sábado, 28 de marzo de 2009

Podía sentir su respiración agitada mientras se acercaba a mi cara para susurrar algunas palabras entrecortadas, difusas entre el jadeo de su boca y el resoplido de sus narinas. Mi responsabilidad era mantenerme -o al menos mostrarme- sereno, ecuánime y paciente. Dudo que ella lo hubiese percibido así; al contrario, estoy convencido de que adivinó desde el principio la incertidumbre en mis ojos y el casi imperceptible temblor de mis pulgares.
Habló con rapidez y nerviosismo de lo imposible que sería encontrar a sus hermanos y compañeros, todos ellos escondidos en alguna ranchería montañosa. Su breve sonrisa delataba su confianza en sí misma: no conseguiría hacerla hablar, y el fugaz resplandor de la luz tenue del cuarto en sus blancos y preciosos dientes me hizo caer en la cuenta. Le pregunté, cauteloso, si estaba dispuesta a cooperar; le garantizaría una salida inmediata del lugar. Incluso caí en el absurdo de preguntarle si estaba dispuesta a convertirse en informante nuestra. Le pagaría, yo mismo, una pensión considerable y la protegería de la suspicacia de sus camaradas...
Dije la palabra -esa palabra- sin pensarlo. ¡Mierda!, pensé. Descubrí mi temor, mi profundo horror a lo que estaba haciendo. La palabra (no la diré de nuevo) significaba todo lo que nosotros no podíamos demostrar: no sólo se trataba de un vocablo amistoso aunque severo; disciplinante pero solidario. Era la evocación misma a la unidad, el difuminado de los sentimientos más profundos de la individualidad y su forja con los grandes mitos (por que para mí eso son) de la colectividad. Temía (y ahora aborrezco) la palabra porque demostraba la indestructibilidad de quien estuviera frente a mí, de quien la pronunciara con firmeza, o de quien la escuchara sin inmutarse, sin mostrar asombro alguno, pero iluminando sus ojos con esa malicia de quienes están siempre alertas.
El silencio fue largo y profundo. No dijo nada. Se volvió sobre sí misma y me dio la espalda. Se acuclilló en la esquina del cuarto, mordisqueó el pan de centeno que le había ofrecido en la mañana y bebió el tarro de hidromel. Sabía que me había derrotado. Pensé en salir del cuarto, dejarla ahí, sola, por días. Olvidarme de ella, de sus compañeros, de su estúpida exigencia de un cambio radical sin usar la violencia. ¡Carajo! Yo acompañé al Presidente en su larga lucha por derrocar a los militares. ¡Claro que usamos armas! Disparamos, matamos, torturamos. Conseguimos el cambio radical que esperábamos; tumbamos a los tercos e incapaces militares y trajimos el orden al país. Sería mucho más fácil que su maldito movimiento solidarista usara las armas. Así podríamos aplastarlos a la luz del día, en las calles, ante sus propias madres.
Y sin embargo persisten en su maldito pacifismo, en su mordaz y constante crítica en las plazas, en sus panfletos, en las escuelas y en las universidades. Hablan, hablan... parlotean más que la oposición, oposición que nos favorece en verdad. Dicen que no hacen política, que no compiten contra nosotros. Hablan de consciencia, de solidaridad, de derechos y obligaciones. Hablan del maldito Walesa y de Gandhi. ¿Dónde están los ídolos irracionales de los rojos de antes? ¿Dónde están Mao y Stalin?
Mi confusión me obligó a quedarme. Dejé la puerta abierta al salir sin antes dirigirle una mirada o una palabra. Estaba furioso y me sentía humillado. Salí del negro pasillo flanqueado por celdas y le dije al guardia en turno que la dejara salir, que no me importaba, que me haría responsable, pero que ¡YA!, que se apurara, fuera por ella y la hiciera pasar por la puerta de atrás, esa que daba a la concurrida calle de angosturas inigualables. Corrí a encerrarme a mi oficina del piso superior, me tumbé sobre la silla y me arranqué la corbata. Observé fijamente la ventana por la que entraba una corriente cálida de aire veraniego. Escuché las cadenas de la puerta gris, pesada y rechinante. Estaba dos pisos debajo mío. Abrí estrepitosamente la gaveta de mi izquierda, saqué la Colt. Sin dudarlo, pero sin reflexionarlo de verdad, me acerqué a la ventana y disparé tres veces. La vi caer sobre sus rodillas y luego desplomarse sobre su costado izquierdo. Pero me veía. Había adivinado mis impulsivos pensamientos. Después de salir y en vez de caminar hacia la avenida, se volteó, miró hacia mi ventana y levantó la cabeza justo en el momento en el que apreté el gatillo. Otra vez sonrió fugazmente.

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