"El mundo se paralizará durante un mes"; "medio planeta respirará fútbol"; "el deporte rey regresa, como cada cuatro años, para embriagarnos con toda la pasión y adrenalina".
¿Cuántas frases vacías, aberrantes y desprovistas de toda lógica y sentido común hemos escuchado y leído durante décadas? ¿Por qué insisten en humillar a los apasionados de fútbol con disparates así? La última vez que revisé, mis amigos fanáticos de fútbol no eran fanáticos de fútbol que casualmente se convertían en otra cosa; eran personas del todo comunes que tangencialmente son apasionados de fútbol. Es decir, se trata de gente que no necesita de ningún aparato mediático de proporciones hercúleas para gozarse una Copa del Mundo. Somos personas completamente cuerdas que nos dedicamos a las cosas más variopintas todo el año, incluso durante el Mundial, y que damos un tiempo extra para seguirlo con interés, pero nada más.
Pongo la mano en el fuego por los cientos de millones de futboleros que siguen este deporte no porque se los sugiere el Kraken mediático, sino porque les gusta y punto. ¿O acaso es tan difícil de creer? Es incluso un insulto y una burla a la racionalidad pública sugerir, con estruendo y platillo, que los políticos mexicanos, en su interminable hijez de puta, han decidido discutir pedazos de ley fundamentales precisamente durante los juegos de México durante el Mundial con el objetivo de aprovechar la distracción y embrutecimiento colectivo, y así evitar potenciales movilizaciones, periodicazos, disturbios callejeros y cuanta amenaza a su proyecto político pueda haber por parte del aguerrido pero apendejado pueblo mexicano.
Y por eso ni me interesa emprender este viaje en esa dirección. Es como pelearse a ciegas con los gigantes conspiracionistas que llenan la opinología mexicana con fantásticos complots (cortinas de humo, siempre las malditas cortinas de humo), apoyando con sus disparates el mismo proceso de descomplejización que tanto ayuda a los intereses de las clases dominantes. Porque si el debate público se descomplejiza, tanto mejor para quienes tienen las riendas: se agranda el vacío entre el pueblo llano, de todos modos incapaz de comprender los difíciles procesos políticos, económicos y sociales, y la pequeña pero poderosa élite, representada como la única capaz de comprender lo que pasa.
¿Y qué tiene que ver todo eso con el Mundial?
Poco, pero lo poco que tiene que ver, es que a los seguidores del fútbol nos consideran, siempre, como idiotas faltos de una buena dosis de televisión y publicidad. Y que todo eso alimenta la gran rueda capitalista. Por eso es relevante lo que sigue sobre Brasil.
Veloces apuntes sobre una Copa del Mundo que favorece la Financializacón Indiscriminada de Fantasías Arrebatadas (FIFA).
“Para ser congruentes con la realidad del país, la Copa del Mundo en Brasil debería jugarse en las favelas, no en los estadios de 8mil millones de Reais”.
Cabe la posibilidad que esta cita sea de hecho cierta, sólo que yo no la he encontrado todavía por ninguna parte. No me extrañaría, sin embargo, que fuese un reclamo generalizado (aceptando, claro está, que la idealización de las favelas es exagerada, y que en su lugar podría hablarse simplemente de campos urbanos de fútbol, cualesquiera que sean sus condiciones -hasta podrían tener pasto y luces).
Pongámoslo en claro. Tal reclamo sería ligeramente anacrónico, y no porque ésa no sea en efecto la realidad brasileña, sino porque, simplemente, ninguno de los escenarios usados para Copas del Mundo en los últimos 84 años ha reflejado la verdadera realidad del país anfitrión. Algunos países más y otros menos, dirán algunos. Cierto pero irrelevante. El punto no es si la Copa del Mundo debe costar menos y si ese dinero deba ir a otros rubros (al final de cuentas, el gasto público brasileño para el Mundial de 2010 a la fecha[8 mil millones de Reais], equivale a 1% del gasto hecho en salud y educación durante el mismo periodo [825 mil millones de Reais]; no es ese 1% extra lo que transformará radicalmente la situación). El punto tampoco es uno de paridad intercontinental, o como quieran llamarle al principio de rotación de mundiales entre continentes (falta Oceanía, por cierto. Aussies, estén atentos a la posible pero improbable revocación de Qatar como organizador).
Tampoco es, como sugieren los realistas autodefinidos, un punto acerca de la inutilidad de permitir a países no tan ricos organizar un evento de tal calibre. No creo que Rusia esté en mejores condiciones socioeconómicas que Brasil, y sin embargo nadie ha dicho nada sobre 2018 (excepto, claro, que Rusia es menos desigual, y que quizá el embrutecimiento político colectivo que permite a Putin reelegirse ad nauseam atemperará los ánimos oposicionistas). México era más pobre en 1970 y en 1986 que el Brasil de ahora, y aparentemente nadie estaba en contra del Mundial (o quizá la amnesia colectiva sea eficaz en esta cosa y ahora a nadie le convenga recordar si en México había oposición mundialera). Cierto: hace 30 o 45 años organizar una Copa del Mundo no costaba lo mismo. Pero las implicaciones son similares en cualquier caso.
Como en los exámenes de la UNAM, no creo que la respuesta sea alguna de las anteriores (ni las tantas hipótesis más que corretean por la triple dobleú).
Creo que debamos explorar por otros senderos. Fundamentalmente, hay una racionalidad detrás de todo esto que parece escapar a la abrumadora mayoría de opinólogos. Hay un imperativo de generación y acumulación de riqueza que se traduce en todos los bodrios políticos a los que estamos asistiendo (incluyendo, insisto, lo que pudiera pasar con Qatar 22). Esa acumulación de riqueza es, casi por definición, sinónimo de concentración, y cuando es así, suele ser resultado de desposesión. No digo que haya individuos brasileños que hayan perdido “algo” material (una casa, tierra, un negocio) para efectos del Mundial (aunque algo de expropiación seguro que hubo); digo que las dinámicas económicas básicas para prepararse a un Mundial, desde la construcción de estadios hasta la parafernalia publicitaria, descansan sobre la explotación del trabajo y la extracción y acumulación de la plusvalía que éste produce, la exageración de las desigualdades socioeconómicas y el enriquecimiento de un puñado de emprendedores, contratistas e inversionistas (aka burgueses), pagadores de impuestos o no.
Es un lugar común decir que el fútbol es negocio, y que los Mundiales son el jackpot de algunos. Lo que es menos común es encontrarse con explicaciones lógicas de por qué es así. Siento que se tiende a simplificar la respuesta, sobre todo aduciendo que se trata de un evento de magnitudes épicas que necesita de toda una red de logística e infraestructura para ser exitoso. Eso es cierto, pero no por ser complejo o masivo debe necesariamente ser una mina de oro para una minoría, y un pein in di as para los muchos. En ese sentido, claro que es cierto que los Mundiales cuestan mucho, pero no porque valgan mucho, al menos no en términos de su valor de uso. No es necesario construir estadios de punta con reglamentaciones de tecnología, higiene y confort más exageradas que los de una base espacial; tampoco es necesario gastar millones en publicidad (¿quién carajos no sabe que hay Mundial, contra quién juega su equipo o si lo pasan en el Cinco? ¿Lo demás es superfluo, y si realmente interesa, es fácil enterarse); y definitivamente es inútil gastar tantos millones en estratosféricos sueldos para una burocracia futbolera que, desde Ginebra, parece controlar las pasiones, calendarios y presupuestos de media humanidad.
Pero no es sólo por el precio final: es por la cosificación del fútbol, las playeras de mil pesos, los sueldos estelares, la despopularización del deporte como punto de encuentro (intenten pagar un boleto en algún estadio inglés y entiendan por qué “súbita e inesperadamente” ya no hay hooligans) y la cotización en bolsa de los equipos y jugadores como si fueran hedge funds (¿o ya lo son?). La cosificación del fútbol no es simplemente la avalancha de mercancías relacionadas al Mundial; es la manera en la que el deporte, y lo que le rodea, se ha insertado fabulosamente en las relaciones sociales de producción y consumo capitalistas. Y por eso no basta con sugerir con la tibieza de siempre que el fútbol podría volver a ser lo que fue una vez, es decir, no un negocio millonario. Esa es una ilusión reformista del mismo tamaño que pretender que dejar de consumir en Starbucks resolverá los problemas de millones de campesinos explotados.
Por lo tanto, no es cierto que un Mundial sólo trae problemas al país que lo organiza. Depende desde qué perspectiva se mira. Pero lo importante es ser capaces de ver al menos dos cosas. 1) Que las cosas que estamos viendo hoy en Brasil no reflejan la manera en que se preparó este país para el Mundial, sino lo que significa el fútbol en la economía global hoy día. Y entenderlo es crucial para saber que, 2) las dinámicas económicas del capitalismo futbolero son exactamente las mismas que las de cualquier otro sector de la economía capitalista, y por lo tanto no nos desharemos de unas sin eliminar también las otras. Así como no existe un capitalismo humano, ya no existirá un fútbol de dimensiones mundiales con rostro humano, con ese carácter de fraternidad y colectividad que tiene, todavía, en micro espacios a lo largo y ancho del planeta.
2 comentarios:
Hola. Tus conclusiones son sensatas. Lo que vemos en Brasil no es una anomalía. Pero si hay algo en Brasil que lo distingue de otros países anfitriones en eventos similares. El descontento de mucha gente al ver como se usan recursos públicos. Tal vez este uso no es peor que en otros eventos, pero el descontento si es notable.
Así es, Benjamín. El descontento no sólo es notable, sino que es fuerte y masivo. Eso, hasta ahora, ha sido característico de Brasil. Sin embargo, mi punto no es sobre la intensidad del desconento (y claro que no intento menospreciarla), sino sobre el hecho de que el enojo contra la FIFA ha servido de escaparate para mil y un enojos, y son ésos los que más importan.
Publicar un comentario