sábado, 25 de septiembre de 2010

Nacionalismos septembrinos

Y dale con el Bicentenario. ¿Qué interés guardan las representaciones de la nación, de su glorificada historia y sus inescrutables héroes para el ciudadano común? ¿Qué relación tiene la idea misma de "festejar" (insisto en que el término es el correcto) el Bicentenario con la de la nación?
Los grandes espectáculos y la bonita parafernalia no son exclusivas de la Nación en abstracto. Creo que a casi todos nos encantan las inauguraciones de los juegos olímpicos o el festival de Cannes o qué sé yo; cosas que no obedecen necesariamente al orgullo nacional (aunque podría darse el caso).



Vamos a poner algunas cosas sobre la mesa. Pareciera que los nacionalismos decimonónicos, que suponen ser tan claros para cualquiera de nosotros, mantienen su vigor en muchísimos aspectos de la vida cotidiana en pleno siglo XXI. Por otro lado, desde hace varias décadas que algunos patrones nacionalistas van cambiando a marchas forzadas y que hacer coincidir ambos modelos es dificilísimo. Antes de seguir, déjenme decirles que pienso en el nacionalismo oficial y, hasta cierto punto, tradicional de la sociedad mexicana como uno de carácter decimonónico (y de mediados del siglo XX). A esa estática se le agregan elementos muy nuevos que no son fáciles de asimilar pero que si no se hace la idea misma de la nación "moderna" pierde sustento. Veré si logro aclarar este debralle.



El nacionalismo "común", "tradicional", "oficial" y, sobre todo, público nace por ahí del siglo XIX, a finales, acompañado del proceso de creación y consolidación del Estado mexicano. Las primeras décadas de vida independiente, fatídicas en diversos sentidos, no lograron cuajar en la formación de una nación porque tal cosa es un proceso arduo, una tarea titánica. Los políticos de la época no podían siquiera ponerse de acuerdo en el tipo de gobierno que necesitaba el país; pedirles tiempo y dedicación a la tarea de formar una nación habría sido demasiado. Además, las élites criollas (porque eso eran, básicamente) no tenían mayor interés en buscar continuidades y cosas en común con los millones de mestizos e indígenas que ni por error iban a participar en la vida política y económica del joven país.

Pero cuando la necesidad de afianzar un Estado-nación fue evidente (intervención francesa, imposición de un emperador extranjero), la guerra intestina se desató. No fue un conflicto entre nacionalistas y no nacionalistas como le encanta presentarlo a la historia oficial. No, no es que los conservadores, por ser monárquicos, fueran anti mexicanos o anti nacionalistas. Tampoco es que los liberales, por republicanos, encarnaran a la nación mexicana en sus proyectos políticos. Lo importante, creo yo, es aceptar que ambos grupos querían consolidar su poder político sobre la base de una idea de lo que era y debía ser México. Claro que uno puede (y quizá debe) estar más de acuerdo con una de las posiciones, pero no puede sugerir, arbitrariamente, que la propuesta de los contrarios era antinacional o vendepatrias. El punto, sin embargo, no es ese. Cuando la guerra contra Francia, los republicanos ganaron muchísimo vigor porque, justamente, lograron apelar a una situación ya común pero no por ello menos denigrante: la potencia externa que quiere intervenir en México y arreglarlo todo a su modo. Claro, los indígenas y mestizos (en general) no tuvieron nunca voz y voto en el proceso de decisión política y económica del Estado. Muy poco peso tendrían, después, a lo largo de la II República. Pero el nacionalismo liberal-republicano no era un llamado a la democracia (“¿¡A la qué!?): era un llamado a conservar una integridad territorial y política que se había visto muchas veces amenazada.


Los conservadores, por su lado, no lo veían igual. Para ellos la nación debía ser un cuerpo social más o menos claro y, sobre todo, disciplinado: bajo un rey, un emperador o alguna otra figura no republicana, valores “colectivos” como la religión y la fe católica, el respeto por la autoridad tanto divina como terrenal/imperial... había mucho de pretensiones muy elitístas: México una monarquía, una nación tradicional que se codeara con las grandes realezas europeas... y para los liberales era igual: México, nación moderna, republicana, igual que la estadunidense.


Ganó el nacionalismo liberal con su entonación reformista (sobre todo en lo que a la iglesia respecta), positivista, modernista (anti-indígena y en contra de -ciertas- tradiciones) y, según, progresista. “México nace en la Reforma, en la defensa contra el II Imperio o en los aplausos a Juárez y a la II República”. Tales comentarios son comunes y, a la vez, muy bien fundamentados: claro que el juarismo trajo a México una disciplina laica importantísima; un modelo de educación que rompería con esquemas semi oscurantistas; una valoración positivista de lo que había sido el proceso de construcción nacional y sobre cuáles debían ser los próximos pasos a seguir.


Defiendo esos importantes logros del juarismo a la vez que critico su antiindigenismo, su pretensión por lograr una sociedad liberal que parecía todavía de inicios del siglo XIX (en un mundo donde se leía a Marx desde hacía más de un cuarto de siglo el poco progresismo intelectual, político y social de los juaristas era evidente) o su amistad con lo que empezaba a ser el Imperialismo estadunidense. Pienso que si Juárez construyó la nación y al Estado mexicano entonces debemos aplaudirle. Pero reconozcamos que tales estructuras se fisuraron muy pronto, primero por negligencia y “traición” porfirista y luego, simplemente, porque ya no daban el ancho con los nuevos tiempos.


Y creo que, en términos generales, es el nacionalismo que nace con el juarismo el que mantuvo su fuerza durante muchas décadas y que incluso fue rescatado por los hábiles políticos de la “dictadura” priísta. La historia de bronce, de la que no hablaré por ser tema muy trillado, es uno de los referentes obligatorios de la mexicanidad en los términos más estrictos: educación pública, instituciones, política, fútbol... qué sé yo, tantos aspectos impregnados de ese nacionalismo oficial y orquestado desde arriba en donde todos los movimientos sociales del pasado que podían adaptarse, aunque fuera sólo poquito, a los pilares priístas estarían presentes. Así, el magonismo y el zapatismo se codean con el maderismo, con el juarismo y hasta con el hidalguismo, como si nada.

Pero luego están las partículas contemporáneas de los nacionalismos que no hemos logrado agregar de forma coherente a la idea de nación mexicana. ¿Quiénes son los indígenas y las minorías étnicas (“propias” o inmigrantes) y qué rol pueden desempeñar en la construcción cotidiana de la nación mexicana? ¿Por qué a muchos mexicanos les cuesta tanto aceptar que hay muchísimos elementos externos que influyen en el refrendo diario de lo que es la nación? ¿ Somos acaso incapaces de reconocer que la “mexicanidad” pura no existe y que, como todas las naciones modernas, somos un híbrido?


La historia oficial hizo al mexicano y lo pintó de moreno claro; no de moreno oscuro color del barro, porque así son los indígenas. Tampoco de un pálido blanco, porque así son los europeos. Se suponía entonces que el mexicano, mestizo, era el resultado idóneo de la cruza de “dos razas”. ¡Excelente! El mestizaje fortaleció al mexicano y lo hizo una superrázacósmicadestruyeninjas. Esa imagen oficialista de lo mexicano y de los mexicanos excluyó terriblemente a los “no mestizos”. Claro que, como en todo, los grados de exclusión eran distintos. Los indígenas, pobres y desposeídos, eran los más excluidos. Los blancos podían no serlo y aproevchaban su enorme relevancia política y económica para seguir siendo, en muchos aspectos, la clase privilegiada del país. El discurso excluyente de la nación mexicana como una moderna “olbigaba” a los indígenas a mexicanizarse, a a abandonar la tradición y abrazar la modernidad. Somos un país racista y excluyente porque, entre otros motivos, así mismo construimos la nación.


Con los cantos al multiculturalismo, al respeto a las culturas autóctonas y la democracia de las minorías, algunos sectores de la sociedad han cambiado sus enfoques y han propuesto visiones de la nación mucho más incluyentes, tolerantes y pintorescos. Aceptar que físicamente los mexicanos somos tan distintos no ha sido cosa fácil y los prejuicios siguen presentes. Sociedades como la brasileña o la estadunidense, mucho más “tutti-frutti” que la mexicana, han tenido enormes problemas de itegración, tolerancia y respeto entre sus comunidades porque, desafortunadamente, el racismo impera. Pero en fin, poco a poco algunos prejuicios se van desgastando y poco a poco podemos cambiar nuestras impresiones sociales. Eso mismo nos obliga a repensar qué significa la nación mexicana, pero no ha sido sencillo.


Respecto a la idea de los elementos que vienen de fuera, ¿qué se puede decir de nuevo? En vez de hablar de el consumo de productos extranjeros, la adopción de fiestas y costumbres de fuera, la acogida que hacemos a la cultura de otros países y de otros fenómenos que hacemos cotidianamente pero que negamos que forme parte de mexicanidad, pondré mi propio ejemplo. Como hijo de un matrimonio internacional (suena sangrómn pero eso es, entre naciones) crecí, aunque suene inverosímil, con dos nacionalidades. Aprendí desde chiquito que eso era compatible y que era una gran ventaja. Muchísimas veces me han preguntado si me siento “más belga que mexicano”, si no me siento “mitad y mitad”. La pregunta siempre fue traicionera e imposible de responder con coherencia. Decidí que la mejor respuesta era decir: “soy 100% mexicano... y también 100% belga, ¿cómo la ven?”. Claro que al momento de definir en qué aspectos me desenvolvía mejor (lengua, “conocimiento” de las costumbres, las dinámicas sociales, la política, la literatura...) la respuesta era muy clara: soy más mexicano. Pero esa no era la respuesta que la gente quería escuchar: creo que, aunque no fuera con mala leche, la gente prefería escuchar que me sentía muy extranjero y que, en el fondo, no podía ser 1000% mexicano.


Puede ser cierto. En casa, por ejemplo, nunca había nada picante a la hora de comer (excepto una esporádica salsa verde que sólo mi papá comía) o no íbamos al panteón cada día de muertos. Sí, el ejemplo de la comida picante es pésimo, pero aceptemos que es uno de los clichés de lo que significa ser mexicano. El caso es que, admitámoslo, muchos aspectos de mi vida cotidiana en familia no eran los típicos de una familia mexicana. ¿Cómo iban a serlo si al mismo tiempo debía sentirme orgulloso de mi país natal y del otro, del de la cerveza, Tintin y los wafles?

Pero, admitámoslo nuevamente, ¿qué familia mexicana es típicamente mexicana? Ninguna. En mi casa no había chile, va. Pero tenía amigos que, en su laicidad, no ponían nacimiento en navidad; otros no hacían celebraciones al día de muertos, pero salían a pedir dulces el 31 de octubre; algunos nuca compraban comida en las fruterías o en los mercados; otros más preferían escuchar música extranjera y renegaban del mariachi o las rancheras; muchos recibían regalos de Santa Claus y no del niño dios (aunque eso es también un fenómeno de clase muy cabrón); otros bebían más coca cola que aguas frescas... Vamos, a lo que voy es que es injusto (y hasta iluso) pensar que los mexicanos son unos entes cuya nacionalidad está aislada de y es inmune a tantas influencias externas. Reconstruir una nacionalidad mexicana implica reconocer esos sincretismos que van más allá del encuentro de culturas de 1492 y que tienen que ver con el encuentro de culturas que sucede todos los días en la calle.


Y eso me permite concluir. Un nacionalismo como el mexicano, que todavía no se entiende como híbrido en su cabalidad, es uno destinado al fracaso. En cambio, aceptar que somos un chistoso cuerpo social que se reafirma cotidianamente con elementos externos es mucho más provechoso.

El desfile del Bicentenario de la semana pasada tocó, en ocasiones, ese punto: De la Parra dirigió una orquesta que tocó “música clásica mexicana”: si siguiéramos una concepción estricta de la nación mexicana, eso sería una aberración. En el desfile también se reconoció la forma en que México ha acoplado para sí la música cubana y colombiana. Un excelente elemento de la riqueza cultural mexicana de hoy.


martes, 7 de septiembre de 2010

¡Ay, Gitana! (a tí te están dando mala vida)

Reporta la revista inglesa The Economist que recientemente en una pequeña ciudad eslovaca la policía arrestó a seis jóvenes que, supuestamente, habían robado una bolsa. Los obligaron a desnudarse, a besarse y, finalmente, a golpearse. Mientras duró el espectáculo los policías no dejaron de reir e, incluso, grabaron un video que después hicieron público, humillando todavía más a los presuntos inocentes.
También en Eslovaquia hubo una balacera de las que antes sólo ocurrían en los Estados Unidos. Un hombre armado habrió fuego contra una familia y otros inocentes. Murieron ocho y él se suicidó. Siete de las víctimas tenían algo en común con los seis jóvenes humillados.
En Belfast, Irlanda del Norte, hay incluso una versión moderna de un pogrom en el que viven personas que, a su vez, tienen mucho en común con los siete muertos y los seis humillados. Finalmente, leí también que en Hungría la policía obligó a una familia a salir de su casa, aparentemente sin razón alguna, la obligó a correr y después disparó. Cinco murieron, incluido un niño de cinco años. Adivinaron: también hay algo en común entre los cinco, los seis, los siete y los del pogrom.
En español llamaríamos a esta gente víctimas de la injusticia, inocentes o, simplemente, desdichados. La verdad es que tienen, además, otro nombre: gitanos o zíngaros.


[Para ellos la vida NO es pintoresca, o no siempre]

La ola de violencia en contra de la población gitana, quizá el grupo étnico sin Estado propio más grande de todo el continente, no es reciente y se enmarca perfectamente en el regreso voraz de una derecha y una extrema derecha violentas, inequitativas y racistas en el viejo continente. El más reciente de los escándalos tiene que ver, una vez más, con el gobierno derechista de Sarkozy, allá en el Elíseo. Durante el verano francés, el gobierno de "Sarko" decidió expulsar a varias centenas de gitanos bajo el argumento de que su estadía en Francia era irregular. Claro está que cada maldito Estado goza del derecho de decidir quiénes entran y quiénes no, pero, una vez más, estos ejercicios de política racista aparecen sin fundamentos ante el grueso de la opinión.
Francia decidió que estos gitanos serían repatriados a Rumania y a Bulgaria (decisión no necesariamente arbitaria pues, al parecer, todos ellos tenían documentos oficiales que probaban su nacionalidad) por haber entrado ilegalmente a territorio francés. ¿Ilegalmente? ¿Y qué hay del pacto Schengen, según el cual todos los ciudadanos y residentes de la UE pueden moverse libremente por todo el territorio? La primera respuesta francesa, que ni siquiera tenía que ver con decisiones de política interna, iba algo así: "el libre tránsito no es incondicional: así como el Reino Unido se abstiene de formar parte de Schengen, Rumania y Bulgaria todavía sufren ciertas excepciones en cuanto a la movilidad de su gente: no están 100% integrados en el espacio común europeo".
La respuesta es correcta, pero es una salida cobarde pues no afronta las decisiones tomadas desde el centro de la política francesa. ¿Acaso otros países europeos han hecho lo mismo de la misma manera? No. Francia lleva, en cambio, varios años jugando a la repatriación de gitanos al Este. Después vino una justificación del interior (que tampoco fue explicación). Según oficiales del gobierno francés, Francia es el segundo país del mundo que recibe más demandas de asilo y que, naturalmente, aprueba una gran parte (el primer lugar es Estados Unidos, pero no me quedó claro si también es el país que más solicitudes aprueba). Bajo ese argumento, el Elíseo defendía sus actos con datos en contraparte: "nosotros recibimos a muchos asilados. Si los gitanos se quieren asilar, que se formen en la ventanilla G34".
Eso no está en discusión. Qué bueno que Francia acepte tantas demandas de asilo en un mundo con más de 15 millones de refugiados externos. Pero la decisión de expulsar a los gitanos es algo radical. Además, Francia atraviesa por un pésimo momento para excesos racistas (si es que acaso hay buenos momentos para ello), pues se supone que está absorta en pleno debate de las "características de la identidad nacional". Hace poco Sarkozy también sacó el cobre determinando que la nacionalidad francesa es arrebatable, bajo ciertas circunstancias relativamente obscuras, a ciudadanos de origen extranjero (a los franceses güeritos, no).
Para muchos el tema gitano no es tan grave. Finalmente, se trata de "nómadas" que se compromenten poco o nada con los Estados por los cuáles transitan. Si están "de viaje", no pagan impuestos más allá del consumo y no siempre respetan a cabalidad las normativas locales. Pero la vida es bastante cruel para aquellos que se instalan en los países por los cuales cruzan. Los niveles de escolaridad, de empleo y de seguridad social son bajísimos entre la población gitana.
Habrá quienes esgriman el argumento cultural. Si lo hacen no errarán del todo, pues es cierto que muchos aspectos de la cultura gitana son regidos por un patriarcalismo machista y poco abocado a la educación -especialmente de las niñas-, según el cual los niños son siempre más útiles trabajando que estudiando. Además, pero no sé en qué medida esté relacionado con la cultura, la inicidencia delictiva es claramente mayor entre la población zíngara. Claro que queda la justa duda: ¿acaso no es la violencia y la delincuencia producto de las condiciones de intolerancia, marginación y desigualdad en las que viven los gitanos? Sí, yo creo que sí.

Otros insisten en que los gitanos son unos "cabezotas". Muchos españoles argumentarán que si viven en casas móbiles o en cavernas (verídico), es por decisión propia. Muchos dirán también que son ladrones por convicción y reputación. En la Toscana, los mendigos que vi eran en su mayoría gitanos (y niños) que, además, se enojaban si el "cliente" no dejaba suficientes monedas. Quizá sean, en efecto, individuos duros y algo tosocos: platicaba Claudia que cuando mi Mariscal J.B. "Tito" decidió que los gitanos vivirían en las ciudades yugoslavas, como todo mundo, y que por lo tanto recibirían departamentos, muchas familias gitanas seguían manteniendo cabras, gallinas y fogatas dentro de los departamentos, provocando no sólo la cólera de los vecinos sino el deterioro de las instalaciones.







[Algunos parecen maras pero, aún si se portaran como ellos, no son la minoría]





Pero ninguno de los anteriores es un argumento válido. De hecho, la intolerancia nunca tiene argumentos válidos. Los gitanos llevan milenos cruzando fronteras a su voluntad (imagínense, comenzaron en la India) y sus lealtades estatales son, comprensiblemente, débiles (y no deberían ser de otro modo). Los judíos sionistas querían un Estado a toda costa. Muy bien, ya lo tienen e hicieron una mierda en el vecindario. Los gitanos no quieren necesariamente un Estado (además, a ellos, nadie se los daría). Pero tampoco es razón para mantener actitudes tan radicalmente burdas frente a ellos. Ellos configuran más de 6% de la población en países como Hungría, Eslovaquia, Rumania, Bulgaria (incluso 13%) y Serbia. Pero eso no evitó a un diputado húngaro de Jobbik (partido fascistoide) pedir que los gitanos fueran "internados en masa" (¿a alguien le suena conocido? Sí, a mí también).
Difícilmente este texto servirá de denuncia (no tengo ningún lector húngaro en mi lista), pero saben ustedes que no desaprovecho la oportunidad de criticar algo... o de contar un cuento. Bastará quizá con que la próxima vez que hablen con algún europeo que les presente generalizaciones babosas acerca de los gitanos lo miren con desdén, le alcen la voz y lo regañen. Claro que los gobiernos son los primeros responsables (vean nomás a Sarko), pero las sociedades europeas no se han portado mejor. Una de las grandes ironías es su defensa de la "solidaridad nacional" que se contrapone a su inquebrantable intolerancia frente a los individuos que no quieren abrazar de la misma forma su idea de nación.
[Mejor escuchen a Gogol Bordello, excelente banda de Gypsy-Punk]


jueves, 2 de septiembre de 2010

Deshonestidad patriótica

Se acercan bicentenario y centenario y este blog dedicará mínimo dos textos al respecto a lo largo del mes. No les será quizá ajena mi postura inicial, el escepticismo. ¿Qué festejamos? Sí sí, la respuesta es clara: independencia y revolución. La primera la conseguimos mucho antes que decenas de países que yacen todavía en el extremo subdesarrollo. La segunda, por su parte, la enarbolamos (y la enaltecieron otros también) como una de las primeras grandes revoluciones sociales de la historia contemporánea y la pionera del siglo XX. Eso no está en duda. Tampoco seré de los derrotistas que pongan en entredicho la independencia actual, pues no soy de la idea de que el país esté completamente a merced del Imperio o del Capital y, sobre todo, que sea el único. Muchos otros países están sojuzgados por esos dos poderes y aquí en casa tenemos nuestros propios imperios y nuestros propios capitales que, con frecuencia, son todavía más inhumanos que los de fuera. Así que tampoco va por ahí.
Del festejo a la revolución sí tengo mis dudas. En ese sentido, comparto más las ideas de Adolfo Gilly de una revolución interrumpida, no porque crea yo un poco como hace él que en México existían las bases para realizar una gran revolución de carácter socialista-proletaria, sino porque las simples demandas democráticas de los grupos más coherentes (la reforma agraria, el rescate de las Leyes de Reforma, la repartición de cierta riqueza nacional y la expropiación de enormes haciendas de corte casi feudal) en muchas ocasiones fueron tiradas al caño en las décadas que siguieron, especialmente en esta última década. Insisto en que esas fueron demandas totalmente democráticas y hasta liberales. Hay quienes las llaman socialistas o revolucionarias. Si eso son, entonces yo soy mitad maorí.

Pero hoy el tema que nos ocupa es más de carácter colectivo y, si me permiten, psicosocial. Soy malo como un calcetín en esos temas, pero me gusta improvisar.
Verán, creo que en México tenemos un grave problema de autoengaño. Conforme siga con el texto quizá logre explicar a qué me refiero. Por lo pronto, les adelanto que NO me referiré a esas ideas que circulan con cierta frecuencia acerca de la "cultura" del mexicano como una de flojera, falta de interés, gandallismo, miopía, futbol y guadalupanismo. No me trago el cuento de que el mexicano es abusado pero abusivo; extremadamente creativo para resolver ciertos problemas pero casi siempre un güevón. Sin embargo, sí creo que tendemos al autoengaño, a la ilusión y la falta de memoria, al "le tiro a todo cuando sueño" pero, sobre todo, a la falta general de confianza realista en el país (y precisamente por eso es que surgen todas esas ideas de flojera, gandallismo, creatividad pero güeva). ¿Sale? Pues me lanzo al ruedo.

Cuando era niño y me gustaba asistir pasivamente a las pláticas que mis padres solían tener en la sobremesa con sus amigos, había siempre tres palabras de mi papá que me encantaban. Él solía comenzar muchas frases con un contundente "en este país", e inmediatamente dejaba pasar un microsegundo, suficiente para enfatizar que lo que seguiría sería una reflexión crítica acerca de alguna situación cualquiera. Así, moviendo la mano derecha de arriba hacia abajo y pegando el pulgar con su índice (y eso que no es italiano), mi papá conseguía para sí la atención de los demás. A mí siempre me provocó un no sé qué. Aprendí desde chiquito que vivía en un país en el que las cosas siempre salían mal y en el que, sin embargo, hablar mucho de esas cosas era bueno. Era una especie de contradicción natural, una lógica implacable por incuestionable. Si la gente podía decir siempre que las cosas estaban mal y se le escuchaba, entonces no sólo era porque las cosas estaban mal, sino incluso porque estaba bien que las cosas fueran mal.

Vista desde ahora, la reflexión era una aberración. Pero en esos momentos me daba cierto gusto pensar así porque era como predecir algo, o mejor dicho, porque al decir las cosas malas del país uno prácticamente no podía equivocarse. Muy pronto, sin embargo, esa idea que yo mismo me había construido comenzó a confundirme. Recuerdo que una vez, viendo un partido de fútbol entre México y Brasil (era la final de la Copa Confederaciones de 1999), mi papá hacía alusión a los distintos errores del fútbol mexicano: el "pasesito marica", "los tiritos desgüevados", "las nenas teatreras"... todo eso me hacía pensar que no sólo México iba a perder (porque con tiritos desgüevados nadie podía ganarle a Brasil), sino, peor aún, que México debía perder. Y debía perder porque eso se merecía: porque todo lo hacía mal. Pasé el resto del partido en una angustia interna terrible porque claro que quería que México ganara, pero a la vez me tragaba el cuento de que no se lo merecía... por el otro lado, México sí que jugó bien y mi papá se emocionó terriblemente con la victoria. Yo estaba definitivamente confundido.

Creo que con ese ejemplo va tomando forma la idea del autoengaño. Si me siguen -si yo mismo me sigo-, me parece que el autoengaño mexicano es doblemente cruel porque es, al menos, bifacético: hay ocasiones en las que nos engañamos acerca de lo malísimo que es el país que cuando las cosas salen medianamente bien somos incapaces de apuntar correctamente los logros y los méritos. Por el otro lado, hay veces que nos autoengañamos con lo excelentes que podemos ser, que cuando las cosas salen medianamente mal tenemos siempre una buena coartada, un chivo expiatorio, y somos incapaces de reconocer objetivamente nuestros errores y nuestras miopías. Cuando yo era chamaco y disfrutaba que mi papá criticara al país, me autoengañaba terriblemente porque, maniqueo como todo niño, pensaba que no había forma de que México hiciera algo bien en esos temas que tanto se criticaban en casa. Por eso sigo siendo tan escéptico con las estadísticas oficiales, con los informes de gobierno y con el optimismo de ciertos medios monopólicos. Por eso quizá disfruto más de leer los periódicos que dicen que todo está mal y que apuntan directamente a ciertos responsables.

Entonces por ahí va la cosa. Ahora, ¿qué pasa más seguido? ¿el autoengaño positivo o el negativo? Creo que es difícil determinar, porque generalmente para un tema dado hay siempre gente que creerá incondicionalmente en las extraordinarias capacidades del país, y habrá quien crea incondicionalmente en las extraordinarias incapacidades de México. Pero hay algo más, y me parece que es incluso más complejo: los mismos individuos, las mismas clases sociales y los mismos gobiernos son capaces de autoengañarse de dos formas distintas respecto a un mismo tema en dos momentos diferentes.
Una vez más, el fútbol es un ejemplo idóneo. Recientemente, antes de cada Mundial el país no deja de berrear que la selección llegará a cuartos de final. Siempre tenemos a la mejor escuadra de la historia y, a la vez, siempre nos toca jugar contra los mejores (que nos ganan). El autoengaño ahí es clarísimo. Sin embargo, en cuanto nos sacan del Mundial, la opinión se voltea drásticamente. "Se los dije, valemos para pura má". "Ese técnico güey, siempre pensé que había que sacarlo desde antes". "No me engañan, siempre supe que México no pasaría de octavos". Autoengaño puro, hipocresía individual. El ojete que ahora dice que la selección mexicana fracasó por mediocre es el mismo cabrón que coreó todas las cancioncitas publicitarias de ánimo al equipo nacional, el mismo que se vino cada vez que México anotó y el mismísimo que apostó hasta la abuela porque México llegaba a semifinales. Doble autoengaño porque, además, ese sujeto lo negará siempre todo.

Y entonces se cruzan los demás problemas.
Tenemos una pésima memoria histórico-colectiva pues nunca nos interesa recordar qué hicimos bien ni qué hicimos mal. Eso sí, cuando esporádicamente recordamos algo que hicimos bien, entonces es insuperable, decisivo, extraordinario, mágico (la quema de la puerta de la Alhóndiga; la Revolución de 1910 o la defensa de Chapultepec si te llamas Niño Héroe). Cuando por casualidad recordamos algo que hicimos mal, entonces nos marcó para siempre, nos condenó al fracaso, destruyó nuestro potencial y quemó nuestras esperanzas (la decisión del Fobaproa; dormirte bajo un árbol en una expedición hacia Texas si te llamas Santa Anna). Pero sucede que cuando México recuerda algo, decide recordar un episodio muy preciso, incluso casi insignificante en sí mismo. Lo que el país de plano no recuerda es el proceso que envuelve a cada uno de esos episodios; no recordamos los contextos históricos; las ideologías dominantes; los problemas estructurales del país; los individuos que nosotros mismos ponemos en el poder (en las raras ocasiones en que podemos hacerlo). Vamos, nuestra pésima memoria colectiva no sólo es "autoengañista", sino que también es simplista, de kinder y autocomplaciente.

Y, para acabar de amolar la cosa, solemos ser siempre pesimistas a futuro. Eso sí: podemos ser de lo más optimistas y añorar el pasado o conformarnos con el presente. Pero el futuro es siempre turbio, "mejor que no llegue". Eso sí es trágico. Y no es trágico porque debamos hacer todo lo contrario y ser optimistas (en el rumbo actual, difícilmente el futuro inmediato será mejor, aunque ya Fidel Castro dijo que pronto habrá cambios importantes en México), sino porque es una escapatoria sencillísima a cualquier tipo de contacto con las responsabilidades o la reflexión un poco más sesuda. Por eso este bicentenario, aun cuando esté inundado por la sangre del narco o por la inmensa pobreza que crece día con día, será extraordinario, será un festejo imponente, impecable, magnífico. Y será así porque desde ahorita se convierte en una excelente escapatoria. "Festeja ahora el bicentenario para recordar todo lo que el país hizo de extraordinario -autoengaño- y para no pensar, aunque sea por unos momentos, en el apestosísimo futuro -autoengaño 2-".

Enrique Serna dice en "Nexos" de este mes que tenemos la mala costumbre como mexicanos de dejar todas las cosas a medias, sobre todo nuestras grandes gestas históricas, por lo cual no debiéramos exaltarlas tanto como hacemos. A eso yo simplemente agregaría que en la medida en que nos sigamos autoengañando sobre esas grandes gestas históricas nunca podremos concluir alguna de ellas. Para cerrar con esa idea (que quizá dé vuelo a la entrada siguiente), debemos ser sinceros y aceptar, con relación a la Revolución Mexicana -por poner un ejemplo, que si de verdad queríamos una revolución debimos hacerla permanentemente, à la Trotsky. Ahora es muy tarde porque no sólo no la hicimos permanente, sino que la frenamos, en muchos casos la rebobinamos y, para joder, la enterramos.