miércoles, 15 de diciembre de 2010

A callar y a pagar, que para eso es la universidad







Cuando los estudiantes franceses se adhieren a los sindicatos y demás organizaciones sociales y salen a pisar las baldosas de las calles de prácticamente todas las ciudades, los encabezados de la prensa conservadora son todos prevesibles. "Una vez más"; "la Francia bárbara"; "El gusto por el desorden"... Vamos, en los círculos de la derecha europea (y no se diga en América completa), las movilizaciones de los franceses son vistas frecuentemente como simples provocaciones de pequeños revoltosos aferrados a una cantidad enorme de beneficios sociales y asistencias públicas. Es, por supuesto, una crítica simplista y muy mal fundamentada, pero da pie a que la imagen se modifique y se aplaudan medidas en contra de los manifestantes. Poco importa si a las calles salen tres millones de franceses en un sólo día (varias veces he loado ese punto en este blog y lo hago una vez más) o si las grandes conquistas sociales galas, muchas de ellas centenarias, se mantienen en pie en medio de una época de austeridades, injustos recortes y pérfidos desvíos mercantiles.
No es de extrañar, entonces, que esa misma prensa liberal y de derecha haya puesto el grito en el cielo cuando los británicos, "siempre tan tranquilos, ordenados, pasivos y democráticos", se manifestaron contra el gobierno conservador-liberal de Cameroon y Clegg, ambos endosadores de una reforma completa al financiamiento de la educación superior en la Isla. Pero vámonos por partes.
Durante la campaña electoral previa a las elecciones de mayo en el Reino Unido, el partido conservador de David Cameroon anunció en repetidas ocasiones que la meta de su gobierno sería reajustar a la baja las finanzas del Estado, los gastos y los programas de bienestar social. Motivado por una ideología individualista y neoliberal (la herencia thatcheriana), el Partido Conservador coqueteó con la idea de "un Estado monstruo" que impide el buen desempeño de los individuos en una sociedad moderna. Un Estado freno. Nick Clegg, liberal-demócrata, por su parte, jugó muy precavido con sus cartas pues ignoraba todavía si su resultado electoral le permitiría formar coalición con los conservadores o los laboristas. Al principio, Clegg (un sujeto inteligentísimo, políglota y bastante moderno en términos de una mente liberal y progresista) sedució a los conservadores prometiéndoles apoyo en una serie de medidas fiscales y presupuestarias a cambio de una posición más suave del Reino Unido frente a la Unión Europea (no olvidemos el escepticismo clásico de los Tories respecto al "continente"). A Clegg, quien habrá que reconocerle lo demócrata pese a lo liberal, le disgustaba la idea de atacar de frente los presupuestos educativos, pero sabía que tendría que ceder en muchas cosas si quería mantener al gobierno en pie.

Clegg tiene una desventaja clave: si el gobierno hace bien las cosas y el pueblo lo aplaude, el mérito irá sobre todo para el Partido Conservador (por ser el hermano mayor en la alianza); en cambio, si las cosas salen mal, los partidarios de los Lib-Dem serán mucho más severos al criticarlo a él (a Clegg) y acusarlo de traición a sus promesas electorales. El dilema no es menor: gran parte del voto Lib-Dem de mayo provino de la juventud universitaria, demasiado enajenada para girar nuevamente a la izquierda, pero consciente y proactiva al grado de descartar la derecha como opción política.
Así las cosas, la reforma a los planes presupuestarios de la educación superior, que contempla, sobre todo, una triplicación de las colegiaturas anuales, pasa también con el apoyo de Clegg, aunque a regañadientes y con enorme disgusto de aquéllos que, dentro del Lib-Dem, son más demócratas que liberales. [Hay una cláusua de abstención para el voto parlamentario --lo que en el Reino Unido no es convencional-- que pudieron aplicar algunos Lib-Dems en esta elección en particular, pero no conozco la complejidad del asunto, así que no me meto]. El caso es que ahora las colegiaturas anuales pasarán de 3,300 libras esterlinas (unos 66,000 pesos al año, menos que las universidades más caras de nuestro país -UDLA, TEC, IBERO-, pero muchísimo dinero para el común de los mortales) a la exhorbitante cantidad de 9,000 pounds (180,000 pesitos, aprox). Claro que la propuesta incluye nuevos mecanismos para financiar a los estudiantes pobres, pero ninguno de ellos parece ser suficientemente claro como para aceptar esos nuevos costos. El partido laborista, en la oposición pero no por eso muy coherente, se debatió internamente respecto a una contrapropuesta que prefiriera cobrar un impuesto especial a los graduados que ya trabajan en vez de alzar las tarifas universitarias.
Las manifestaciones no se hicieron esperar. Miles de estudiantes salieron a las calles en repetidas ocasiones y exigieron un debate público del tema (aunque, en el fondo, querían --y con toda razón-- un rechazo total a la reforma). No fue el cinco de noviembre, pero hubo fuego cerca del Parlamento británico en un claro ejemplo de rabia y descontento. Sí, algunas protestas tornaron a la violencia y a la destrucción (muy mesurada, hay que aclarar); sí, algunos agitadores comunes aprovecharon el descontento para generar más caos. Pero eso es sólo una cortina de humo frente al problema per se: la educación, como queda claro en países como el nuestro, es en Europa cada vez más un lujo y menos un derecho (si es que alguna vez lo fue).



Y luego Italia. La cosa ahí es distinta porque hace ya muchos años que se especula desde el gobierno respecto a nuevas leyes para las universidades. Muchas medidas han pasado ya y sus efectos no son necesariamente buenos, pero han pasado a cuentagotas, por lo que el descontento tampoco había explotado del tal manera... hasta ahora. Esta semana las propuestas gubernamentales para reducir gasto a la educación superior (además, claro, de reajustes administrativos, como permitir que expertos no universitarios lleguen a las universidades y las adminsitren... como si por ventura fueran empresas) coincidieron con una crisis parlamentaria muy severa. Vámonos, otra vez, por partes.
El gobierno de Silvio Berlusconi, un derechista megalómano y dueño de una cantidad impresionante de medios de comunicación en Italia, está bajo fuego. No es para menos. Desde hace más de un año que la alianza hecha con el partido, digamos, neofascista de F. Fini, muestra resquebrajos importantes. Berlusconi no ha sido capaz de --o no ha querido-- hacer a Fini partícipe de una mayor integración política entre ambos grupos políticos. En el fondo, ambos son nacionalistas y de derecha (Fini viene del fascismo de los años setenta, aunque en el discurso ha intentado mostrar una cara centrista, y Berlusconi tiene lazos esenciales con la Lega Nord, el partido separatista y xenófobo del Norte industrial). Pero Fini ha logrado capitalizar ciertos descontentos dentro de la derecha para poner en tela de juicio los procedimientos comunes del gobierno de Berlusconi. La izquierda, ausente en estos días, no hace más que esperar que caiga uno de los dos para entonces rematar y remontar. Finalmente ayer, catorce de diciembre, en una sesión especial del Parlamento tuvo lugar un voto de confianza al gobierno de Berlusconi impulsado, sobre todo, por las huestes de Fini. El resultado fue el esperado: aunque por un márgen de sólo tres votos, el Parlamento votó por la continuidad del gobierno de Berlusconi.





Y ahí explotaron los ánimos. Más de cien mil personas, en su mayoría jóvenes universitarios igualmente afectados por las pretensiones de cambio y ajuste del gobierno, salieron a las calles a corear insignias y mostrar su profundo descontento con Roma. Ya fuera porque la gente tenía verdaderas esperanzas de que el gobierno colapsaría o porque su continuidad fue la gota que derramó el vaso, las manifestaciones crecieron espontáneamente y se extendieron por todo el centro de la ciudad. La cosa se puso violenta y más de cuarenta chav@s quedaron heridos. La policía fue brutal (y también algunos agitadores, como siempre), pero lo más significativo es que, entre todo, sí resaltó el tema de la educación universitaria. Los estudiantes sí salieron con la clara consigna de exigir un freno a las políticas de austeridad que tanto golpean a las universidades italianas desde hace tantos años y que este mes en particular se intensificaron.
Vale. Ya. Hay manifestaciones, golpes y descontento. Los gobiernos se ven en la necesidad de reprimir o de "poner orden" porque la ira de algunos jóvenes rebasa los estándares. Sí, las fotos son impresionantes y siempre provocan algo de adrenalina (estar ahí es todavía mejor). Pero, ¿cuál es el punto de todo esto? ¿Por qué es tan criticable la decisión de abalanzarse sobre los presupuestos universitarios así?
La respuesta no es sencilla, pero tiene que ver, sobre todo, con una concepción un tanto extendida en el mundo de que la educación universitaria, por sí misma, jamás dejará de ser una de élites y privilegiados, y que el Estado no tiene por qué servir a los privilegiados. El argumento es simplista, molesto y descorazonador. Pongamos las cosas en otro lente y discutamos.
Sí, la educación (y sobre todo la universitaria) es más un lujo que un derecho, por más que se hagan malabares retóricos al respecto. En términos generales, jamás ha habido más estudiantes universitarios que ahora; tampoco han disminuido radicalmente las proporciones de jóvenes que, respecto al total, avanzan a la universidad. En países como México y Brazil, ese porcentaje no cesa de aumentar (aunque a ritmos muy lentos, admitamos). En una visión economicista del "progreso" de las sociedades (entiéndanme, no me gusta mucho esa palabra), el número de universitarios no determina casi nada. De hecho, en sociedades industriales y hasta postindustriales no se "necesitan" muchos universitarios. ¿Qué pasaría si toda la población fuera universitaria? ¿Quiénes serían entonces obreros, campesinos o mecánicos si todos quieren ser médicos, abogados o doctores en filosofía? La pregunta está sesgada de inicio. No se trata de extender y obligar a la población a ir a la universidad. Jamás se generalizará al respecto: no por tener un diploma se es mejor para la vida. Hay que ser honestos al respecto y admitir que aquellos que estamos en la universidad seríamos incapaces de hacer muchas otras cosas que no requieren de esos títulos.
Pero eso no resuelve la cuestión. En países como Bélgica o los Países Bajos, la proporción de jóvenes que van a la universidad es menor incluso a la proporción mexicana. La gran diferencia, por supuesto, es que los esquemas de educación técnica son muchísimo más eficaces y gratificantes que los mexicanos. Eso refleja, sobre todo, un interés de Estado o, al menos, nacional, por que las diferentes actividades económicas de una nación industrial sean realizadas por profesionales. Así, los obreros y los técnicos ingenieriles sí tienen ese grado de educación preuniversitario o parauniveristario que en México tanta falta hace. Es una redistribución del conocimiento y la práctica que se combina (o se combinó en mejores tiempos) con esquemas de bienestar y justicia social que más o menos lograban repartir la riqueza, los frutos del trabajo y, por supuesto, los esfuerzos de éste. Decían, por ejemplo, que en Noruega un camionero ganaba ya tres cuartas partes de lo que ganaba un médico.
Pero que existan opciones de educación técnica para preparar a aquéllos que se dedicarán después, por necesidad o por elección al trabajo técnico (y que quede claro que, pese a lo que diga la doctrina liberal imperante, muchos de entre ellos lo hacen por necesidad y jamás por verdadera elección) no es imperativo que las universidades se conviertan en centros de reunión de élites y privilegiados. El Estado como tal es responsable de proveer TODAS las opciones con la misma CALIDAD y atención. Jamás podrá el Estado menospreciar la educación y trabajo técnico y subvaluarlo frente al universitario. Jamás deberá el Estado pensar que por tratarse de un nivel educativo más recurrente entre los ricos que entre los pobres, entonces el apoyo a las universidades deberá recortarse, "total que los ricos pueden pagarlas desde sus propios bolsillos".
No. El tema central de la solidaridad social organizada por el Estado es que es GLOBAL. Es universal, es para todos y para todos por igual. Las medidas de combate a las desigualdades en países pobres como el nuestro son focalizadas, especializadas y, por lo tanto, caen en ocasiones en la "discriminación positiva". El ideal de Estado de Bienestar es que los beneficios existan de igual manera para todos. Si así fuera, no debiera haber ninguna consideración respecto a quiénes son los que van a la universidad porque, sin importar su origen socio-económico, beneficiarían todos del mismo apoyo público. Ese apoyo público, una vez que existe, entonces puede ser (no, debe ser) complementado con más apoyo público para aquéllos que tienen menos recurosos. Pero ese no puede ser el punto de partida, simplemente porque si la universidad cuesta ahora 9,000 libras lo mismo deja fuera de las aulas al hijo del obrero que gana 15,000 libras al año que a la hija del profesor de preparatoria que quizá gane 27,000 al año.
El contraargumento, sobre todo el que existe desde siempre en los EU, es que la educación universitaria, si bien cara, puede ser financiada como parte de un proyecto de vida. No es broma: los estadunidenses muchas veces sí ahorran durante dieciocho años para que sus hijos asistan a la universidad. Sin duda es posible para las familias de clase media y para las de media baja que reciben ciertas becas. Pero no es para nada un sistema que permita que absolutamente quien sea acuda a la universidad. Sí, la cultura del ahorro es distinta. Pero eso sólo refuerza un punto: que no sería necesaria ese enorme sacrificio si el Estado pudiese proveer todos esos servicios de manera universal.
Se abren entonces al menos dos discusiones que, acepto, soy incapaz de resolver. La primera tiene que ver con el financiamiento. Si los Estados están en crisis y deben ajustar sus presupuestos no podemos, dice el cuento, exigirles que mantengan sus "elevados" gastos en temas sociales cuando las finanzas están enfermas. Que el mercado regule cosas es ya terrible; que regule la educación o la salud es simplemente aberrante. Si el Estado no tiene dinero, entonces que reforme sus propios esquemas fiscales, que grave la especulación, los fondos pasivos de las empresas, la producción de capital, la actividad bursátil y crediticia, las grandes fortunas... vamos, ahí es donde está el dinero que el Estado no se atreve a cobrar. No es en el consumo o en la reducción del gasto donde se obtendrán tales ingresos. Pero eso lo digo desde la posición ideológica y admito que desconozco la viabilidad de que los Estados integrados al sistema internacional financiero-capitalista puedan actuar así.
La segunda discusión tiene que ver entonces con la pertinencia misma de seguir considerando a la unviersidad como el cénit de la vida. ¿Es eso cierto? ¿No existen acaso opciones distintas? Vamos, la gran preocupación es que un mundo meritocrático y mercantilizado las opciones no universitarias sean cada vez más alternativas depauperadas frente a las otras. Es decir, que el individuo no universitario no vea más que crecer la distancia que lo separa del universitario, tanto en términos de ingreso personal como de status social o de integración a ciertos círculos. Esas dicotomías intenta resolverlas el Estado de Bienestar. Lo que ese modelo no puede resolver es que de todos modos existan disparidades en acceso a la información y, por ende a los recursos políticos, cuando un individuo asistió a la universidad y el otro no. El argumento es algo así como: "pues no importa que el obrero, el empleado de un banco y el profesor emérito/periodista/comentarista ganen lo mismo si de todos modos los dos primeros estarán lejísimos de la verdadera participación política pues su status de no universitarios los repele automáticamente de los círculos más finos de la toma de decisiones". En efecto, el Estado de Bienestar europeo no supo acabar con ese dilema. Pero el socialismo sí puede hacerlo pues se trata de un modelo de integración total de los individuos a los medios productivos y, como resultado de la modificación de las relaciones sociales de producción, a las esferas colectivas de toma de decisiones y actividad política y democrática plena. El punto ahí es, un poco como escribió Marx en el Manifiesto, que el individuo puede, en una sociedad colectivista, dedicarse a varias actividades en distitnos momentos (y con distintos grados de especialización de su parte) según sus propias elecciones, decisiones que tienen que ver con la configuración de una sociedad plural y colectiva. Así, no importa que tú quieras ser carpintera o que tú quieras ser celador: si quieres ir a la universidad y estudiar física cuántica, historia del Peloponeso o biologia amazónica podrás hacerlo (y que nadie te pregunte "¿para qué sirve?", como si la educación fuera siempre utilitarista). Y si quieres hacer carpintería por las mañanas y dar una clase de biología amazónica por las tardes, sólo lograrás eso en un esquema de repartición colectiva de actividades no sólo según tus capacidades (claro que te preparaste muy bien para hacer ambas cosas de maravilla), sino según las necesidades objetivas (basadas siempre en la libertad individual y las obligaciones colectivas) de la comunidad. Pero insisto, también es un pie del que todavía cojeo.


1 comentario:

Aquiles Digo, antes Jordy dijo...

Ya decía yo que algo me hacía falta por estos terrenos cibernéticos, y eso era pasar a leer tus posts, Diego. Muy buen recuento de lo que sucede en Gran Bretaña e Italia, y como siempre me quedo pensativo y con ganas de charlarlo con unas cervezas. Te dejo una fotogalería, acorde al tema.

http://www.boston.com/bigpicture/2010/12/london_tuition_fee_protest.html

La imagen 16 es mi favorita. Un abrazo.