miércoles, 22 de octubre de 2014

Narcoburguesía

La detención de uno de los Beltrán Leyva, el “H”, marca nuevamente un hito en la intrincada y difícil lucha contra el narco. Me gustaría argumentar que no se trata necesariamente –o no únicamente–de una victoria más que algún funcionario federal pueda convertir en medalla para su solapa, si bien ése es precisamente el significado que se le da siempre desde las altas cornizas del poder político del Estado. Creo que algo muy revelador, que conecta con argumentos que muchos especialistas han estado diciendo desde hace años pero los medios convencionales suelen ignorar, es el vínculo directo que existe entre la élite del narcotráfico y la élite económica “legal” del país. Un puente entre ambas es el ahora infame Germán Goyeneche, quien siempre fue un “reconocido empresario queretano” y cuyo vínculo con las mafias más violentas del país tanto sorprende a las clases bien y a sus panfletos comunicativos.

Nada nuevo bajo el sol. La narrativa clásica acerca del narcotráfico insiste en que los grandes capos “infiltran” la economía “legal”. Se visten de traje y corrompen las dinámicas de los honrrados empresarios mexicanos. Habría, si seguimos este argumento, una diferencia clara entre la riqueza que han amasado los capos a través de asesinatos, sangre y sufrimiento, y el capital acumulado por los empresarios bien gracias al sudor de sus frentes, el esfuerzo de su visionaria perspectiva económica y los resultados de una atinada red de contactos. Por eso, cuando aparecen individuos-puente entre ambos mundos opuestos, éstos son considerados simples “errores del sistema”, individuos de una gran bajeza moral que engañaron a sus pares en el mundo de los negocios honestos y se dejaron seducir por el canto de las sirenas criminales.

Habrá algo de cierto en ello. Pero esa narrativa ha ignorado sistemáticamente una serie de análisis, tanto teóricos como prácticos que, con toda la autoridad profesional posible, llevan años sugiriendo cosas totalmente distintas. Se trata ahora de defendere ad nauseam la idea de que no hay tal diferencia entre ambas élites: en todo caso, habría una diferencia de grado, pero jamás de fondo. Parafraseando a Les Luthiers, las élites del narcotráfico se han servido de delitos, explotación, extorsión y abuso de poder para afianzar su riqueza y posición, mientras que las élites de la economía formal han consolidado su fortuna a través de… caray, ¡qué coincidencia!

La historia del capitalismo es multicolor y compleja. Al lado de ingenuos y quizá honestos emprendedores, conviven truhanes y farsantes de la más baja especie. La acumulación de capital en manos de grandes empresarios de renombre es, en 70% de los casos diría yo, el resultado de una larga historia de explotación, abuso, corrupción política, extorsión y, seguramente, violencia (en el 30% restante se trataría de lo mismo, sólo que sin la violencia directa y quizá sin corrupción). Los grandes empresarios enriquecidos gracias a guerras intestinas, conflictos armados de todo tipo, prohibiciones y redes de tráfico ilegal (armas, prostitución, lo que ustedes quieran), lavaron sus apellidos gracias a hijos que se inscribieron a Harvard, consiguieron un fascinante puesto en algún bufette de abogados o algún grupo directivo de alguna otra empresa, invirtieron en la bolsa, compraron propiedades y se dedican, ahora, a hacer negocios “de manera limpia”. E incluso los empresarios que no tienen pedigree abiertamente criminal son absurdamente ricos porque los engranes del capitalismo giran en su favor: explotación del trabajo, apropriación de la plusvalía y acumulación de capital.

La brutal violencia y el descaro desmesurado con los cuales los narcotraficantes de hoy obtienen y acumulan su riqueza se debe a una mezcla de condiciones estructurales, limitantes legales y conjuntos de valores socio-culturales que los ponen en una u otra posición (des)favorable. Pero, en escencia, las dinámicas de acumulación y los objetivos económicos de las élites del narcotráfico no difieren de las expectativas y los objetivos que las élites capitalistas se han propuesto durante siglos. Para muchos “empresarios bien” las cosas pintan ahora de manera positiva, a tal punto que ya no es necesario ser abiertamente cínico y decir que el fin justifica los medios. Pero para los predecesores de esos empresarios bien, así como para los narcos de hoy, esa máxima moral no se discute siquiera. Unos matan y trafican droga; otros mueven sus capitales hacia paraísos fiscales, evaden impuestos, cabildean por reformas neoliberales del trabajo, de hacienda, y destruyen a la competencia y al trabajo organizado con actitudes ilegales o, cuando ya cambiaron las lesyes a su gusto, inmorales. Hay, insisto, una diferencia de grado.

Ahora bien, no se trata de justificar las dinámicas de un grupo u otro pues ambas son deplorables. Se trata únicamente de reconocer que el narcotráfico, igual que cualquier otro tráfico ilegal, juega con las mismas reglas estructurales del capitalismo con las que juegan otros sectores de la economía “formal”. No significa que juegen (o que debieran dejar de jugar, más bien) con las mismas reglas legales e institucionales. Por supuesto que defiendo una legislación progresista que prohiba y castigue severamente la trata de personas o el tráfico de armas. Pero no me hago ilusiones respeceto de un modelo económico y de sociedad que por un lado se comprometa a perseguir la trata de personas y el narcotráfico, pero que por el otro cierre olímpicamente los ojos ante la rapacidad intrínseca con la que las élites de la burguesía acumulan riquezas a costa del trabajo de las mayorías. Y peor: no sólo cierra los ojos, sino que incluso favorece y premia tal conjunto de relaciones sociales como la cosa más eficaz y hasta justa.

En todo caso, la proximidad del naroctráfico con los grupos empresariales “legales” es un tema que debe ser estudiado con mucha mayor precisión. No sólo desde el punto de vista de las articulaciones o pivotes (individuos-puente, como Goyeneche), sino desde la perspectiva de las dinámicas estructurales de acuerdo a las cuáles operan todos los grupos cuyo objetivo último es la maximización de sus ganancias y la acumulación de capital para los fines que sea.  También hay espacio para un argumento acerca del comportamiento de esta ‘narcoburguesía’, de las relaciones sociales que construye y de la manera en la que éstas se asemejan o se distancian de los viejos patronalismos y clientelismos del capitalismo mexicano. No es extraño que un tradicionalista capo de la drogra haya construido su reputación con base en escuelas y hospitales apadrinados y financiados por él. Curiosamente, lo mismo ocurre con Teletones, becas Santander y cualquier otro ejemplo de “capitalismo responsable” con el que nos crucemos. Unos lavan dinero; otros eluden impuestos. Al final de cuentas, la filantropía es moneda de cambio para comprar conciencias, pero también un componente importante de este capitalismo global. Por otro lado, y como argumentaba The Observer recientemente en el Reino Unido, los nuevos cárteles y mini cárteles mexicanos (empezando por los Zetas y siguiendo hoy con los Guerreros Unidos) se ven obligados a recurrir a métodos de lo más sanguinarios en un mercado totalmente liberalizado, descontrolado e incierto. Suceden cosas similares con los hedge funds en las bolsas del mundo entero, con los combates subterráneos de las grandes cadenas de supermercados, con las guerras intestinas de las compañías de seguros… No hay decapitados, pero hay, sin duda, una manera mucho más violenta de hacer negocios que bajo las viejas cobijas del capitalismo paternalista de los años 70s. Y con las condiciones económicas cambian también las actitudes y las percepciones sociales.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Apuntes sobre las cosas en Ucrania y un par de disparates más

Dicen que en Ucrania se juega un viejo escenario de la Guerra Fría. Que la continuidad entre Iván el Terrible, la Zarina Catalina y Vladimir Putin es clarísima. Que la dictadura soviética es telonera de los abusos rusos hoy día. El eco de esos análisis vacíos resuena fácilmente, pero son “ahistoricismos”. Y luego dicen que los marxistas somos los trasnochados, los que vivimos de cuentos del pasado, que nos rehusamos a ver el mundo con ojos nuevos.

Orates. Como explicó Žižek en un enredado artículo de junio 2014 –del cual, se los adelanto, tampoco se puede concluir gran cosa más allá de lo siguiente–, no deja de ser fascinantemente irónico que los liberales, demócratas y fascistas ucranianos, unidos en el Maidán, hayan decidido atacar sin pudor todo lo que oliera a leninismo, empezando por las estatuas y acabando, por ahora, con la prohibición de partidos comunistas, los ataques a sindicalistas y a otros sectores de la izquierda. ¡Atacar al leninsmo cuando fue justamente Lenin quien abogó por la total independencia de los pueblos y las naciones si ese era el camino adecuado hacia el socialismo –o simpelemnte hacia el progresismo! Lenin y el leninismo, antes de ser totalmente opacado por el modelo estalinista, fue un gran entusiasta de la extensión de los servicios más básicos y los derechos más fundamentales, que el pueblo ruso conocía por primera vez después de 1917, con especial atención a las regiones más marginadas (esto es, Ucrania). Como buen individuo, Lenin no fue siempre congruente, y está claro que en 1921 cambió momentáneamente de postura decidiendo mantener a Ucrania cerca y seguir construyendo el Estado soviético. Luego se retractó y volvió a su versión comunista de la autodeterminación de los pueblos. En buena medida fueron los ucranianos quienes no quisieron alejarse de la recién nacida URSS y las razones no son cuentos chinos. Era clarísimo que la URSS se perfilaba, poco a poco, como la garante de una relativa autonomía respecto a las intenciones expansionistas de la Polonia de entreguerras y la Hungría post-austríaca que luego sería fascista y rencorosa de sus recortes territoriales. Además, el progresismo y la revolución parecían elementos sensatísimos en un escenario de pobreza y marginación histórica.

Pero esas estatuas destruidas –volviendo al punto– son solamente la expresión del descontento liberal hacia una figura tristemente pisoteada del comunismo soviético. No es eso lo que más impacto tiene ni lo más relevante del conflicto actual. Lo importante aquí es precisamente el discurso ahistórico, que se pretende histórico, acerca de los repetidos patrones entre el imperialismo soviético y las amenazas de hoy día provenientes de Moscú, paralelismo que, si bien no está excento de cierta verdad, insiste en continuar la cacería intelectual en contra del comunismo reduciéndolo, como siempre, a su expresión soviético-estalinista. Para variar, la prensa extranjera ha pintado a Rusia de rojo y le ha puesto gorro con estrella a Putin. Las tropas y los tanques rusos, que parecen del Ejército Rojo, están a las puertas de Ucrania, si no es que ya han “invadido territorio soberano ucraniano”. Acepto que esto puede sonar a paranoia exagerada: nadie en Washington o en Bruselas se preocupa realmente por el comunismo. Pero sí se preocupan por la agitación en las sociedades que observan los estragos del capitalismo en su vida diaria. Y si el escenario ucraniano hoy sirve para desprestigiar tanto a la Rusia putínica y de refilón también a cualquier radicalismo teórico de izquierda, les aseguro que no perderán la oportunidad de dispararle a dos pájaros con un tiro (que no matarlos).

Si de algo no cabe duda es del apoyo de Moscú a los rebeldes separatistas del Este. Ese apoyo, que no se ha limitado a armas ni a respaldo político, sino que incluso muy posiblemente hay tropas, expertos militares y mucho dinero, enfurece todavía más a la OTAN porque ésta ha sido incapaz de proveer el mismo apoyo a Kiev. De otro modo no se explica porqué las tropas azules y amarillas se han visto más de una vez en situaciones militares adversas, rodeados por rebeldes, diezmados en número y desmoralizados. Precisamente porque no están luchando contra un “enemigo invasor”, sino contra sus connacionales que simplemente exigen autonomía, cuando no total independencia (piensen que las provincias del Este ni siquiera eligen a sus propios gobernadores). Están luchando, como en toda guerra civil, contra sus conciudadanos. Esta debilidad del gobierno en Kiev, y el tibio apoyo de la OTAN a pesar de tanta palabrería, explica también el ascenso inconmesurado de los batallones fascistoides y ultranacionalistas que pelean como buenos paramilitares. Svoboda y los demás partidos de ultraderecha tienen a sus tropas en el Este, a veces incluso declarando que seguirán peleando aún si Kiev pacta algo con Moscú o con los separatistas. Hay pruebas claras de que en algunos de esos batallones pelean neonazis de Suecia, Polonia, etc…

… mientras que la otra ultraderecha europea, la que no es fascista sino ultranacionalista, apoya a Rusia. Vaya ironía que los políticos occidentales no logran explicar. ¿Por qué el Frente Nacional francés, los ultras serbios o el patán de Orbán en Hungría apoyan tanto a Putin? Simplemente porque ellos ven con desprecio y desconfianza al proyecto europeo, y a Putin como una garantía de que alguien, al menos, se le opone en serio. 

Así que no hay continuidad con la Guerra Fría, ni siquiera en términos de los balances políticos de fuerzas. Que Putin se oponga a la unión Europea no es una reproducción de las tensiones diplomáticas de los 70s. La izquierda occidental, tanto la tibia socialdemócrata como la un poco más radical izquierda centrista (en términos marxistas), critica fuertemente a Rusia. Los estalinistas europeos son ya una ridícula minoría (y son viejos), y nadie se traga el cuento de que “apoyar al imperialismo Ruso es la única apuesta inteligente en contra del imperialismo occidental”. Niet. La batalla no es una de ideologías reducidas a consideraciones estratégicas y diplomáticas, como básicamente fue la Guerra Fría a la batuta de Moscú y Washington; es claramente una lucha de clases, tanto dentro de Ucrania como en toda Europa, y ni el mercado europeo ni el carisma putinesco ofrece una solución, simplemente porque ambos son prácticamente lo mismo: la continuidad de un modelo económico basado en la acumulación de capital, ya sea a través de los mercados financieros de Londres y Frankfurt, o a través de la corrupción política de los oligarcas ruso-ucranianos. ¿Cuál es la diferencia? De hecho, es interesante notar cómo el apoyo en Europa a Rusia, al menos desde una perspectiva político-teórica, viene desde la ultraderecha, mientras que el apoyo económico viene de todos gobiernos capitalistas (el Parlamento británico no moverá un dedo en serio contra los intereses económicos rusos porque buena parte de la riqueza financiera e inmobiliaria de Londres depende de los oligarcas rusos). La izquierda, que en términos generales no se oponía teóricamente a la Unión Soviética, hoy se opone a Putin. La que parece izquierda que apoya a Rusia hoy es, de hecho, la versión moderna de un cierto “estalinismo liberal” (valga la exageración): una nueva corriente anti-imperialista que no es anti-capitalista y que concentra sus energías en el estéril apoyo a los frentes populares y los nacionalismos izquierdosos con toda la retórica que eso implica, pero sin ningún contenido crítico al capitalismo. Y esa “izquierda” es muy pequeña, más en talla teórica que en número, pero pequeña al fin.

Insisto, ¿qué diferencia hay entonces entre los modelos de sociedad capitalista rusa y europea? Sí la hay, pero no es tan fundamental como la pintan los defensores de la idílica “democracia europea contra el autoritarismo ruso”. Hay una importante diferencia de grado en cuanto al rol que juega el liberalismo como fuerza estrictamente política y social en ambos modelos: por supuesto que, para que florezca un lindo movimiento radical de izquierda, es más propicio un modelo de libertad de prensa, asociación y voto que más o menos existe en Europa occiedental, y que más o menos desaparece en Rusia. Pero no es una diferencia profunda si se piensa que, por ejemplo, todos esos defensores de la fantástica democracia liberal europea se niegan a ver el horrible efecto del ascenso del ultranacionalismo quasi fascista en Ucrania. También se niegan a ver el bárbaro efecto del Capitalismo en la vida de todos los días de millones de desafortunados que no tienen un interesante puesto en aquel reducido nicho de las artes creativas, los sectores financieros, las universidades y las ONGs. Como decía Horkheimer en 1939: “quien no está preparado para criticar al Capitalismo debe permanecer callado ante el fascismo”. Hoy día es igual: quien no está dispuesto a criticar al capitalismo, y por ende a su brazo político que es la democracia liberal (y también la socialdemocracia, no nos quedemos cortos), mejor que no opine demasiado acerca de los ascensos de las ultraderechas que, en el fondo, pregonan el mismo sistema económico.

Vuelvo a Žižek. Por favor, nos ruega, no empecemos a decir que “ambos extremos son iguales” y que comunismo y fascismo (o para el caso izqueirda radical anticapitalista y ultraderecha nacionalista y neoliberal, si es que los términos nos parecen “anticuados”) son dos caras de la misma moneda. Esa ecuación está desbalanceada de inicio. Como modelo económico, el fascismo y la democracia liberal son ambos capitalistas. El comunismo sufre el horrible peso de la historia soviética, y por desgracia para mucha gente deja de ser un sistema de producción y se vuelve una ideología. Pero en cualquier caso es radicalmente opuesto al binomio capitalismo/fascismo. Los que nos piden “no caer en un extremo o el otro” quieren, a final de cuentas, que abracemos el capitalismo en alguna de sus facetas más políticamente liberales, sea la socialdemocracia o el libre mercado desbocado pero que garantiza el matrimonio homosexual y la libertad de prensa.


Ucrania está un poco en esa plataforma. O se lanza de lleno a un modelo de capitalismo europeo o al modelo de capitalismo ruso. Las implicaciones sociales son evidentes si ambos se ven como tipos ideales, pero la realidad opaca tales implicaciones: hoy día es más peligroso para un izquierdista (y todavía más para un marxista) pasearse en las calles de Kiev que en las de Donetsk. Es más peligroso ser sindicalista, socialista, o incluso socialdemócrata en Kiev –donde un batallón de skinheads te puede poner una golpiza impune, la policía te puede fastidiar por ser sindicalista y por manifestarte–, que en Donetsk donde… esperen, donde quizá te caiga una bomba lanzada por el ejército Ucraniano… no. Me retracto, quizá sí sea más peligroso estar en Donetsk. 


Brevísimo excursus

Cuando me refiero al comunismo como ideología sé que no estoy siendo plenamente correcto, pero uso el término para diferenciarlo del comunismo como sistema teórico, social y político de un modo de producción: es decir, un sistema social. La diferencia es importante sobre todo en el contexto histórico actual, porque vivimos en un mundo desbalanceado donde el comunismo es considerado una ideología utópica, cuando no peligrosa, mientras que el capitalismo es visto como la normalidad, o en el mejor de los casos, como un sistema de producción con defectos y con virtudes. 
Esa injusticia (es decir, que no se entienda a ambas cosas como lo mismo: como modos de producción históricos) se debe, en buena medida, al legado soviético de dictadura y violencia en nombre de ideales abstractos. Pero también al éxito del capitalismo en su órbita cultural e ideológica y debemos entender eso en función de la construcción del bloque histórico en el que vivimos (y al que queremos cambiar). 


miércoles, 30 de julio de 2014

Ataques a los 'Pasivos Laborales': de nuevo espadas desenvainadas contra el sindicalismo

El sector privado ha destrozado México de muchos modos. Ya, jóvenes. No me digan que ya estaba destruido, o que por destruir no quedaba mucho, o que no lo hizo solito. Esa discusión nos puede llevar días –aparte de que tendrán razón en algunas cosas. Pero este texto es una opinión con algunas reflexiones. Como sea, el sector privado es una nube de langostas al mejor estilo bíblico-postfaraónico. Una plaga. Tiene efectos variopintos, desde la agudización de las desigualdades hasta la entronización del consumo como pináculo de nuestras miserables vidas individualistas. Sí, también ha creado riqueza en momentos históricos particulares y, en algunas excepciones, ha logrado distribuirla (o por lo menos reducir la pobreza, que no es igual). Ha sido capaz de diseñar nuevas tecnologías y de expandir su uso. Pero la mayoría de las veces, sobre todo desde una perspectiva de justicia social y de progreso, cada arista positiva está empañada por una secuela de explotación, marginación y enriquecimiento de unos pocos a costa del no enriquecimiento de unos muchos. Podríamos crear un calendario de adviento para todo el año (o todo el cuaternario): cada día abriríamos la portezuela que toca y descubriríamos un papelito diciendo “razón 1,516,099: el sector privado apesta porque…”.
Hoy toca una. La manera en que el sector privado mexicano, a través de dinámicas de empleo y de socialización en torno a la propiedad privada de los medios de producción, creó la imagen del individuo que sólo cuenta consigo mismo y que desprecia cualquier institucionalización de la solidaridad social (históricamente lograda a través del Estado). Un ejemplo fantástico es el debate que hoy arrea a unos cuantos en México sobre los pasivos laborales. Corrijo; un ejemplo fantástico es el hecho que éstos se llamen pasivos laborales, y que la gente acepte con tanta tranquilidad la teoría de que son una inaceptable protuberancia de nuestro imperfecto sistema social.
¿Pasivos? Claro. Si al conjunto de pensiones, prestaciones, seguros médicos, garantías laborales y demás beneficios que han costado décadas de lucha sindical y obrera lo llamamos, ahora, un pasivo, inmediatamente le quitamos algo así como 99.96% de su relevancia social y política. Un pasivo suena a algo que siempre estuvo ahí, que no cambia y que, posiblemente, no sirve para un carajo. Si a un activista lo llamamos criminal, lo desprestigiamos de inmediato. Si a todo esto lo llamamos pasivo, lo estamos echando por el caño. El adjetivo ‘laboral’ no ayuda. La primera imagen que podría venirnos a la mente al escuchar “pasivo laboral” es la de un burócrata obeso e incapaz de hacer cualquier otra cosa que mandarnos a la ventanilla siguiente. “Pasivo laboral” suena a una combinación imposible entre flojera y trabajo, o un empleo que consiste en ser pasivo, al contrario de un empleo que necesite de cierta actividad.
Y aquí entran los individuos que –creen que– sólo cuentan con sí mismos. Basta leer a gente como Sergio Sarmiento en Reforma, o echarse las caricaturas de Calderón (caray, qué coincidencia, también en Reforma -y en esta entrada de bló) para comprender que existe un sector significativo de mexicanos que pretende que esos “pasivos laborales” son, a priori, un abuso hecho y derecho. Grandes elefantes, enormes cargas fiscales para los ciudadanos de a pie, y en un descuido hasta paraísos y cornucopias para astutos líderes sindicales. La gente nos dirá que los pasivos laborales, ahora que de pronto “los descubrimos”, son un enorme estorbo. Que nunca debieron existir. Que no sirven para nada excepto fomentar a los vividores del presupuesto. Obviamente, esos mismos son los que se consideran contribuyentes cautivos porque, visto que sus hijos van a escuelas privadas, no usan el metro y quizá rara vez visiten sitios arqueológicos del INAH, sienten que sus impuestos son demasiados y que no sirven para nada.  
Tienen algo de verdad: los contratos colectivos de grandes sindicatos como el de Pemex, el SNTE o la CFE ofrecen ejemplos de prestaciones y beneficios que podrían parecer aberrantes. Es cierto que miles de aviadores han succionado como viles sanguijuelas los fondos de pensiones y las arcas sindicales. No hay mentira si se afirma que, bajo las condiciones actuales, tales riquezas fueron directa o indirectamente extirpadas del contribuyente medio. Sin embargo, estos altos clasemedieros “anti-Estado” erran al pensar que tales beneficios laborales son aberrantes en relación a las prestaciones que sus abusivos empleadores privados les ofrecen a ellos. La realidad es que son aberrantes en comparación con lo que la mayoría de los mexicanos puede gozar (y la mayoría de estos mexicanos trabaja para el sector privado o para el sector informal, que en términos prácticos y teóricos es un sector privado todavía más ojete y explotador que el privado “formal”). En un contexto tantito más justo y parejo, las condiciones que los contratos colectivos garantizan a sus signatarios serían tan sólo normales comparadas con el resto del país, incluido el tacaño sector privado. Claramente, México no es aquel contexto más justo y parejo.
Esta gente, que si pudiese abriría una sucursal del Tea Party en el país, tiene otro punto veraz: la corrupción que rodea todo esto. El abuso de poder, las ojetísimas malversaciones y un largo etcétera. El enorme problema es que, curiosamente, no se preguntan por qué ocurre u ocurrió todo eso. El hecho de que los consideren “pasivos” refleja justo eso, que para esta gente los fondos de pensiones nacieron así: corruptos y abusivos. Ni les pasa por la mente pensar en lo que implicó en términos de luchas sindicales (sindicatos que ellos, naturalmente, desprecian); no piensan en absoluto en las implicaciones positivas que aquella lucha sindical ha tenida para sus asfixiadas prestaciones laborales en el sector privado. Las leyes laborales que bien o mal aplican también para el sector privado no son resultado de graciosas concesiones de nuestras caritativas élites, sino el fruto de un buen número de plantones, marchas, huelgas (que, igual que a los sindicatos, esta gente desprecia) y demás movilizaciones con contenido de clase. Y, de alguna manera u otra, eso ha permeado. Aun así, parece que no es bueno. ¿Vacaciones? ¿Para qué, para parecernos a Francia? No, mi buen: fíjate en el gabacho, ahí descansan 7 días al año, por eso son potencia. ¿Educación pública? ¿Ésa en donde todos los profes son aviadores y ratas oaxaqueñas? Paso. ¿Salud gratis? Ni que fuéramos Cuba.
Porque así es, estimados. Los “pasivos laborales” han costado esfuerzo y lucha política. Las razones por las cuales muchos de ellos son, en efecto, una carga para el contribuyente y una pesadilla para los tecnócratas, están, de hecho, ligadas a las mismitas dinámicas socio-económicas que caracterizan las relaciones sociales en el sector privado. Las estrategias de acumulación aplicadas por las ratas sindicales para embolsarse millones de pesos no son muy distintas a las que han aplicado banqueros y empresarios en contextos diversos. Privatizar los fondos de un individuo, sea a través de un sindicato charro o de un banco, es eso: privatizar. La desigualdad creada entre un puñado de privilegiados trabajadores del petróleo y una masa de pequeños burócratas, profesores rurales y enfermeras del Seguro es la misma que existe entre los afortunados mandos de confianza de las grandes empresas y las masas de empleados aplastados y explotados en las compañías privadas, del tamaño que sean.
Por otro lado, y reconociendo y criticando profundamente la mediocridad y la corrupción en los liderazgos de estos sindicatos, debe quedarnos claro que los “pasivos laborales” de los que ahora se habla son, de hecho, los únicos que todavía existen más o menos en su forma original (PEMEX, CFE, etc). La abrumadora mayoría de los mexicanos perdió gran parte de sus privilegios (si los tenía) entre 1982 y 2007-8, cuando el gobierno de Calderón impulsó la reforma de pensiones del IMSS (una reforma privatizadora, claro está), o cuando LyFC fue desmantelada. ¿Posible conclusión? Me gustaría decir que los sindicatos más combativos son aquellos que conservan una serie de privilegios más o menos estable. Tristemente, la verdad es que, históricamente, los sindicatos mexicanos más combativos han sido pisoteados por el Estado y el sector privado, y son los más acomodaticios, más charros y más corruptos los que han mantenido estos privilegios para sus trabajadores. Es un tristísimo escenario para la lucha trabajadora de hoy, pero no es un tristísimo origen de los “pasivos laborales”.
El punto es que ninguna crítica a los “pasivos laborales” es válida si no se explica el proceso histórico que les dio origen y, sobre todo, si no se deja muy claro que la alternativa a ellos, según como la presentan las élites de hoy, es la privatización formal de los fondos. Éste sería un proceso que probaría el punto de los marxistas: la tarea del Estado y los intereses de la élite son lo mismo: mantener aceitada la maquinaria que garantiza la acumulación de capital a costa del trabajo de las mayorías. Mientras nuestros queridos compatriotas que presumen no deberle nada a “papá gobierno” (porque tienen changarro, trabajan para una empresa privada o se dedican al comercio) se rasgan las vestiduras cuando leen acerca de los “inaceptables beneficios laborales” que existen en el sector público (que no social), nosotros debemos explicarles con paciencia y garrote que se equivocan. Porque su discurso legitima, todavía más, dinámicas de despojo y desigualdad que se entronizan como la panacea del sector privado.   


miércoles, 4 de junio de 2014

Veloces apuntes sobre una Copa del Mundo que favorece la Financializacón Indiscriminada de Fantasías Arrebatadas (FIFA).

"El mundo se paralizará durante un mes"; "medio planeta respirará fútbol"; "el deporte rey regresa, como cada cuatro años, para embriagarnos con toda la pasión y adrenalina".
¿Cuántas frases vacías, aberrantes y desprovistas de toda lógica y sentido común hemos escuchado y leído durante décadas? ¿Por qué insisten en humillar a los apasionados de fútbol con disparates así? La última vez que revisé, mis amigos fanáticos de fútbol no eran fanáticos de fútbol que casualmente se convertían en otra cosa; eran personas del todo comunes que tangencialmente son apasionados de fútbol. Es decir, se trata de gente que no necesita de ningún aparato mediático de proporciones hercúleas para gozarse una Copa del Mundo. Somos personas completamente cuerdas que nos dedicamos a las cosas más variopintas todo el año, incluso durante el Mundial, y que damos un tiempo extra para seguirlo con interés, pero nada más.

Pongo la mano en el fuego por los cientos de millones de futboleros que siguen este deporte no porque se los sugiere el Kraken mediático, sino porque les gusta y punto. ¿O acaso es tan difícil de creer? Es incluso un insulto y una burla a la racionalidad pública sugerir, con estruendo y platillo, que los políticos mexicanos, en su interminable hijez de puta, han decidido discutir pedazos de ley fundamentales precisamente durante los juegos de México durante el Mundial con el objetivo de aprovechar la distracción y embrutecimiento colectivo, y así evitar potenciales movilizaciones, periodicazos, disturbios callejeros y cuanta amenaza a su proyecto político pueda haber por parte del aguerrido pero apendejado pueblo mexicano. 

Y por eso ni me interesa emprender este viaje en esa dirección. Es como pelearse a ciegas con los gigantes conspiracionistas que llenan la opinología mexicana con fantásticos complots (cortinas de humo, siempre las malditas cortinas de humo), apoyando con sus disparates el mismo proceso de descomplejización que tanto ayuda a los intereses de las clases dominantes. Porque si el debate público se descomplejiza, tanto mejor para quienes tienen las riendas: se agranda el vacío entre el pueblo llano, de todos modos incapaz de comprender los difíciles procesos políticos, económicos y sociales, y la pequeña pero poderosa élite, representada como la única capaz de comprender lo que pasa. 

¿Y qué tiene que ver todo eso con el Mundial? 
Poco, pero lo poco que tiene que ver, es que a los seguidores del fútbol nos consideran, siempre, como idiotas faltos de una buena dosis de televisión y publicidad. Y que todo eso alimenta la gran rueda capitalista. Por eso es relevante lo que sigue sobre Brasil.

Veloces apuntes sobre una Copa del Mundo que favorece la Financializacón Indiscriminada de Fantasías Arrebatadas (FIFA). 

“Para ser congruentes con la realidad del país, la Copa del Mundo en Brasil debería jugarse en las favelas, no en los estadios de 8mil millones de Reais”.

Cabe la posibilidad que esta cita sea de hecho cierta, sólo que yo no la he encontrado todavía por ninguna parte. No me extrañaría, sin embargo, que fuese un reclamo generalizado (aceptando, claro está, que la idealización de las favelas es exagerada, y  que en su lugar podría hablarse simplemente de campos urbanos de fútbol, cualesquiera que sean sus condiciones -hasta podrían tener pasto y luces).

Pongámoslo en claro. Tal reclamo sería ligeramente anacrónico, y no porque ésa no sea en efecto la realidad brasileña, sino porque, simplemente, ninguno de los escenarios usados para Copas del Mundo en los últimos 84 años ha reflejado la verdadera realidad del país anfitrión. Algunos países más y otros menos, dirán algunos. Cierto pero irrelevante. El punto no es si la Copa del Mundo debe costar menos y si ese dinero deba ir a otros rubros (al final de cuentas, el gasto público brasileño para el Mundial de 2010 a la fecha[8 mil millones de Reais], equivale a 1% del gasto hecho en salud y educación durante el mismo periodo [825 mil millones de Reais]; no es ese 1% extra lo que transformará radicalmente la situación). El punto tampoco es uno de paridad intercontinental, o como quieran llamarle al principio de rotación de mundiales entre continentes (falta Oceanía, por cierto. Aussies, estén atentos a la posible pero improbable revocación de Qatar como organizador).
Tampoco es, como sugieren los realistas autodefinidos, un punto acerca de la inutilidad de permitir a países no tan ricos organizar un evento de tal calibre. No creo que Rusia esté en mejores condiciones socioeconómicas que Brasil, y sin embargo nadie ha dicho nada sobre 2018 (excepto, claro, que Rusia es menos desigual, y que quizá el embrutecimiento político colectivo que permite a Putin reelegirse ad nauseam atemperará los ánimos oposicionistas). México era más pobre en 1970 y en 1986 que el Brasil de ahora, y aparentemente nadie estaba en contra del Mundial (o quizá la amnesia colectiva sea eficaz en esta cosa y ahora a nadie le convenga recordar si en México había oposición mundialera). Cierto: hace 30 o 45 años organizar una Copa del Mundo no costaba lo mismo. Pero las implicaciones son similares en cualquier caso.

Como en los exámenes de la UNAM, no creo que la respuesta sea alguna de las anteriores (ni las tantas hipótesis más que corretean por la triple dobleú).
Creo que debamos explorar por otros senderos. Fundamentalmente, hay una racionalidad detrás de todo esto que parece escapar a la abrumadora mayoría de opinólogos. Hay un imperativo de generación y acumulación de riqueza que se traduce en todos los bodrios políticos a los que estamos asistiendo (incluyendo, insisto, lo que pudiera pasar con Qatar 22). Esa acumulación de riqueza es, casi por definición, sinónimo de concentración, y cuando es así, suele ser resultado de desposesión. No digo que haya individuos brasileños que hayan perdido “algo” material (una casa, tierra, un negocio) para efectos del Mundial (aunque algo de expropiación seguro que hubo); digo que las dinámicas económicas básicas para prepararse a un Mundial, desde la construcción de estadios hasta la parafernalia publicitaria, descansan sobre la explotación del trabajo y la extracción y acumulación de la plusvalía que éste produce, la exageración de las desigualdades socioeconómicas y el enriquecimiento de un puñado de emprendedores, contratistas e inversionistas (aka burgueses), pagadores de impuestos o no.

Es un lugar común decir que el fútbol es negocio, y que los Mundiales son el jackpot de algunos. Lo que es menos común es encontrarse con explicaciones lógicas de por qué es así. Siento que se tiende a simplificar la respuesta, sobre todo aduciendo que se trata de un evento de magnitudes épicas que necesita de toda una red de logística e infraestructura para ser exitoso. Eso es cierto, pero no por ser complejo o masivo debe necesariamente ser una mina de oro para una minoría, y un pein in di as para los muchos.  En ese sentido, claro que es cierto que los Mundiales cuestan mucho, pero no porque valgan mucho, al menos no en términos de su valor de uso. No es necesario construir estadios de punta con reglamentaciones de tecnología, higiene y confort más exageradas que los de una base espacial; tampoco es necesario gastar millones en publicidad (¿quién carajos no sabe que hay Mundial, contra quién juega su equipo o si lo pasan en el Cinco? ¿Lo demás es superfluo, y si realmente interesa, es fácil enterarse); y definitivamente es inútil gastar tantos millones en estratosféricos sueldos para una burocracia futbolera que, desde Ginebra, parece controlar las pasiones, calendarios y presupuestos de media humanidad.

Pero no es sólo por el precio final: es por la cosificación del fútbol, las playeras de mil pesos, los sueldos estelares, la despopularización del deporte como punto de encuentro (intenten pagar un boleto en algún estadio inglés y entiendan por qué “súbita e inesperadamente” ya no hay hooligans) y la cotización en bolsa de los equipos y jugadores como si fueran hedge funds (¿o ya lo son?). La cosificación del fútbol no es simplemente la avalancha de mercancías relacionadas al Mundial; es la manera en la que el deporte, y lo que le rodea, se ha insertado fabulosamente en las relaciones sociales de producción y consumo capitalistas. Y por eso no basta con sugerir con la tibieza de siempre que el fútbol podría volver a ser lo que fue una vez, es decir, no un negocio millonario. Esa es una ilusión reformista del mismo tamaño que pretender que dejar de consumir en Starbucks resolverá los problemas de millones de campesinos explotados. 
Por lo tanto, no es cierto que un Mundial sólo trae problemas al país que lo organiza. Depende desde qué perspectiva se mira. Pero lo importante es ser capaces de ver al menos dos cosas. 1) Que las cosas que estamos viendo hoy en Brasil no reflejan la manera en que se preparó este país para el Mundial, sino lo que significa el fútbol en la economía global hoy día. Y entenderlo es crucial para saber que, 2) las dinámicas económicas del capitalismo futbolero son exactamente las mismas que las de cualquier otro sector de la economía capitalista, y por lo tanto no nos desharemos de unas sin eliminar también las otras. Así como no existe un capitalismo humano, ya no existirá un fútbol de dimensiones mundiales con rostro humano, con ese carácter de fraternidad y colectividad que tiene, todavía, en micro espacios a lo largo y ancho del planeta.