El
sector privado ha destrozado México de muchos modos. Ya, jóvenes. No me digan
que ya estaba destruido, o que por destruir no quedaba mucho, o que no lo hizo
solito. Esa discusión nos puede llevar días –aparte de que tendrán razón en
algunas cosas. Pero este texto es una opinión con algunas reflexiones. Como
sea, el sector privado es una nube de langostas al mejor estilo
bíblico-postfaraónico. Una plaga. Tiene efectos variopintos, desde la
agudización de las desigualdades hasta la entronización del consumo como
pináculo de nuestras miserables vidas individualistas. Sí, también ha creado
riqueza en momentos históricos particulares y, en algunas excepciones, ha
logrado distribuirla (o por lo menos reducir la pobreza, que no es igual). Ha
sido capaz de diseñar nuevas tecnologías y de expandir su uso. Pero la mayoría
de las veces, sobre todo desde una perspectiva de justicia social y de
progreso, cada arista positiva está empañada por una secuela de explotación,
marginación y enriquecimiento de unos pocos a costa del no enriquecimiento de
unos muchos. Podríamos crear un calendario de adviento para todo el año (o todo
el cuaternario): cada día abriríamos la portezuela que toca y descubriríamos un
papelito diciendo “razón 1,516,099: el sector privado apesta porque…”.
Hoy
toca una. La manera en que el sector privado mexicano, a través de dinámicas de
empleo y de socialización en torno a la propiedad privada de los medios de
producción, creó la imagen del individuo que sólo cuenta consigo mismo y que
desprecia cualquier institucionalización de la solidaridad social
(históricamente lograda a través del Estado). Un ejemplo fantástico es el
debate que hoy arrea a unos cuantos en México sobre los pasivos laborales. Corrijo;
un ejemplo fantástico es el hecho que éstos se llamen pasivos laborales, y que
la gente acepte con tanta tranquilidad la teoría de que son una inaceptable
protuberancia de nuestro imperfecto sistema social.
¿Pasivos?
Claro. Si al conjunto de pensiones, prestaciones, seguros médicos, garantías
laborales y demás beneficios que han costado décadas de lucha sindical y obrera
lo llamamos, ahora, un pasivo, inmediatamente le quitamos algo así como 99.96%
de su relevancia social y política. Un pasivo suena a algo que siempre estuvo
ahí, que no cambia y que, posiblemente, no sirve para un carajo. Si a un
activista lo llamamos criminal, lo desprestigiamos de inmediato. Si a todo esto
lo llamamos pasivo, lo estamos echando por el caño. El adjetivo ‘laboral’ no
ayuda. La primera imagen que podría venirnos a la mente al escuchar “pasivo
laboral” es la de un burócrata obeso e incapaz de hacer cualquier otra cosa que
mandarnos a la ventanilla siguiente. “Pasivo laboral” suena a una combinación
imposible entre flojera y trabajo, o un empleo que consiste en ser pasivo, al
contrario de un empleo que necesite de cierta actividad.
Y
aquí entran los individuos que –creen que– sólo cuentan con sí mismos. Basta
leer a gente como Sergio Sarmiento en Reforma, o echarse las caricaturas de
Calderón (caray, qué coincidencia, también en Reforma -y en esta entrada de bló) para comprender que
existe un sector significativo de mexicanos que pretende que esos “pasivos
laborales” son, a priori, un abuso hecho y derecho. Grandes elefantes, enormes
cargas fiscales para los ciudadanos de a pie, y en un descuido hasta paraísos y
cornucopias para astutos líderes sindicales. La gente nos dirá que los pasivos
laborales, ahora que de pronto “los descubrimos”, son un enorme estorbo. Que
nunca debieron existir. Que no sirven para nada excepto fomentar a los
vividores del presupuesto. Obviamente, esos mismos son los que se consideran
contribuyentes cautivos porque, visto que sus hijos van a escuelas privadas, no
usan el metro y quizá rara vez visiten sitios arqueológicos del INAH, sienten
que sus impuestos son demasiados y que no sirven para nada.
Tienen
algo de verdad: los contratos colectivos de grandes sindicatos como el de
Pemex, el SNTE o la CFE ofrecen ejemplos de prestaciones y beneficios que
podrían parecer aberrantes. Es cierto que miles de aviadores han succionado
como viles sanguijuelas los fondos de pensiones y las arcas sindicales. No hay
mentira si se afirma que, bajo las condiciones actuales, tales riquezas
fueron directa o indirectamente extirpadas del contribuyente medio. Sin
embargo, estos altos clasemedieros “anti-Estado” erran al pensar que tales
beneficios laborales son aberrantes en relación a las prestaciones que sus
abusivos empleadores privados les ofrecen a ellos. La realidad es que son
aberrantes en comparación con lo que la mayoría de los mexicanos puede gozar (y
la mayoría de estos mexicanos trabaja para el sector privado o para el sector
informal, que en términos prácticos y teóricos es un sector privado todavía más
ojete y explotador que el privado “formal”). En un contexto tantito más justo y
parejo, las condiciones que los contratos colectivos garantizan a sus
signatarios serían tan sólo normales comparadas con el resto del país, incluido
el tacaño sector privado. Claramente, México no es aquel contexto más justo y
parejo.
Esta
gente, que si pudiese abriría una sucursal del Tea Party en el país, tiene otro
punto veraz: la corrupción que rodea todo esto. El abuso de poder, las
ojetísimas malversaciones y un largo etcétera. El enorme problema es que, curiosamente,
no se preguntan por qué ocurre u ocurrió todo eso. El hecho de que los
consideren “pasivos” refleja justo eso, que para esta gente los fondos de
pensiones nacieron así: corruptos y abusivos. Ni les pasa por la mente pensar
en lo que implicó en términos de luchas sindicales (sindicatos que ellos,
naturalmente, desprecian); no piensan en absoluto en las implicaciones
positivas que aquella lucha sindical ha tenida para sus asfixiadas prestaciones
laborales en el sector privado. Las leyes laborales que bien o mal aplican
también para el sector privado no son resultado de graciosas concesiones de
nuestras caritativas élites, sino el fruto de un buen número de plantones,
marchas, huelgas (que, igual que a los sindicatos, esta gente desprecia) y
demás movilizaciones con contenido de clase. Y, de alguna manera u otra, eso ha
permeado. Aun así, parece que no es bueno. ¿Vacaciones? ¿Para qué, para
parecernos a Francia? No, mi buen: fíjate en el gabacho, ahí descansan 7 días
al año, por eso son potencia. ¿Educación pública? ¿Ésa en donde todos los
profes son aviadores y ratas oaxaqueñas? Paso. ¿Salud gratis? Ni que fuéramos
Cuba.
Porque
así es, estimados. Los “pasivos laborales” han costado esfuerzo y lucha
política. Las razones por las cuales muchos de ellos son, en efecto, una carga
para el contribuyente y una pesadilla para los tecnócratas, están, de hecho,
ligadas a las mismitas dinámicas socio-económicas que caracterizan las
relaciones sociales en el sector privado. Las estrategias de acumulación
aplicadas por las ratas sindicales para embolsarse millones de pesos no son muy
distintas a las que han aplicado banqueros y empresarios en contextos diversos.
Privatizar los fondos de un individuo, sea a través de un sindicato charro o de
un banco, es eso: privatizar. La desigualdad creada entre un puñado de privilegiados
trabajadores del petróleo y una masa de pequeños burócratas, profesores rurales
y enfermeras del Seguro es la misma que existe entre los afortunados mandos de
confianza de las grandes empresas y las masas de empleados aplastados y
explotados en las compañías privadas, del tamaño que sean.
Por
otro lado, y reconociendo y criticando profundamente la mediocridad y la
corrupción en los liderazgos de estos sindicatos, debe quedarnos claro que los “pasivos
laborales” de los que ahora se habla son, de hecho, los únicos que todavía
existen más o menos en su forma original (PEMEX, CFE, etc). La abrumadora
mayoría de los mexicanos perdió gran parte de sus privilegios (si los tenía)
entre 1982 y 2007-8, cuando el gobierno de Calderón impulsó la reforma de
pensiones del IMSS (una reforma privatizadora, claro está), o cuando LyFC fue
desmantelada. ¿Posible conclusión? Me gustaría decir que los sindicatos más
combativos son aquellos que conservan una serie de privilegios más o menos
estable. Tristemente, la verdad es que, históricamente, los sindicatos
mexicanos más combativos han sido pisoteados por el Estado y el sector privado,
y son los más acomodaticios, más charros y más corruptos los que han mantenido
estos privilegios para sus trabajadores. Es un tristísimo escenario para
la lucha trabajadora de hoy, pero no es un tristísimo origen de los “pasivos
laborales”.
El
punto es que ninguna crítica a los “pasivos laborales” es válida si no se
explica el proceso histórico que les dio origen y, sobre todo, si no se deja muy
claro que la alternativa a ellos, según como la presentan las élites de hoy, es
la privatización formal de los fondos. Éste sería un proceso que probaría el
punto de los marxistas: la tarea del Estado y los intereses de la élite son lo
mismo: mantener aceitada la maquinaria que garantiza la acumulación de capital
a costa del trabajo de las mayorías. Mientras nuestros queridos compatriotas
que presumen no deberle nada a “papá gobierno” (porque tienen changarro,
trabajan para una empresa privada o se dedican al comercio) se rasgan las vestiduras
cuando leen acerca de los “inaceptables beneficios laborales” que existen en el
sector público (que no social), nosotros debemos explicarles con paciencia y
garrote que se equivocan. Porque su discurso legitima, todavía más, dinámicas
de despojo y desigualdad que se entronizan como la panacea del sector privado.