De pronto recordé la conversación de anoche con los amigos. El tema que concentró nuestra atención fue, naturalmente, la epidemia de influenza porcina que se abalanzó sobre la ciudad. No pudo haber sido de otro modo. Supuse que el sueño, que seguramente no recordaba bien, había tenido relación con esta fatal enfermedad.
Despejé mi mente bebiendo agua del lavabo. Me enjuagué la cara. No pude evitar verme en el espejo. Todo seguía igual. Me duché y bajé a desayunar. Al hacerme falta algo decidí salir al mercado a comprar víveres.
Dos horas después veía en la televisión un boletín especial acerca de la nueva epidemia. El reportero, bañado en sudor y con una incómoda sonrisa comprometedora, decía que la situación había sobrepasado las medidas impuestas por el gobierno. Cientos de infectados de influenza se arremolinaban frente a los mayores hospitales de la ciudad reclamando medicinas, vacunas y tratamiento. "Hipocondríacos", me dije. "¿Cómo es posible? Apenas ayer eran unos sesenta muertos, la cosa no puede haber empeorado así".
No bien terminaba de pensar en ello qu el reportero anunció una cifra irreal: 671 muertos durante la noche y las primeras horas de la mañana, tres cuartas partes en la Ciudad. "Vaya". "Esto se pone emocionante". No pude evitar el cinismo.
Salí. Quería ver ese caos social que precede a las crisis colectivas, a la paranoia común. Pocos carros circulaban por las calles, casi todos a gran velocidad. Los peatones evitaban cruzarse con otros, caminando por las calles y sorteando a los demás caminantes. Una mujer casi choca contra un joven. De inmediato discutieron "¡fíjese!, ¡qué tal si me infecta!", "¿Y cómo va a ser si apenas he salido de casa? El virus no lo tengo yo".
Disfruté el momento. Caminé por la avenida sin cuidado de otros transeuntes. Los provocaba y reía en mi interior cuando, presurosos, me evitaban y, en cuanto los dejaba atrás, me volteaban a ver susurrando peladeces. No traía cubre bocas y respiraba a grandes bocandas.
Entré al metro: "CERRADO POR CONTINGENCIA". Una ambulancia pasó velozmente y frenó en seco ante otra que, cruzando la calle, no se había percatado. Casi discuten los dos choferes, pero el sentido del deber, ese que les permite salvar las vidas que cuelgan de los hilos más trágicos, les permitió zanjar la disputa e irse cada uno de su lado.
Me acerqué a un centro comercial del que, obviamente, no se veía rastro de actividad humana. Un par de individuos intentaban forzar una puerta. De pronto, un señor sin tapabocas cayó de rodillas en la acera contraria. Una mujer se detuvo y preguntó si todo estaba bien, si quería una ambulancia. No fue necesaria, él fue la primera víctima in situ. Despavorida, la mujer corrió y abandonó el cuerpo del hombre, frio, inmóvil y contagiado. Una patrulla se acercó, hizo un par de llamadas y acordonó la cuadra.
Tres días han pasado. No sé en qué momento se radicalizó la situación, pero hoy esto es un caos. Los supermercados fueron asaltados por hordas de compradores compulsivos. Cada quien salía con reservas suficientes para aguantar tres semanas en casa. Vacías las tiendas, pronto la gente dejó de tener razón alguna para salir de casa. El transporte vial, caótico los primeros días sin metro, era hoy una tranquila visión de primero de enero, excepto en las vialidades que comunicaban a la ciudad con el exterior del país. Sin embargo, las casetas eran casi imposibles de cruzar, ningún estado de la República quería recibir a los posibles contagiados.
Pocos eran los temerarios que afrontaban al contaminado aire. La televisión mostraba cifras imposibles: 56,501 muertos y cuatro veces más infectados. La ciudad comenzaba a mostrar esa horrible visión de escenario de guerra. Algunos indigentes yacían muertos en las calles. Los hospitales, rebozantes, habían cerrado sus puertas y se limitaban a tratar los casos de aquellos enfermos afortunados que llegaron a tiempo. La policía y el ejército, con máscaras de lo más sofisticado, resguardaban las cercanías de hospitales y edificios públicos de las violentas hordas.
Alguien notó que era el momento ideal para saquear tiendas distintas a las que vendían alimentos. La violencia se confundía con la desesperación y el miedo. Aquellos resignados se quedaban en casa a escuchar las poco alentadoras noticias. Los más despreocupados se reunían entre sí. Fue mi caso. Era inútil vivir aislado y con temor. Los amigos seguíamos reuniéndonos y discutíamos la situación. Algunos volvíamos a la escuela para encontrarnos ahí. Era todo tan sencillo. Los pocos automobilistas aprovechaban la tranquilidad. Los periódicos dejaron de publicarse y toda actividad regulable era cancelada. Habían pasado dos semanas y más de 450 mil muertos.
Disfruté el momento. Caminé por la avenida sin cuidado de otros transeuntes. Los provocaba y reía en mi interior cuando, presurosos, me evitaban y, en cuanto los dejaba atrás, me volteaban a ver susurrando peladeces. No traía cubre bocas y respiraba a grandes bocandas.
Entré al metro: "CERRADO POR CONTINGENCIA". Una ambulancia pasó velozmente y frenó en seco ante otra que, cruzando la calle, no se había percatado. Casi discuten los dos choferes, pero el sentido del deber, ese que les permite salvar las vidas que cuelgan de los hilos más trágicos, les permitió zanjar la disputa e irse cada uno de su lado.
Me acerqué a un centro comercial del que, obviamente, no se veía rastro de actividad humana. Un par de individuos intentaban forzar una puerta. De pronto, un señor sin tapabocas cayó de rodillas en la acera contraria. Una mujer se detuvo y preguntó si todo estaba bien, si quería una ambulancia. No fue necesaria, él fue la primera víctima in situ. Despavorida, la mujer corrió y abandonó el cuerpo del hombre, frio, inmóvil y contagiado. Una patrulla se acercó, hizo un par de llamadas y acordonó la cuadra.
Tres días han pasado. No sé en qué momento se radicalizó la situación, pero hoy esto es un caos. Los supermercados fueron asaltados por hordas de compradores compulsivos. Cada quien salía con reservas suficientes para aguantar tres semanas en casa. Vacías las tiendas, pronto la gente dejó de tener razón alguna para salir de casa. El transporte vial, caótico los primeros días sin metro, era hoy una tranquila visión de primero de enero, excepto en las vialidades que comunicaban a la ciudad con el exterior del país. Sin embargo, las casetas eran casi imposibles de cruzar, ningún estado de la República quería recibir a los posibles contagiados.
Pocos eran los temerarios que afrontaban al contaminado aire. La televisión mostraba cifras imposibles: 56,501 muertos y cuatro veces más infectados. La ciudad comenzaba a mostrar esa horrible visión de escenario de guerra. Algunos indigentes yacían muertos en las calles. Los hospitales, rebozantes, habían cerrado sus puertas y se limitaban a tratar los casos de aquellos enfermos afortunados que llegaron a tiempo. La policía y el ejército, con máscaras de lo más sofisticado, resguardaban las cercanías de hospitales y edificios públicos de las violentas hordas.
Alguien notó que era el momento ideal para saquear tiendas distintas a las que vendían alimentos. La violencia se confundía con la desesperación y el miedo. Aquellos resignados se quedaban en casa a escuchar las poco alentadoras noticias. Los más despreocupados se reunían entre sí. Fue mi caso. Era inútil vivir aislado y con temor. Los amigos seguíamos reuniéndonos y discutíamos la situación. Algunos volvíamos a la escuela para encontrarnos ahí. Era todo tan sencillo. Los pocos automobilistas aprovechaban la tranquilidad. Los periódicos dejaron de publicarse y toda actividad regulable era cancelada. Habían pasado dos semanas y más de 450 mil muertos.
3 comentarios:
Ah qué mi estimado Marxias tan cínico. El relato es estupendo, en verdad es excelente, tipo Ensayo sobre la ceguera, pero ojalá que todo esto quedé también en la mera ficción. Tengo una conocida hospitalizada por influenza, así que más vale la prudencia y ¿por qué no? la madurez. Cuídate chavo. Un abrazo.
Uorales, no sabía que este estilo de escritura también podía salir de tí amigo.
Imagino que de alguna manera el fenómeno de la influenza está afectando lo suficiente como para sacar a la luz nuevas capacidades en las personas... es por eso que los mutantes apareceraaán! y... Demonios, ya estoy divagando yo también.
Cuídese y un saludo
P.D. (Quiero ver la película de Wolverine)
Chale, por andar de ocioso en internet me acabo de enterar que Max Weber murió debido a la influenza española en 1920. Por más estúpida que sea la pregunta no pude evitarla: ¿Habrá alguna gran figura que muera por la gripe porcina?
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