domingo, 27 de septiembre de 2009

Ungläubige Scheiße!



No fue la Unión Cristiano demócrata sino Angela Merkel quien ganó las elecciones federales de este domingo en la populosa Alemania. Una mujer a quien hasta hace algunos meses se le reprochaba no erguirse como figura importante, visible, determinada y consecuente en el panorama internacional; una mujer que, al interior de su país, cosechó aprobaciones, aplausos y beneplácitos asociándose con el otro Volkspartei, el Social demócrata, e impulsando una política económica centrista (a diferencia de lo que uno podría esperar por su bagaje conservador) que mantuvo a raya los efectos más perniciosos de la crisis financiera del año pasado. Pues bien, Angela Merkel será canciller de la República Alemana por un periodo más.

El CDU (los cristiano demócratas) perdió apenas 1.4% del voto en comparación a las elecciones de 2005, pero su histórico rival –aunque aliado en coalición durante el periodo anterior –perdió 11%, logrando a penas un mísero 23 % del voto nacional (a comparación de 34% conservador). Los Socialdemócratas han sufrido la peor derrota de la historia de la posguerra alemana y ello se debe a un liderazgo fragmentado, cierto fracaso para posicionarse como los verdaderos representantes de las alternativas estatistas del capitalismo y al disgusto que han generado entre la población por su rol de oscuro segundón en la colación pasada.


Púchenle doble para agrandar.


Por su parte, y al igual que como sucedió hace recién algunos meses en las elecciones europeas, los tres partidos minoritarios, cuyo arduo trabajo ha modificado el espectro electoral alemán haciéndolo pasar de un viejo y estable bipartidismo a un pentapartidismo competitivo, fueron los ganadores relativos de la justa.

Empecemos por el quinto partido. Los ecologistas Die Grüne alcanzaron un 10.5% que supera en buena medida el resultado anterior (8%), pero que no alcanza sus expectativas más optimistas. Su campaña, silenciosa y poco carismática, consolidó los avances de los últimos años: se trata, por ejemplo, del primer partido en integrar a sus cuerpos superiores un turcoalemán. Son, además, paladines europeos del crecimiento sustentable y el ecologismo colectivo, además de ser una de las voces más importantes que corrió al partido verde mexicano de la “internacional ambientalista” por sus posiciones neofascistas. Su mejor esperanza era formar una coalición con el SPD y la izquierda, pero, como veremos más adelante, esos partidos no se entienden muy bien que digamos. Colaborar con el CDU no es una posibilidad ajena (tal cosa sucede en Hamburgo), pero las prioridades de los conservadores resultaron ser muy distintas.

La izquierda no radical, Die Linke, saltó de 8.5 a 12% en cuatro años. Se trata del partido heredero de las estructuras socialistas de la antigua RDA, lo que explica que sus bastiones electorales se encuentren principalmente en el Este (sobre todo la ciudad de Berlín y el estado de Brandemburgo, en donde son una muy respetable segunda fuerza política). Sin embargo, Die Linke ha logrado importantes avances en regiones del centro e incluso del Oeste del país, lo que le posiciona, en ocasiones, como posible partido de coalición (como en Saarland), pero que en general es excluido por los dos grandes partidos, ansiosos de mantener su concubinato liberal. El actual líder del partido es un ex SPD que giró a la izquierda cuando éste lo hizo a la derecha, a finales de la década pasada, pensando en que la alianza entre los dos grandes era importante.

La tercera fuerza política hoy día es el FDP (liberales demócratas), un partido neoliberal de derecha “vibrante y moderna”. Sus posicionados económicos son terriblemente peligrosos, pues proponen adelgazar al Estado para devolver al mercado su dinamismo (cosa que en Alemania nunca ha sido necesaria). Sus oratorias sociales huelen, a veces, a cierta intolerancia a la inmigración, a las grandes asociaciones sindicales y a todo lo que no esté necesariamente a la derecha del centro. La plataforma económica, sin embargo, fue muy exitosa entre el electorado pues insisten en que disminuirán los impuestos y aumentará el empleo (veremos de qué calidad). Sus 14.5 puntos porcentuales contrastan con el magro 10% que habían obtenido en 2005 y los convierte en el socio mayoritario del CDU para formar la próxima coalición (la suma dará algo así como 48.5%, por lo que agregar a los verdes quizá sea posible). Guido Westerwelle, liberalísimo y crítico del keynesianismo bienestarista, es el carismático líder del partido que ocupará el ministerio de Relaciones Exteriores, quizá para promover una visión competitiva y destructiva de la economía de mercado en el resto de Europa y del Mundo.

Vean la peligrosa cara de Westerwelle. Parece regocijarse de que muy posiblemente aumenten las desigualdades en su país.



Ahora, quizá haya un punto positivo de este terrible resultado electoral. Una coalición CDU-FDP implicará, sobre todo, que la imagen e influencia de Merkel permanecerá intachable y casi incuestionable. Su carácter moderado (en relación a sus correligionarios conservadores o liberales) quizá le permite contener los embistes económicos del FDP (finalmente, fue el gobierno que ella encabezó quien promovió medidas anticíclicas para hacer frente a la crisis). A final de cuentas, Merkel es completamente lo opuesto al populismo de derecha de Sarkozy o Berlusconi.

Por otro lado, darle al FDP la cartera exterior implicará una retórica diplomática muy sesgada, sí, pero no necesariamente una reforma económica que rebase por la derecha a todo mundo. La última ventaja, para coincidir con los teóricos de la democracia al estilo occidental, es que el SPD y Die Linke tendrán la oportunidad de consolidar su trabajo desde la oposición y quizá algún día el orgulloso SPD decline su equivocada afirmación de que “nunca configuraría una alianza con la izquierda”. Finalmente, entre ambos suman ya el 35% del Bundestag, y si los verdes llegaran a cooperar con ellos, llegarían a 45%. Una oposición de ese calibre seguro podrá enmendar sus errores y conseguir una victoria en los próximos lustros.

Por lo pronto no queda más que lamentarse por el nefasto resultado de este domingo. Si Europa entera está girando a la derecha, en un momento en el que justo lo que el Mundo necesita es una revaloración de las doctrinas liberales que han malgastado su economía, el panorama futuro promete ser muy poco alentador. La Unión Europea estancará su proceso de integración regional con argumentos conservadores, sobre todo en contra de Turquía. El Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Polonia y Ucrania, seis de los ocho países y economías más grandes de Europa sin contar a Rusia, siguen, por el momento, una vía conservadora muy cuestionable e incierta. Queda por verse si países como España, Portugal, Noruega o Grecia podrán jugar de balance a tal catástrofe, pero es altamente improbable.


Terminaré con un breve apunte sobre las elecciones en Portugal. José Sócrates, el actual primer ministro, conserva su liderazgo en el gobierno portugués con un 36% del voto. Su partido socialista, que es más bien socialdemócrata (y no debe confundirse con el partido socialdemócrata portugués, que más bien es de centroderecha), ha sufrido algunas derrotas, pero podrá quizá organizarse con dos grupos políticos no tan débiles: la izquierda marxista (9%) y la coalición de ecologistas y comunistas (7.5%) con la finalidad de mantener en el banquillo a los derechistas, tanto los conservadores como los liberales. ¡En horabuena Lisboa!

domingo, 20 de septiembre de 2009

Monopolio del sufrimiento

Antes que nada, debo advertir que quizá las opiniones vertidas en este post serán controvertidas. Sólo debo aclarar que, en ningún momento, minimizo ni eludo ni niego ni nada el atroz genocidio/holocausto en contra de los judíos a manos de los fascistas europeos.

Anoche vi una película muy buena basada en una novela: El niño con el pijama de rayas. Es, una vez más, una película sobre la segunda Guerra Mundial, sobre los campos de concentración, sobre los judíos gaseados y quemados, sobre los alemanes nazis convencidos de la grandeza de la patria...
Lo importante no es la película en sí sino la reflexión que me provocó verla. Una vez más tenemos una película (o una novela, una exposición, un museo) que nos recuerda constantemente el dolor indescriptible del pueblo judío durante la Segunda Guerra. La reflexión fue: Los judíos tienen el monopolio histórico del sufrimiento, del dolor, del rencor y de la obligación de obtener disculpas. ¿Por qué tenemos tan pocas películas -y sobre todo tan poco populares y mediatizadas- sobre Rwanda, sobre el genocidio armenio, sobre Palestina, sobre Cambodya bajo el Khmer Rouge, sobre Chechenya? La pregunta es legítima: ¿Por qué el pueblo judío tiene acceso casi irrestricto a tantos espacios de los medios de comunicación y de las expresiones culturales? Seguramente porque ha sabido capitalizar, con muchos recursos políticos y económicos, ese funesto episiodio de la historia a su favor, al grado que condenar las atrocidades que cometen en Palestina es interpretado, en algunos círculos, como negar el holocausto (como sí lo hace Ahmadinejad, pero como no lo hacemos los demás).

No deja de ser una situación desigual y asimétrica. Algunos dirán que 6 millones de judíos muertos no equivalen al millón de armenios, a los 800,000 rwandeses o a "apenas" 200,000 palestinos. Pero, ¿por qué deberíamos medir la gravedad de una situación tan sólo por el número de víctimas y no, también, por las implicaciones que tiene, por las intenciones de los culpables y hasta por la reacción de las víctimas? ¿No debiera ser, por ejemplo, mucho más trágico, criticado y recordado el genocidio bosnio de hace quince años justamente por haber sido después del holocausto judío, cuando se supone que el Mundo habría aprendido a no cometer tales atrocidades?
¿No debería ser mucho peor el genocidio en Rwanda que en Europa de los cuarenta porque nadie intervino? Después de todo, una guerra mundial (que acabó por "liberar" a los judíos que sobrevivieron) resultó de las tensiones internacionales que creaba la política nazi. Después de todo, la OTAN intervino en ex-Yugoslavia por consideraciones geoestratégicas (y no necesariamente humanitarias).

A pesar de ese monopolio mediático y cultural del sufrimiento histórico, critico profundamente al Presidente iraní que, todavía hace tres días, volvió a mitificar (y por lo tanto negar) el holocausto en contra de los judíos de europa.

sábado, 12 de septiembre de 2009

A veinte años

Me estoy adelantando dos meses casi exactos al suceso al que me refiero en el texto, pero pese a ello escribiré este texto porque, en dos meses, yo ya no tendré veinte años, y de alguna forma u otra me gustaría presentar alguna vinculación posible entre lo que ha sucedido en el Mundo durante los últimos veinte años y lo que me ha pasado a mí. Veamos qué resultado da.

El 09 de noviembre de 1989 los berlineses y berlinesas destruyeron el muro que les había impuesto la Unión Soviética. Ese mismo día, la República Democrática Alemana abrió sus puestos avanzados de control fronterizo y miles de alemanes de ambos lados del muro grosero se abrazaron llenos de júbilo y esperanzas. Menos de un año después Alemania volvía a ser una nación hecha y derecha, unificada bajo un mismo gobierno y en vías de construir una sociedad unida, fraternal e inclusiva.
La demagogia occidental, orgullosa cuando afirma que sabía ya que tarde o temprano caería el Muro, no sólo aplaudió el evento --como apuesto que hicieron liberales, conservadores, socialistas y demócratas por igual-- sino que se engolosinó con la expectativa de que, de una vez por todas, la verdadera libertad y el verdadero sistema habían derrotado al comunismo asesino, salvaje e inhumano. Esta demagogia liberal capitalista metía en la misma canasta a Stalin, al Bosque de Katyin, a la República Yugoslava y a la Teología de la Liberación. Para ella, la caída del muro representaba el triunfo de la razón y de la civilización sobre la barbarie y, si no, al menos sería la victoria aplastante sobre el eterno enemigo.
No sólo las visiones de la derecha fueron, una vez más, exageradas, sino que volvieron a olvidarse las verdaderas razones por las que se podía (o debía) celebrar. Por fin millones de personas de uno y otro lado del Telón de Acero podían reunirse y pensar en grande; centenas de preguntas pendientes acerca de lo ocurrido durante las últimas cinco décadas comenzaron a responderse y decenas de pueblos y naciones al rededor del Mundo consiguieron una merecida independencia. Las veraderas razones de júbilo no debían ser la desaparición del comunismo (de entrada, ¿era comunismo eso que habían "derrotado"? y dos, ¿realmente "derrotaron" algo? ¿Quiénes?) o el fin del paradigma marxista, sino la posibilidad de pensar, de nuevo, en un Mundo distinto y, por qué no, mejor.
Tristemente no es así como celebraron en Washington, Moscú, Londres, Belgrado, Beijing o Johanesburgo. En gran medida por su culpa y para desgracia de millones de seres humanos, nuevas guerras, desastrosas crisis y terribles regímenes siguieron (y siguen) dejando su rastro por los cuatro rincones del mundo.
Yo tenía poco más de un año cuando cayó el Muro. No sé nada al respecto. Mis padres y yo habíamos llegado a Bélgica unos 9 meses antes y creo que no exagero al suponer que la noticia de la caída fue excelente en ese pequeño país porque se rompía uno de los últimos --quizá el último-- símbolo de la Segunda Guerra (y al cuerno con la Guerra Fría que vendían el Kremlin y el Pentágono). ¿Qué podía salir mal? Europa se unificaría más que nunca, la gente viajaría libremente (¿sí? ¿quiénes?)... todo irradiaba esperanza y optimismo. Supongo que algo parecido sucedía en la pequeña atmósfera familiar. Mi papá, en pleno doctorado, había recién empezado a trabajar en la embajada de México ante la UE --y ya les contaré en otra ocasión los chismes diplomáticos que hay al respecto del Salinato y su acercamiento a Europa--. La vida tranquila y cómoda de las clases medias europeas parecía estar en su apogeo...

...¿O en el principio del fin?

El fin de las divisiones Este-Oeste en Europa resultó ser un espejismo, una ilusión breve y fugaz. Pocos meses después estalló la guerra en Yugoslavia. Los Serbios reclamaron para sí la herencia de la unidad nacional perseguida por mi mariscal Tito, pero su fanatismo y su falta completa de sentido democrático, de verdadero espíritu socialista o nacionalista, los llevó a cometer una de las peores masacres y provocar una de las más sangrientas guerras que jamás hayan sufrido los Balcanes (y vaya que ha sido una región difícil). Debía ser el invierno de 1991. Un día sé por que me contaron que mi papá veía la televisión y me tenía al lado. Daban las noticias de la noche y hablaban de Yugoslavia y la cruel guerra que asolaba a los pueblos de Croacia a Montenegro. La pregunta fue clarísima: "Papá, ¿qué es Yugoslavia?". Me gusta pensar que puedo rastrear, mediante la construcción de ese recuerdo --que no recuerdo--, el interés que fui desarrollando sobre los Balcanes y la ex-Yugoslavia. Y, sin embargo, el ejemplo es más importante que eso: más allá de lo anecdótico que un enano de dos años haya preguntado por un país en guerra después de escuchar el nombre por primera vez, lo que subyace es la cruda realidad de que generaciones como la mía, prácticamente nacidas al mismo tiempo que los alemanes derribaban su pasado y construían su futuro, no están excentas, ni por error, de los terribles problemas de la humanidad. Es decir, ni siquiera la caída del Muro y "el fin de la historia" (según el retrasado mental de Fukuyama) tuvo realmente un efecto positivo sobre el Mundo y sus eternas dinámcas de guerra, destrucción, desigualdad, pobreza, fanatismo e hipocresía.

Considero que crecí informado. No que leyera periódicos a los siete años o viera las noticas a los cinco, pero sí que mis padres y mi entorno en general eran bastante abiertos a las preguntas que pudiera hacerme acerca de lo que escuchaba por aquí y por allá. Recuerdo vagamente que escuché hablar de Irak como un país arruinado por la guerra y los bloqueos y gobernado por un tirano que se llamaba algo así como Sadá Juzey (así me sonaba). Recuerdo ver en la tele una imagen de Yeltsin borracho (una escoria rusa, alagado por Occidente y responsable de la horrible "terapia de shok"); recuerdo más o menos con presición el momento en el que descubrí que había un país que se llamaba Zaire pero que recién había dejado de existir(y que había cambiado de nombre. Ya sé que fue en 1997); recuerdo conversaciones de mis padres con sus amigos acerca del cambio que se venía en México (antes de las elecciones del 2000), pero de cómo sería desastroso que ganara Fox (mi papá fue por el país pregonando que NO había que votar por el botudo. Nadie le creyó y luego volvió a dar la vuelta diciendo "te lo dije"). ¿Qué relación con el Muro de Berlín? Ah, pues que los escenarios de la Guerra Fría (Yugoslavia durante los años 80 y Zaire desde mediados de los setenta, por ejemplo) se resistían a desaparecer según la voluntad de los "vencedores" y se desmoronaban con violencia y desgracias. Y todo ese tipo de sucesos se cruzaban frecuentemente con la vida de "niño explorador", devorador de mapas y pequeños libros de historia que seguía yo. La elección de 2000 en México es un ejemplo más de la certeza que Occidente tenía acerca del triunfo de la Democracia en el Tercer Mundo (ajá!) y de México como peón de avanzada.
Y a partir de 2000 los recuerdos son mucho más nítidos, completos y numerosos. Sería muy largo hablar de lo demás, porque hay muchísimo ejemplos de crisis, guerras y demás atrocidades que, directa o indirectamente, son continuación del Mundo violento en el que nos sumimos todos durante el siglo XX y que, ingenuamente, pensábamos que habría de remediarse despúes del colapso soviético. Segunda Intifada, Independencia de Timor Oriental, Chechenya, Haití, Rwanda, Guerra civil del Congo, Guerra de "diamantes" en Sierra Leona, Charles Taylor, Saddam Hussein, Omar Al-Bashir, Palestina, terrorismo israelí, Líbano... la lista sigue y sigue, desgraciadamente.
Creo que he crecido a la sombra escéptica del triunfo de la libertad y la democracia. Desde niño he tenido algunas certezas: que soy ateo, que soy sencillo y sensible y que me atrae el socialismo. Desde pequeño adolescente me niego a pensar que el socialismo es cosa del pasado, ampliamente superada por una democracia que no sólo es incompleta sino que, al parecer, casi nadie está dispuesta a asociar con el socialismo. Me revientan las conclusiones históricas de "la derrota del fascismo", "el fin del comunismo y del terror soviético", "el triufo y el consenso de la democracia y el libre mercado". Creo que esa desconfianza de los discursos totalizadores de occidente no sólo me ha confeccionado como individuo crítico, sino que lo ha hecho con mi generación. No porque seamos todos una bola de veinteañeros comprometidos con los cambios sociales y políticos de nuestras sociedades (jóvenes apáticos, reaccionarios, guevones, egoístas y neofascistas siempre hay, y quizá más que nunca en mi generación y en las que siguen); sino porque sí somos varios que hacemos la reflexión siguiente:
El Muro de Berlín y su simbolismo abrumador merecen un lugar importante en la concepción moderna de la historia reciente. Es un símbolo de división y totalitarismo que, afortunadamente, no carece --todavía-- de sentido y que puede ser recordado con profundidad como un ejemplo de lo que no se debe volver a hacer nunca. Y sin embargo, el falso optimismo que irradió la demagogia occidental resultó ser demasiado sesgado, falso e hipócrita. Hoy día, después de la crisis económica, muchos se han incorporado a la nueva ola de críticas al libre mercado por que, al parecer, ahora no funciona. Hasta es chic traer una kufiyya negra y blanca al rededor del cuello y decir por ahí que "qué horror la burbuja especulatoria". Pero todas esas críticas ya las hacíamos. Y no lo digo a título personal (aunque siempre fui, creo, un partidario del fin del liberalismo económico), sino social o generacional. Esas voces que en la prensa ignorada hablaban del peligro de seguir con tanto ahínco al consenso de Washington, de profundizar la pobreza y las desigualdades con el pretexto de una falsa democracia y una todavía más falsa libertad no fueron escuchadas en su debido momento. Tenemos, por ejemplo, a grupos como el EZLN, el Foro Social Mundial, los economistas no-Chicago... qué sé yo, infinidad de voces que querían alzarse para gritar en contra del maldito mundo impuesto por la retórica capitalista y liberal que tergiversó símbolos tan importantes como la caída del Muro y los convirtió en armas publiciatarias y escudos retóricos. Pues bien, esas voces cayadas ahora se ven nuevamente ignoradas porque sus discursos han sido robados por una nueva ola de "críticos burgueses" que los recortan, los deshacen y rehacen a su conveniencia y luego los exponen como verdaderas alternativas (y tenemos al ex-PSD mexicano, a la Obamanía en EEUU, a la estúpida reverencia a la personalidad de Chávez, al falso multiculturalismo europeo que esconde el terrorismo que ejercen sobre los inmigrantes...).
Ojalá que, en efecto, las voces se alcen y griten, pero ojalá que sea para llorar de alegría al tumbar nuevos Muros o para deshacerse de la rabia que provoca la condición tan deshumanizada e hiperindividualizada de nuestra sociedad moderna. Por que, en el fondo, ¿cuántos muros más tendrán que caer antes de que sigan construyéndose más?

lunes, 7 de septiembre de 2009

Malabares

Aprendí a hacer malabares con un amigo mío de la infancia, el hijo de un granjero agasajado por el estado de bienestar belga. Él podía en ese entonces (y daría mi oreja izquierda, á la Van Gogh , si me enterara que ya no puede) hacer malabares con esos cilindros plásticos con forma de pino de bolos.
A mí, en cambio, me gustó más lo redondo --esférico, como el mundo, cuya geografía quiero memorizar desde que a los seis años recibí un globo terráqueo por mi cumpleaños. Esas pelotas que no rebotan por amorfas, lo que a su vez facilita su aprehensión cuando caen en desorden. Me costó poco trabajo aprender el movimiento básico con tres pelotas; fue algo más difícil hacer pequeños trucos. Hoy día sufro como camello en Islandia cuando quiero intentarlo con cuatro pelotas. La dinámica es extremadamente compleja !y tan distinta a lo que se hace con tres pelotas¡
Esa burda y poco analítica metáfora es la que quiero utilizar para mi opinión más reciente sobre el gobierno mexicano. En algún momento algún amigo del alma le enseñó a malabarear con tres pequeñas pelotas, siendo evidente que ese susodicho amigo ya malabareaba con cuatro o cinco a la vez. A Mexiquito se le hizo muy fácil buscar TlC's, vender todo al pormayor, privatizar, liberalizar, bajarse los calzones ante la OMC... todo eso porque se sentía muy hábil haciendo malabares con 3 pelotitas (cuando hasta Malasia lo hacía con unas cuatro y con los ojos cerrados). El payaso que malabareaba creía que podíamos competir en el torneo internacional de malabarismo profesional y nos inscribió con muchísima premura a la OCDE (Organización de Clowns y Demás Engendros). Tal fue nuestro fracaso --con tres míseras pelotitas-- que tuvimos que admitir que no nos habíamos entrenado (pero eso sí, el payaso mayor insistía en que ya estábamos listos).

Después han venido otros payasos que, por desgracia, han vuelto a malabarear con dos pelotas (como cuando, a los ocho años, le presumía a mi madre que podía lanzar dos limas a la vez y agarrarlas al caer --era patético). Con tantos fracasos en torno al malabarismo internacional, algunos recuerdan idílicamente los tiempos en los que aquel payaso nos hizo creer que malabareábamos muy bien con tres. Calle abajo los vecinos también quisieron jugar. Algunos lograron tres, otros cuatro y el más grandote de todos llegó a seis. Lo más impresionante es que muchos de ellos podían ponerse en círculo y malabarear juntos: intercambiaban las pelotas (o los aros o los pinos o lo que fuera que aprendieron a malabarear) y eso los hacía parecer todavía mucho más buenos de lo que eran cada uno por su cuenta. Mexiquito dijo que no se dejaría impresionar, que aprendería a malabarear con cuatro (pobre iluso, no entiende que la táctica es tan distinta que se deben dedicar enormes esfuerzos) y volteó a ver sólo a su vecino de calle arriba, un bravucón insolente que, aunque sabía malabarear muy bien, solía poner a los demás a hacerlo por él (y ganar las competencias mundiales). Completamente encantados por lo que podía hacer, uno de los payasos que llegó recientemente al circo máximo (y no precisamente al que está en Roma) decidió que México iba a malabarear solito y aprender por la fuerza, pero sin ayuda de nadie. Para su desgracia, dentro de México había otros que malabareaban con cuchillos, sin cortarse, y luego los lanzaban al payaso, amenazado, en cada tajo, con degollarlo. El payaso mayor se dio cuenta de lo difícil que sería impresionar solito a los malabaristas con cuchillos, así que decidió aprender a malabarear con machetes, espadas de doble filo y rifles de asalto.

Hacer tanto circo para malabarear tan mal ha sido una pésima decisión. Los que malabarean con cuchillos se han superado y ahora malabarean con dinero, armas gringas, drogas no decomisadas y cuentas millonarias en Suiza. El payaso mayor ya no puede malabarear con su propio equipo ya que pasó a ser aprendiz de unos que dicen que sí saben malabarear (los de tres pelotas), porque aseguran que lo hicieron durante 70 años. Le va a costar sudar sangre y hacer muchísimos esfuerzos, pero pronto deberá aprender a malabarear con cuatro o con cinco o con ocho si realmente quiere impresionar a los de los cuchillos, tranquilizar al bravucón y hacerse respetar por los que, calle abajo, malabarean juntos y hacen piruetas.
No quiso aprender, pobrecito. Su predecesor tampoco, pobrecito. Los que sí saben malabarear se quedan calladitos, tan tontitos. Y lo peor es que el payaso mayor nos hace creer que sabe -mientras no hace un carajo- y nos asusta a todos con que, si no lo dejamos malabarear en paz, aunque lo haga mal, el país se irá a la catástrofe. Mentiroso.

Yo lograré malabarear con cuatro. Así pondré decirme a mí mismo que superé la maldita inactividad y desidia de aquellos que creen malabarear y no saben. Además, me ganaré unos pesos en las esquinas, situación que me será de gran utilidad si seguimos permitiendo que el payaso mayor haga sus malabares sobre una cuerda al borde del abismo y destruya, junto con su horrible existencia, la de todo el país.

Ah, claro. Mientras tanto, los que sí saben malabarear juntos seguirán riéndose de nosotros.