miércoles, 23 de febrero de 2011

Medio Oriente y América Latina. Algunas comparaciones interesantes y evidentes diferencias.



En la blogósfera, en la ciberestratósfera y, sobre todo, en la twittósfera (todos ellos ejemplos de una falacia grande como el mundo que ellos mismos han inventado: el ciberactivismo o activismo 2.0), se habló mucho, durante las últimas semanas, de cómo lo sucedido en Túnez y en Egipto podría repetirse en México. Es decir, de cómo las protestas “organizadas por internet” y difundidas mediante twitter y facebook tenían la capacidad de derrocar gobiernos enquistados, corruptos, asesinos y empobrecedores. El argumento seguía así. México, con 27% de su población con acceso a internet (cifra que aumenta entre los jóvenes), podía efectivamente convertirse en el nuevo polvorín social que concentrara los reflectores de los medios mundiales. ¿Seguros? Que yo sepa los gobiernos del Medio Oriente no están cayendo a twitazos enviados cómodamente desde un sillón en el calor del hogar o la comodidad de la oficina. Según yo, 365 egipcios, más de 300 libios y decenas de otros árabes murieron o están muriendo sobre las baldosas, aventando piedras y recibiendo tiros. Según yo, 1,500 egipcios fueron apresados. En México ni siquiera han empezado esas manifestaciones; todavía es más improbable que, de haberlas, éstas siguieran si se enfrentaran con tales niveles de represión.

Pero vamos a lo que nos ocupa. Algunos paralelismos pueden trazarse (y algunas divergencias deben evidenciarse) entre el Medio Oriente y América Latina. Empecemos por lo generalizable.


Ambas regiones desfilan, desde los años ochenta, por el matadero financiero y fiscal que significa someterse a un plan de reajuste estructural de los altos mandos de la economía mundial, el FMI y el BM. Sus consecuencias, terribles e injustas para muchos, provechosas y benévolas según unos pocos, han marcado los posteriores cambios económicos de cada país. Mientras México, Chile y Colombia abrazaban ciegamente la fe del libre mercado, privatizaban y vendían lo público, Egipto, Líbano y Jordania desmantelaban empresas paraestatales, acogían las especulaciones financieras de Europa y Asia y limitaban drásticamente la provisión de servicios públicos por parte del Estado. Sólo aquellos países que, ya fuera por un firme mando ideológico o por sus grandes riquezas petroleras, pudieron mantener esquemas de redistribución nacional, lograron esquivar el capitalismo financiero para profundizar el capitalismo de Estado (Libia, Venezuela y, en mucha menor medida, Ecuador). Algunos países decidieron (simplemente porque podían) combinar esquemas. Así, las monarquías del Golfo Pérsico viven cómodamente postradas sobre sus inmensas reservas de crudo, reparten significativos beneficios y servicios públicos a su población y acogen, en paralelo, los grandes capitales del mundo de la finanza sin tasarlos casi nada (en los Emiratos Árabes Unidos, por ejemplo, el equivalente al IETU mexicano es de 1,5%; en Arabia Saudita no existe el IVA).




En los países árabes, sobre todo en los no petroleros, el Estado fue perdiendo la primacía económica y olvidando su función de repartición de la riqueza. Ahí sí que hay un paralelismo con el grueso de América Latina. Esas liberalizaciones comerciales y financieras han mantenido a ambas regiones en una sutil región periférica que podría sin duda analizarse desde una teoría de la neo-dependencia. Sí, las megápolis de la región (El Cairo, México, Sao Paolo) son cosmopolitas y pueden ofrecer una fachada de riqueza, goce y derroche que rivalice con Londres, Oslo o Tokio. Pero sus mercados financieros son debilísimos en comparación con los de los Ámsterdam, Toronto o Taipéi. En lo absoluto, la dependencia financiera del exterior (no necesariamente de préstamos como en los años ochenta, sino de inversión privada extranjera) ha aumentado considerablemente. Si bien algunos países como México y los países petroleros del Golfo tienen reservas sólidas en dólares, los flujos de capital internos (en ocasiones igual de monopólicos), no pueden rivalizar con los externos. El capitalismo de Estado, insisto, ha dejado su lugar a uno de mercados, finanzas y esquemas bursátiles. Esa condición periférica de ambas regiones respecto al gran intercambio mundial de bienes, servicios y capitales es perforada, sutil y lentamente, por países como Brasil y Túnez que, guardando las muy debidas proporciones, han experimentado nuevos esquemas de diversificación fiscal y comercial (en la medida de lo posible, claro: Túnez sigue estando a 150km de Europa y Francia es su mayor socio, indiscutiblemente).


El Estado en el Mundo Árabe, sin embargo, jamás ha renunciado al control real de la fuerza y la violencia. No quiero decir que en América Latina sí (aunque en algunos casos sea evidente la crónica debilidad del Estado por mantener la “paz y la tranquilidad”), pero sí quiero enfatizar que en el Medio Oriente esa facultad de ejercer fuerza (y reprimir y violentar a la población) es tanto más vigente que hace treinta años. Egipto, país de 84millones, mantiene, pese a la huída de Mubarak, a más de un millón de policías. Agreguemos fuerzas armadas y servicios de inteligencia y veremos que el número es atroz. Gadafi no dudó en usar al ejército (o al menos a sus juguetes) para balear a los manifestantes. En países como Arabia Saudí, las fuerzas del orden tienen además roles moralinos y religiosos que son espantosos y muy violentos (además de denigrantes, censores y misóginos).




Y así podemos entrar a las diferencias (que son muchas más que las similitudes). En primer lugar, esa capacidad de usar la fuerza pública en contra de la población es mucho mayor en el Mundo Árabe que en Latinoamérica. Claro que el Estado puede ser represor y violento en manifestaciones públicas en lugares como Chile y Ecuador; claro que hay enorme represión contra movimientos sociales, autonomistas e indígenas en Guatemala, México, Perú y Colombia; por supuesto que hay paramilitares en Colombia, en México, en Guatemala o en El Salvador que están estrechamente ligados al aparato estatal. Pero el ejercicio de esa violencia es relativamente sutil –e incluso menor– si se compara con el Mundo Árabe: 365 muertos en Egipto, quizá 500 en Libia, decenas más en Bahréin y en tantos otros países en tan pocos días (sin contar las ya cotidianas desapariciones, ataques a sindicalizados, activistas sociales y demás), son ejemplos de lo violento que puede llegar a ser el Estado en esa parte del mundo.

Y eso quizá esté relacionado (aunque no necesariamente) con un proceso de democratización que no ha alcanzado al Medio Oriente. Jamás diré que América Latina es la panacea de las democracias modernas ni mucho menos, pero si nos ponemos justos, deberemos admitir que los esquemas de participación política y de representación equitativa han mejorado mucho en las últimas décadas de este lado del charco si los comparamos con los países árabes. Acá ha habido grandísimos cambios en Bolivia, Venezuela, El Salvador, la República Dominicana…y sin olvidar las dictaduras militares del Cono Sur que ahora son sólo un recuerdo. Vamos, incluso en México las cosas han mejorado ligeramente desde los años ochenta.

Hay, además, dos componentes sociológicos –al menos– que no deben descartarse. El primero es muy evidente y ha sido repetido ya muchas veces. Las pirámides poblacionales en el Mundo Árabe son una caja de Pandora, llena de potenciales pero también de peligros. En economías liberales incapaces de proveer bienes y empleo a hordas de jóvenes generalmente bien educados pero sin trabajo, el descontento, el reclamo y la inconformidad son alimento de las protestas. Bien que mal, en América Latina los esquemas laborales saben absorber, aunque sea mínimamente, a los recién egresados de las universidades –que son, además, menos. Y aunque es cierto que también en el Mundo Árabe han caído las tasas de fecundidad, sus índices de natalidad son todavía mayores a los nuestros. Seamos, además, un poco cínicos: los latinoamericanos gozamos de mejores redes internacionales que los árabes, lo que, en última instancia, nos facilita las cosas para desempeñarnos en el extranjero en vez de en el terruño.

Otro factor sociológico es el peso que tiene la religión en las sociedades e incluso en la política en el Mundo Árabe. Después de los gobiernos seculares de los años 50, 60 y 70, muchos países árabes han recaído en una ola de religiosidad que, seamos honestos, tiene efectos negativos en el tejido social. Hay ejemplos muy burdos pero esclarecedores: en Bagdad, Trípoli y El Cairo era muy común ver mujeres desveladas, como lo sigue siendo en Estambul, por ejemplo. Hoy ya no. Incluso bastiones del laicismo panarabista como Palestina, Túnez o Libia han perdido terreno frente al regreso del islam. No es un fenómeno malo en sí; lo que contrasta es los desequilibrios en el laicismo que esto provoca, porque entonces el Estado árabe deja de ser garante de una serie de libertades civiles y religiosas y se convierte en defensor (o cómplice) de movimientos religiosos que, sin ser los fanáticos de Al Qaeda ni de la península arábiga, son capaces de descomponer un tejido social que se antojaba más liberal, más igualitario y, sí, más democrático.

En América Latina la religiosidad vuelve (y vuelve grueso: México es un buen ejemplo, sobre todo al momento de vincular religión y política. Pero a nivel comunitario es impresionante el avance del evangelismo, por ejemplo, en Centroamérica). La diferencia, quizá, es que las religiones están recobrando fuerza en esquemas más o menos democráticos, y no bajo el auspicio de dictaduras que se inclinan cada vez más a la derecha (como es el caso árabe).Quizá esos cimientos democráticos, aunque no sean un edificio todavía, hacen las veces de válvula de escape a la congestión religiosa de algunos sectores. Digo sólo quizá porque tampoco estoy en condiciones de sostenerlo; sólo creo que es una posible explicación de entre tantas otras.

A donde quiero llegar es a un lugar común: Latinoamérica no es el Medio Oriente. Si allá explotaron estos regímenes y la gente salió a manifestarse hay que comprender que el escenario fue sumamente distinto al latinoamericano. Aquí, por ejemplo, tenemos experiencias ideológicas más firmes que allá (las guerrillas que durante décadas han fortalecido el debate ideológico en nuestros países; los partidos políticos de izquierda y derecha que también han discutido –en ocasiones desde la clandestinidad– desde cuerpos teóricos distintos a los el Mundo Árabe); en algunos países los movimientos sociales son también mucho más sólidos que en el Mediterráneo (pensemos en Bolivia). El caso es que los esquemas de revuelta, si es que los habrá en América Latina (y vaya que serán bienvenidos, sobre todo si parten de una posición ideológica más clara, de izquierda, de justicia y de igualdad), serán sumamente distintos a los del Mundo Árabe, que ahora se sostienen en demandas políticas inmediatas (democracia electoral, partidos políticos y prensa libre, por ejemplo) y en exigencias económicas precisas (empleo, nivel de vida), pero no necesariamente en críticas al sistema capitalista liberal ni en esperanzas fundadas en democracias participativas, socialistas y solidarias.

Por lo pronto, es imperativo que estos movimientos en el Mundo Árabe sigan. De ellos dependerá también una nueva configuración de esquemas políticos y económicos en el mundo que, esperemos, puedan ser más justos y solidarios que los que nos dominan hasta ahora, pero mi escepticismo prevalece.







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