O todos perdemos.
Lo más irónico de la democracia es que hay perdedores. Sí, ya lo sé, algunos de ustedes dirán que justamente eso es la democracia: la tiranía de las mayorías; el respeto a la voluntad del pueblo (de la mayoría de éste, claro); la posibilidad de elegir, ser elegido, opinar y actuar con respecto al poder (si uno tiene los medios) y que prevalezca la opinión de un grupo, de una mayoría o de un individuo sobre la de otros.
Lo cierto es que la democracia parte de una premisa falsa. Se entiende democracia como la no imposición, como la existencia de negociaciones que permiten que los actores políticos lleguen a acuerdos productivos. Si es así, entonces, ¿por qué no vemos en los gabinetes de los sistemas presidenciales a individuos que representen a los demás partidos políticos? ¿Por qué en los gobiernos parlamentarios las coaliciones se quiebran con tanta facilidad (Italia, entre 1945 y 2005 tuvo 47 gobiernos federales)? Evidentemente, estas cuestiones son muy generales y nada acertadas al momento de analizar caso por caso. Pero lo que subyace, en el fondo, es la idea de que se impone el partido político o el individuo que gana las elecciones. Esta victoria puede representar a la mayoría de la ciudadanía; puede representarla y además agregar en el gobierno a otras minorías derrotadas; puede, incluso, representar a una minoría y NO integrar en el gobierno a las fuerzas políticas relegadas; puede también representar a esta minoría pero bajo el acuerdo previo de que otros grupos políticos estarán dentro.
1 y 2) Hay elecciones y un partido político gana con más de 50% de los votos. No importa que se trate de un sistema presidencialista, semipresidencialista o parlamentario. El punto es que ese candidato o ese partido que recibió más de la mitad de los sufragios es, en principio, representante de la mayor parte de la ciudadanía. Sucedió con Barack Obama en noviembre pasado. Sucede en las segundas vueltas electorales de países como Francia, Ucrania, Brasil, Chile... Ha sucedido en otras ocasiones en parlamentarismos como el británico y el sueco. En países como EEUU, nada obliga al ganador a integrar en su gabinete a individuos del partido opositor. Para eso están los escaños del poder legislativo, para nivelar y controlar al poder ejecutivo. En países parlamentarios si un partido consigue más de la mitad de los votos (o, en forma más tangible, más de la mitad de los escaños parlamentarios) puede organizar el gobierno a su voluntad sin recurrir a los demás partidos políticos. Algunos hacen alianzas aunque no las necesiten con tal de legitimar todavía más su fuerza nacional (como en la India en algunas ocasiones). Pero lo anterior no implica que realmente se trate de gobiernos de unidad nacional. De hecho, debemos partir de la idea de que las democracias no forman, per se, gobiernos de unidad nacionales: no son capaces de unificar intereses políticos concretos de tal suerte que deje de haber diferencias entre partidos políticos y que puedan ponerse de acuerdo en relación a los temas relevantes de la política nacional. Si fuera así, entonces no hablaríamos de democracias, sino de autoritarismos. Y tampoco se trata de eso.
3 y 4) En los sistemas electorales parlamentarios, el partido que más votos gana pero que no alcanza la mayoría, debe, obligatoriamente, ligarse con otro partido y organizar un gobierno de coalición. Es el caso de la gran mayoría de parlamentos pluripartidistas (Países Bajos, Alemania, Bélgica, Israel, Líbano). En los presidencialismos que no incluyen segunda vuelta electoral (como el mexicano), no importa que haya 445 candidatos y que el primer lugar saque 1% de la votación: con tal de que sea el candidato con más votos a favor, gana las elecciones. Y no sólo es presidente, sino que tiene la prerrogativa de organizar un gabinete con toda su gente sin necesidad de recurrir a otros partidos políticos. La situación no es así de burda, pero piensen que si el chaparro "ganó" con 35% de los votos, significa que tiene 65% de votantes en la oposición que NO están representados en el poder ejecutivo. Y no sólo: 35% de los 42 millones de electores del 2 de julio implica que sólo 14.7 millones de mexicanos votó por él. Contando a los menores de edad, significa que sólo el 13.5% de la población eligió al presidente. Contando al padrón completo, sólo 20.5 % de éste votó por el enano. Conclusión, no hay gobierno de mayorías (y todavía hay gente que propone se eliminen los diputados plurinominales). La segunda vuelta electoral no resuelve de fondo el problema porque obliga a mucha gente a votar por uno de dos candidatos cuando al inicio había votado por otro candidato con el que sentía mayor afinidad (es como los comunistas franceses que acaban votando por la tibieza del PS). Pero en la forma sí se garantiza que el gobierno electo sea una representación mayor de la ciudadanía. Y, además, se puede pensar en reformas políticas que incluyan, en sistemas presidencialistas, a la oposición en el ejecutivo.
Como vimos, además de que la democracia no es gobierno de la mayoría o de la unanimidad, tampoco es gobierno del "pueblo". Esa expresión, comúnmente utilizada en el léxico revolucionario de izquierda, no tiene lugar en la democracia. El principio liberal-occidental de democracia no se entiende sin la preminencia de representantes, mediadores, individuos que toman para sí las responsabilidades políticas de la sociedad y las exponen en los foros políticos. Benjamin Constant, en 1823, escribía que esa era la nueva libertad de los modernos: es decir, que los ciudadanos pudieran ocuparse de cualquier otra cosa (trabajar, buscar desesperadamente algo de alimento, ligarse a una chica, echarse un oporto o irse de cacería) y no tener que estar todo el tiempo al tanto de la política. Esto por dos razones: La primera, porque la política pública al estilo ateniense demandaba cierta igualdad entre todos los participantes y para los griegos era muy fácil decir que ni esclavos ni mujeres eran iguales. En el siglo XIX (y hoy día) las desigualdades de fondo (aunque no las legales) son tales que, bajo ese argumento, no todo mundo participa en política porque no todos pueden. La segunda razón es que la política ahora es más compleja y se necesita de individuos que puedan conocerla a fondo para dedicarse a ella y tomar las decisiones pertinentes, y no que cualquier hijo de vecino se pronuncie sobre el futuro de los planes macroeconómicos de desarrollo. (Bajo la misma premisa, John S. Mill hablaba del voto censatario no como resultado de la propiedad que poseía un individuo, sino al grado de educación que tenía. Así, para votar uno tendría que hacer un examen y demostrar que es un ciudadano suficientemente preparado para votar).
En México he escuchado argumentos como el siguiente. "¿Porqué mi voto por el PRD, el voto de un estudiante universitario preparado y consciente, debe valer lo mismo que el voto de un pobre obrero tapatío que desde el púlpito fue arrastrado por un pinche cura a votar por el PAN?" Las variantes de tales argumentos son infinitas, pero es importante notar que hay un sentimiento compartido de que la democracia no debe funcionar como cosa de iguales. Uno puede discutir durante horas la importancia de que todos los ciudadanos voten en referendums y demás para tomar decisiones tales como la privatización de PEMEX, la nueva ley de extensión de dominio, las medidas para combatir al narco... Muchos coincidirán en que eso no es competencia del total de la ciudadanía sino de unos pocos que fueron elegidos por ésta y que hoy están en la cima del poder.
¿Es justo? ¿Es eficiente? Es imposible responder con sobriedad a ambas preguntas. No es justo porque entonces no es democrático, pero sí es justo para evitar que asesinos, criminales y narcos decidan qué hacer para combatir... al narco. Es eficiente en la medida en los políticos se toman en serio su trabajo de representantes y toman las decisiones que consideran pertinentes. No es eficiente cuado pensamos en el zoológico que es nuestro congreso y en la imbecilidad de nuestros políticos.
Bueno, quizá divagué más de lo que respondí al primer cuestionamiento. En el fondo, lo que quiero decir es que no debemos idealizar a la democracia contemporánea como el gobierno de las mayorías o como el gobierno del pueblo para el pueblo. Los liberales argumentan que las responsabilidades de la democracia terminan en el plano electoral y en la libertad de expresión, y que lo demás le toca resolverlo al mercado. Yo estoy profundamente en contra de eso: para mí la democracia es completamente inútil si no funciona como sistema político, social y económico que realmente destruya las desigualdades socioeconómicas y deje fuera de todo esto al maldito libre mercado. Evidentemente, la etrna pregunta es qué entendemos y qué esperamos de la democracia. La respuesta varía según cada individuo. Lo básico es que ningún sistema político actual que se diga democrático es un gobierno del total de la ciudadanía (y muchas veces no lo es siquiera de la mayoría). Esto es, hay una enorme contradicción entre el discurso democrático actual y su práctica. Esa contradicción se salva cuando la democracia cambia de significado.
Lo más irónico de la democracia es que hay perdedores. Sí, ya lo sé, algunos de ustedes dirán que justamente eso es la democracia: la tiranía de las mayorías; el respeto a la voluntad del pueblo (de la mayoría de éste, claro); la posibilidad de elegir, ser elegido, opinar y actuar con respecto al poder (si uno tiene los medios) y que prevalezca la opinión de un grupo, de una mayoría o de un individuo sobre la de otros.
Lo cierto es que la democracia parte de una premisa falsa. Se entiende democracia como la no imposición, como la existencia de negociaciones que permiten que los actores políticos lleguen a acuerdos productivos. Si es así, entonces, ¿por qué no vemos en los gabinetes de los sistemas presidenciales a individuos que representen a los demás partidos políticos? ¿Por qué en los gobiernos parlamentarios las coaliciones se quiebran con tanta facilidad (Italia, entre 1945 y 2005 tuvo 47 gobiernos federales)? Evidentemente, estas cuestiones son muy generales y nada acertadas al momento de analizar caso por caso. Pero lo que subyace, en el fondo, es la idea de que se impone el partido político o el individuo que gana las elecciones. Esta victoria puede representar a la mayoría de la ciudadanía; puede representarla y además agregar en el gobierno a otras minorías derrotadas; puede, incluso, representar a una minoría y NO integrar en el gobierno a las fuerzas políticas relegadas; puede también representar a esta minoría pero bajo el acuerdo previo de que otros grupos políticos estarán dentro.
1 y 2) Hay elecciones y un partido político gana con más de 50% de los votos. No importa que se trate de un sistema presidencialista, semipresidencialista o parlamentario. El punto es que ese candidato o ese partido que recibió más de la mitad de los sufragios es, en principio, representante de la mayor parte de la ciudadanía. Sucedió con Barack Obama en noviembre pasado. Sucede en las segundas vueltas electorales de países como Francia, Ucrania, Brasil, Chile... Ha sucedido en otras ocasiones en parlamentarismos como el británico y el sueco. En países como EEUU, nada obliga al ganador a integrar en su gabinete a individuos del partido opositor. Para eso están los escaños del poder legislativo, para nivelar y controlar al poder ejecutivo. En países parlamentarios si un partido consigue más de la mitad de los votos (o, en forma más tangible, más de la mitad de los escaños parlamentarios) puede organizar el gobierno a su voluntad sin recurrir a los demás partidos políticos. Algunos hacen alianzas aunque no las necesiten con tal de legitimar todavía más su fuerza nacional (como en la India en algunas ocasiones). Pero lo anterior no implica que realmente se trate de gobiernos de unidad nacional. De hecho, debemos partir de la idea de que las democracias no forman, per se, gobiernos de unidad nacionales: no son capaces de unificar intereses políticos concretos de tal suerte que deje de haber diferencias entre partidos políticos y que puedan ponerse de acuerdo en relación a los temas relevantes de la política nacional. Si fuera así, entonces no hablaríamos de democracias, sino de autoritarismos. Y tampoco se trata de eso.
3 y 4) En los sistemas electorales parlamentarios, el partido que más votos gana pero que no alcanza la mayoría, debe, obligatoriamente, ligarse con otro partido y organizar un gobierno de coalición. Es el caso de la gran mayoría de parlamentos pluripartidistas (Países Bajos, Alemania, Bélgica, Israel, Líbano). En los presidencialismos que no incluyen segunda vuelta electoral (como el mexicano), no importa que haya 445 candidatos y que el primer lugar saque 1% de la votación: con tal de que sea el candidato con más votos a favor, gana las elecciones. Y no sólo es presidente, sino que tiene la prerrogativa de organizar un gabinete con toda su gente sin necesidad de recurrir a otros partidos políticos. La situación no es así de burda, pero piensen que si el chaparro "ganó" con 35% de los votos, significa que tiene 65% de votantes en la oposición que NO están representados en el poder ejecutivo. Y no sólo: 35% de los 42 millones de electores del 2 de julio implica que sólo 14.7 millones de mexicanos votó por él. Contando a los menores de edad, significa que sólo el 13.5% de la población eligió al presidente. Contando al padrón completo, sólo 20.5 % de éste votó por el enano. Conclusión, no hay gobierno de mayorías (y todavía hay gente que propone se eliminen los diputados plurinominales). La segunda vuelta electoral no resuelve de fondo el problema porque obliga a mucha gente a votar por uno de dos candidatos cuando al inicio había votado por otro candidato con el que sentía mayor afinidad (es como los comunistas franceses que acaban votando por la tibieza del PS). Pero en la forma sí se garantiza que el gobierno electo sea una representación mayor de la ciudadanía. Y, además, se puede pensar en reformas políticas que incluyan, en sistemas presidencialistas, a la oposición en el ejecutivo.
Como vimos, además de que la democracia no es gobierno de la mayoría o de la unanimidad, tampoco es gobierno del "pueblo". Esa expresión, comúnmente utilizada en el léxico revolucionario de izquierda, no tiene lugar en la democracia. El principio liberal-occidental de democracia no se entiende sin la preminencia de representantes, mediadores, individuos que toman para sí las responsabilidades políticas de la sociedad y las exponen en los foros políticos. Benjamin Constant, en 1823, escribía que esa era la nueva libertad de los modernos: es decir, que los ciudadanos pudieran ocuparse de cualquier otra cosa (trabajar, buscar desesperadamente algo de alimento, ligarse a una chica, echarse un oporto o irse de cacería) y no tener que estar todo el tiempo al tanto de la política. Esto por dos razones: La primera, porque la política pública al estilo ateniense demandaba cierta igualdad entre todos los participantes y para los griegos era muy fácil decir que ni esclavos ni mujeres eran iguales. En el siglo XIX (y hoy día) las desigualdades de fondo (aunque no las legales) son tales que, bajo ese argumento, no todo mundo participa en política porque no todos pueden. La segunda razón es que la política ahora es más compleja y se necesita de individuos que puedan conocerla a fondo para dedicarse a ella y tomar las decisiones pertinentes, y no que cualquier hijo de vecino se pronuncie sobre el futuro de los planes macroeconómicos de desarrollo. (Bajo la misma premisa, John S. Mill hablaba del voto censatario no como resultado de la propiedad que poseía un individuo, sino al grado de educación que tenía. Así, para votar uno tendría que hacer un examen y demostrar que es un ciudadano suficientemente preparado para votar).
En México he escuchado argumentos como el siguiente. "¿Porqué mi voto por el PRD, el voto de un estudiante universitario preparado y consciente, debe valer lo mismo que el voto de un pobre obrero tapatío que desde el púlpito fue arrastrado por un pinche cura a votar por el PAN?" Las variantes de tales argumentos son infinitas, pero es importante notar que hay un sentimiento compartido de que la democracia no debe funcionar como cosa de iguales. Uno puede discutir durante horas la importancia de que todos los ciudadanos voten en referendums y demás para tomar decisiones tales como la privatización de PEMEX, la nueva ley de extensión de dominio, las medidas para combatir al narco... Muchos coincidirán en que eso no es competencia del total de la ciudadanía sino de unos pocos que fueron elegidos por ésta y que hoy están en la cima del poder.
¿Es justo? ¿Es eficiente? Es imposible responder con sobriedad a ambas preguntas. No es justo porque entonces no es democrático, pero sí es justo para evitar que asesinos, criminales y narcos decidan qué hacer para combatir... al narco. Es eficiente en la medida en los políticos se toman en serio su trabajo de representantes y toman las decisiones que consideran pertinentes. No es eficiente cuado pensamos en el zoológico que es nuestro congreso y en la imbecilidad de nuestros políticos.
Bueno, quizá divagué más de lo que respondí al primer cuestionamiento. En el fondo, lo que quiero decir es que no debemos idealizar a la democracia contemporánea como el gobierno de las mayorías o como el gobierno del pueblo para el pueblo. Los liberales argumentan que las responsabilidades de la democracia terminan en el plano electoral y en la libertad de expresión, y que lo demás le toca resolverlo al mercado. Yo estoy profundamente en contra de eso: para mí la democracia es completamente inútil si no funciona como sistema político, social y económico que realmente destruya las desigualdades socioeconómicas y deje fuera de todo esto al maldito libre mercado. Evidentemente, la etrna pregunta es qué entendemos y qué esperamos de la democracia. La respuesta varía según cada individuo. Lo básico es que ningún sistema político actual que se diga democrático es un gobierno del total de la ciudadanía (y muchas veces no lo es siquiera de la mayoría). Esto es, hay una enorme contradicción entre el discurso democrático actual y su práctica. Esa contradicción se salva cuando la democracia cambia de significado.
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