.

El 09 de noviembre de 1989 los berlineses y berlinesas destruyeron el muro que les había impuesto la Unión Soviética. Ese mismo día, la República Democrática Alemana abrió sus puestos avanzados de control fronterizo y miles de alemanes de ambos lados del muro grosero se abrazaron llenos de júbilo y esperanzas. Menos de un año después Alemania volvía a ser una nación hecha y derecha, unificada bajo un mismo gobierno y en vías de construir una sociedad unida, fraternal e inclusiva.
La demagogia occidental, orgullosa cuando afirma que sabía ya que tarde o temprano caería el Muro, no sólo aplaudió el evento --como apuesto que hicieron liberales, conservadores, socialistas y demócratas por igual-- sino que se engolosinó con la expectativa de que, de una vez por todas, la verdadera libertad y el verdadero sistema habían derrotado al comunismo asesino, salvaje e inhumano. Esta demagogia liberal capitalista metía en la misma canasta a Stalin, al Bosque de Katyin, a la República Yugoslava y a la Teología de la Liberación. Para ella, la caída del muro representaba el triunfo de la razón y de la civilización sobre la barbarie y, si no, al menos sería la victoria aplastante sobre el eterno enemigo.
No sólo las visiones de la derecha fueron, una vez más, exageradas, sino que volvieron a olvidarse las verdaderas razones por las que se podía (o debía) celebrar. Por fin millones de personas de uno y otro lado del Telón de Acero podían reunirse y pensar en grande; centenas de preguntas pendientes acerca de lo ocurrido durante las últimas cinco décadas comenzaron a responderse y decenas de pueblos y naciones al rededor del Mundo consiguieron una merecida independencia. Las veraderas razones de júbilo no debían ser la desaparición del comunismo (de entrada, ¿era comunismo eso que habían "derrotado"? y dos, ¿realmente "derrotaron" algo? ¿Quiénes?) o el fin del paradigma marxista, sino la posibilidad de pensar, de nuevo, en un Mundo distinto y, por qué no, mejor.
Tristemente no es así como celebraron en Washington, Moscú, Londres, Belgrado, Beijing o Johanesburgo. En gran medida por su culpa y para desgracia de millones de seres humanos, nuevas guerras, desastrosas crisis y terribles regímenes siguieron (y siguen) dejando su rastro por los cuatro rincones del mundo.
Yo tenía poco más de un año cuando cayó el Muro. No sé nada al respecto. Mis padres y yo habíamos llegado a Bélgica unos 9 meses antes y creo que no exagero al suponer que la noticia de la caída fue excelente en ese pequeño país porque se rompía uno de los últimos --quizá el último-- símbolo de la Segunda Guerra (y al cuerno con la Guerra Fría que vendían el Kremlin y el Pentágono). ¿Qué podía salir mal? Europa se unificaría más que nunca, la gente viajaría libremente (¿sí? ¿quiénes?)... todo irradiaba esperanza y optimismo. Supongo que algo parecido sucedía en la pequeña atmósfera familiar. Mi papá, en pleno doctorado, había recién empezado a trabajar en la embajada de México ante la UE --y ya les contaré en otra ocasión los chismes diplomáticos que hay al respecto del Salinato y su acercamiento a Europa--. La vida tranquila y cómoda de las clases medias europeas parecía estar en su apogeo...

...¿O en el principio del fin?

El fin de las divisiones Este-Oeste en Europa resultó ser un espejismo, una ilusión breve y fugaz. Pocos meses después estalló la guerra en Yugoslavia. Los Serbios reclamaron para sí la herencia de la unidad nacional perseguida por mi mariscal Tito, pero su fanatismo y su falta completa de sentido democrático, de verdadero espíritu socialista o nacionalista, los llevó a cometer una de las peores masacres y provocar una de las más sangrientas guerras que jamás hayan sufrido los Balcanes (y vaya que ha sido una región difícil). Debía ser el invierno de 1991. Un día sé por que me contaron que mi papá veía la televisión y me tenía al lado. Daban las noticias de la noche y hablaban de Yugoslavia y la cruel guerra que asolaba a los pueblos de Croacia a Montenegro. La pregunta fue clarísima: "Papá, ¿qué es Yugoslavia?". Me gusta pensar que puedo rastrear, mediante la construcción de ese recuerdo --que no recuerdo--, el interés que fui desarrollando sobre los Balcanes y la ex-Yugoslavia. Y, sin embargo, el ejemplo es más importante que eso: más allá de lo anecdótico que un enano de dos años haya preguntado por un país en guerra después de escuchar el nombre por primera vez, lo que subyace es la cruda realidad de que generaciones como la mía, prácticamente nacidas al mismo tiempo que los alemanes derribaban su pasado y construían su futuro, no están excentas, ni por error, de los terribles problemas de la humanidad. Es decir, ni siquiera la caída del Muro y "el fin de la historia" (según el retrasado mental de Fukuyama) tuvo realmente un efecto positivo sobre el Mundo y sus eternas dinámcas de guerra, destrucción, desigualdad, pobreza, fanatismo e hipocresía.

Considero que crecí informado. No que leyera periódicos a los siete años o viera las noticas a los cinco, pero sí que mis padres y mi entorno en general eran bastante abiertos a las preguntas que pudiera hacerme acerca de lo que escuchaba por aquí y por allá. Recuerdo vagamente que escuché hablar de Irak como un país arruinado por la guerra y los bloqueos y gobernado por un tirano que se llamaba algo así como Sadá Juzey (así me sonaba). Recuerdo ver en la tele una imagen de Yeltsin borracho (una escoria rusa, alagado por Occidente y responsable de la horrible "terapia de shok"); recuerdo más o menos con presición el momento en el que descubrí que había un país que se llamaba Zaire pero que recién había dejado de existir(y que había cambiado de nombre. Ya sé que fue en 1997); recuerdo conversaciones de mis padres con sus amigos acerca del cambio que se venía en México (antes de las elecciones del 2000), pero de cómo sería desastroso que ganara Fox (mi papá fue por el país pregonando que NO había que votar por el botudo. Nadie le creyó y luego volvió a dar la vuelta diciendo "te lo dije"). ¿Qué relación con el Muro de Berlín? Ah, pues que los escenarios de la Guerra Fría (Yugoslavia durante los años 80 y Zaire desde mediados de los setenta, por ejemplo) se resistían a desaparecer según la voluntad de los "vencedores" y se desmoronaban con violencia y desgracias. Y todo ese tipo de sucesos se cruzaban frecuentemente con la vida de "niño explorador", devorador de mapas y pequeños libros de historia que seguía yo. La elección de 2000 en México es un ejemplo más de la certeza que Occidente tenía acerca del triunfo de la Democracia en el Tercer Mundo (ajá!) y de México como peón de avanzada.
Y a partir de 2000 los recuerdos son mucho más nítidos, completos y numerosos. Sería muy largo hablar de lo demás, porque hay muchísimo ejemplos de crisis, guerras y demás atrocidades que, directa o indirectamente, son continuación del Mundo violento en el que nos sumimos todos durante el siglo XX y que, ingenuamente, pensábamos que habría de remediarse despúes del colapso soviético. Segunda Intifada, Independencia de Timor Oriental, Chechenya, Haití, Rwanda, Guerra civil del Congo, Guerra de "diamantes" en Sierra Leona, Charles Taylor, Saddam Hussein, Omar Al-Bashir, Palestina, terrorismo israelí, Líbano... la lista sigue y sigue, desgraciadamente.
Creo que he crecido a la sombra escéptica del triunfo de la libertad y la democracia. Desde niño he tenido algunas certezas: que soy ateo, que soy sencillo y sensible y que me atrae el socialismo. Desde pequeño adolescente me niego a pensar que el socialismo es cosa del pasado, ampliamente superada por una democracia que no sólo es incompleta sino que, al parecer, casi nadie está dispuesta a asociar con el socialismo. Me revientan las conclusiones históricas de "la derrota del fascismo", "el fin del comunismo y del terror soviético", "el triufo y el consenso de la democracia y el libre mercado". Creo que esa desconfianza de los discursos totalizadores de occidente no sólo me ha confeccionado como individuo crítico, sino que lo ha hecho con mi generación. No porque seamos todos una bola de veinteañeros comprometidos con los cambios sociales y políticos de nuestras sociedades (jóvenes apáticos, reaccionarios, guevones, egoístas y neofascistas siempre hay, y quizá más que nunca en mi generación y en las que siguen); sino porque sí somos varios que hacemos la reflexión siguiente:
El Muro de Berlín y su simbolismo abrumador merecen un lugar importante en la concepción moderna de la historia reciente. Es un símbolo de división y totalitarismo que, afortunadamente, no carece --todavía-- de sentido y que puede ser recordado con profundidad como un ejemplo de lo que no se debe volver a hacer nunca. Y sin embargo, el falso optimismo que irradió la demagogia occidental resultó ser demasiado sesgado, falso e hipócrita. Hoy día, después de la crisis económica, muchos se han incorporado a la nueva ola de críticas al libre mercado por que, al parecer, ahora no funciona. Hasta es chic traer una kufiyya negra y blanca al rededor del cuello y decir por ahí que "qué horror la burbuja especulatoria". Pero todas esas críticas ya las hacíamos. Y no lo digo a título personal (aunque siempre fui, creo, un partidario del fin del liberalismo económico), sino social o generacional. Esas voces que en la prensa ignorada hablaban del peligro de seguir con tanto ahínco al consenso de Washington, de profundizar la pobreza y las desigualdades con el pretexto de una falsa democracia y una todavía más falsa libertad no fueron escuchadas en su debido momento. Tenemos, por ejemplo, a grupos como el EZLN, el Foro Social Mundial, los economistas no-Chicago... qué sé yo, infinidad de voces que querían alzarse para gritar en contra del maldito mundo impuesto por la retórica capitalista y liberal que tergiversó símbolos tan importantes como la caída del Muro y los convirtió en armas publiciatarias y escudos retóricos. Pues bien, esas voces cayadas ahora se ven nuevamente ignoradas porque sus discursos han sido robados por una nueva ola de "críticos burgueses" que los recortan, los deshacen y rehacen a su conveniencia y luego los exponen como verdaderas alternativas (y tenemos al ex-PSD mexicano, a la Obamanía en EEUU, a la estúpida reverencia a la personalidad de Chávez, al falso multiculturalismo europeo que esconde el terrorismo que ejercen sobre los inmigrantes...).
Ojalá que, en efecto, las voces se alcen y griten, pero ojalá que sea para llorar de alegría al tumbar nuevos Muros o para deshacerse de la rabia que provoca la condición tan deshumanizada e hiperindividualizada de nuestra sociedad moderna. Por que, en el fondo, ¿cuántos muros más tendrán que caer antes de que sigan construyéndose más?

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