Dicen que en Ucrania se juega un
viejo escenario de la Guerra Fría. Que la continuidad entre Iván el Terrible,
la Zarina Catalina y Vladimir Putin es clarísima. Que la dictadura soviética es
telonera de los abusos rusos hoy día. El eco de esos análisis vacíos resuena fácilmente, pero
son “ahistoricismos”. Y luego dicen que los marxistas somos los
trasnochados, los que vivimos de cuentos del pasado, que nos rehusamos a ver el
mundo con ojos nuevos.
Orates. Como explicó Žižek en un
enredado artículo de junio 2014 –del cual, se los adelanto, tampoco se puede
concluir gran cosa más allá de lo siguiente–, no deja de ser fascinantemente
irónico que los liberales, demócratas y fascistas ucranianos, unidos en el Maidán, hayan decidido atacar sin pudor
todo lo que oliera a leninismo, empezando por las estatuas y acabando, por
ahora, con la prohibición de partidos comunistas, los ataques a sindicalistas y
a otros sectores de la izquierda. ¡Atacar al leninsmo cuando fue justamente
Lenin quien abogó por la total independencia de los pueblos y las naciones si
ese era el camino adecuado hacia el socialismo –o simpelemnte hacia el
progresismo! Lenin y el leninismo, antes de ser totalmente opacado por el
modelo estalinista, fue un gran entusiasta de la extensión de los servicios más
básicos y los derechos más fundamentales, que el pueblo ruso conocía por
primera vez después de 1917, con especial atención a las regiones más
marginadas (esto es, Ucrania). Como buen individuo, Lenin no fue siempre
congruente, y está claro que en 1921 cambió momentáneamente de postura
decidiendo mantener a Ucrania cerca y seguir construyendo el Estado soviético.
Luego se retractó y volvió a su versión comunista de la autodeterminación de
los pueblos. En buena medida fueron los ucranianos quienes no quisieron alejarse
de la recién nacida URSS y las razones no son cuentos chinos. Era clarísimo que
la URSS se perfilaba, poco a poco, como la garante de una relativa autonomía
respecto a las intenciones expansionistas de la Polonia de entreguerras y la
Hungría post-austríaca que luego sería fascista y rencorosa de sus recortes
territoriales. Además, el progresismo y la revolución parecían elementos
sensatísimos en un escenario de pobreza y marginación histórica.
Pero esas estatuas destruidas –volviendo
al punto– son solamente la expresión del descontento liberal hacia una figura
tristemente pisoteada del comunismo soviético. No es eso lo que más impacto
tiene ni lo más relevante del conflicto actual. Lo importante aquí es
precisamente el discurso ahistórico, que se pretende histórico, acerca de los
repetidos patrones entre el imperialismo soviético y las amenazas de hoy día
provenientes de Moscú, paralelismo que, si bien no está excento de cierta
verdad, insiste en continuar la cacería intelectual en contra del comunismo
reduciéndolo, como siempre, a su expresión soviético-estalinista. Para variar,
la prensa extranjera ha pintado a Rusia de rojo y le ha puesto gorro con
estrella a Putin. Las tropas y los tanques rusos, que parecen del Ejército
Rojo, están a las puertas de Ucrania, si no es que ya han “invadido territorio
soberano ucraniano”. Acepto que esto puede sonar a paranoia exagerada: nadie en
Washington o en Bruselas se preocupa realmente por el comunismo. Pero sí se
preocupan por la agitación en las sociedades que observan los estragos del capitalismo
en su vida diaria. Y si el escenario ucraniano hoy sirve para desprestigiar
tanto a la Rusia putínica y de refilón también a cualquier radicalismo teórico
de izquierda, les aseguro que no perderán la oportunidad de dispararle a dos
pájaros con un tiro (que no matarlos).
Si de algo no cabe duda es del apoyo
de Moscú a los rebeldes separatistas del Este. Ese apoyo, que no se ha limitado
a armas ni a respaldo político, sino que incluso muy posiblemente hay tropas,
expertos militares y mucho dinero, enfurece todavía más a la OTAN porque ésta
ha sido incapaz de proveer el mismo apoyo a Kiev. De otro modo no se explica porqué
las tropas azules y amarillas se han visto más de una vez en situaciones
militares adversas, rodeados por rebeldes, diezmados en número y
desmoralizados. Precisamente porque no están luchando contra un “enemigo
invasor”, sino contra sus connacionales que simplemente exigen autonomía,
cuando no total independencia (piensen que las provincias del Este ni siquiera
eligen a sus propios gobernadores). Están luchando, como en toda guerra civil,
contra sus conciudadanos. Esta debilidad del gobierno en Kiev, y el tibio apoyo
de la OTAN a pesar de tanta palabrería, explica también el ascenso
inconmesurado de los batallones fascistoides y ultranacionalistas que pelean
como buenos paramilitares. Svoboda y los demás partidos de ultraderecha tienen
a sus tropas en el Este, a veces incluso declarando que seguirán peleando aún
si Kiev pacta algo con Moscú o con los separatistas. Hay pruebas claras de que
en algunos de esos batallones pelean neonazis de Suecia, Polonia, etc…
… mientras que la otra ultraderecha
europea, la que no es fascista sino ultranacionalista, apoya a Rusia. Vaya
ironía que los políticos occidentales no logran explicar. ¿Por qué el Frente
Nacional francés, los ultras serbios o el patán de Orbán en Hungría apoyan
tanto a Putin? Simplemente porque ellos ven con desprecio y desconfianza al
proyecto europeo, y a Putin como una garantía de que alguien, al menos, se le
opone en serio.
Así que no hay continuidad con la
Guerra Fría, ni siquiera en términos de los balances políticos de fuerzas. Que
Putin se oponga a la unión Europea no es una reproducción de las tensiones
diplomáticas de los 70s. La izquierda occidental, tanto la tibia
socialdemócrata como la un poco más radical izquierda centrista (en términos
marxistas), critica fuertemente a Rusia. Los estalinistas europeos son ya una
ridícula minoría (y son viejos), y nadie se traga el cuento de que “apoyar al
imperialismo Ruso es la única apuesta inteligente en contra del imperialismo
occidental”. Niet. La batalla no es una de ideologías reducidas a
consideraciones estratégicas y diplomáticas, como básicamente fue la Guerra
Fría a la batuta de Moscú y Washington; es claramente una lucha de clases,
tanto dentro de Ucrania como en toda Europa, y ni el mercado europeo ni el
carisma putinesco ofrece una solución, simplemente porque ambos son
prácticamente lo mismo: la continuidad de un modelo económico basado en la
acumulación de capital, ya sea a través de los mercados financieros de Londres
y Frankfurt, o a través de la corrupción política de los oligarcas
ruso-ucranianos. ¿Cuál es la diferencia? De hecho, es interesante notar cómo el
apoyo en Europa a Rusia, al menos desde una perspectiva político-teórica, viene
desde la ultraderecha, mientras que el apoyo económico viene de todos gobiernos
capitalistas (el Parlamento británico no moverá un dedo en serio contra los
intereses económicos rusos porque buena parte de la riqueza financiera e inmobiliaria
de Londres depende de los oligarcas rusos). La izquierda, que en términos
generales no se oponía teóricamente a la Unión Soviética, hoy se opone a Putin.
La que parece izquierda que apoya a Rusia hoy es, de hecho, la versión moderna
de un cierto “estalinismo liberal” (valga la exageración): una nueva corriente
anti-imperialista que no es anti-capitalista y que concentra sus energías en el
estéril apoyo a los frentes populares y los nacionalismos izquierdosos con toda
la retórica que eso implica, pero sin ningún contenido crítico al capitalismo.
Y esa “izquierda” es muy pequeña, más en talla teórica que en número, pero pequeña
al fin.
Insisto, ¿qué diferencia hay
entonces entre los modelos de sociedad capitalista rusa y europea? Sí la hay,
pero no es tan fundamental como la pintan los defensores de la idílica
“democracia europea contra el autoritarismo ruso”. Hay una importante
diferencia de grado en cuanto al rol que juega el liberalismo como fuerza
estrictamente política y social en ambos modelos: por supuesto que, para que
florezca un lindo movimiento radical de izquierda, es más propicio un modelo de
libertad de prensa, asociación y voto que más o menos existe en Europa
occiedental, y que más o menos desaparece en Rusia. Pero no es una diferencia
profunda si se piensa que, por ejemplo, todos esos defensores de la fantástica
democracia liberal europea se niegan a ver el horrible efecto del ascenso del
ultranacionalismo quasi fascista en Ucrania. También se niegan a ver el bárbaro
efecto del Capitalismo en la vida de todos los días de millones de
desafortunados que no tienen un interesante puesto en aquel reducido nicho de
las artes creativas, los sectores financieros, las universidades y las ONGs.
Como decía Horkheimer en 1939: “quien no está preparado para criticar al
Capitalismo debe permanecer callado ante el fascismo”. Hoy día es igual: quien
no está dispuesto a criticar al capitalismo, y por ende a su brazo político que
es la democracia liberal (y también la socialdemocracia, no nos quedemos
cortos), mejor que no opine demasiado acerca de los ascensos de las
ultraderechas que, en el fondo, pregonan el mismo sistema económico.
Vuelvo a Žižek. Por favor, nos
ruega, no empecemos a decir que “ambos extremos son iguales” y que comunismo y
fascismo (o para el caso izqueirda radical anticapitalista y ultraderecha
nacionalista y neoliberal, si es que los términos nos parecen “anticuados”) son
dos caras de la misma moneda. Esa ecuación está desbalanceada de inicio. Como
modelo económico, el fascismo y la democracia liberal son ambos capitalistas.
El comunismo sufre el horrible peso de la historia soviética, y por desgracia
para mucha gente deja de ser un sistema de producción y se vuelve una
ideología. Pero en cualquier caso es radicalmente opuesto al binomio
capitalismo/fascismo. Los que nos piden “no caer en un extremo o el otro”
quieren, a final de cuentas, que abracemos el capitalismo en alguna de sus
facetas más políticamente liberales, sea la socialdemocracia o el libre mercado
desbocado pero que garantiza el matrimonio homosexual y la libertad de prensa.
Ucrania está un poco en esa
plataforma. O se lanza de lleno a un modelo de capitalismo europeo o al modelo
de capitalismo ruso. Las implicaciones sociales son evidentes si ambos se ven
como tipos ideales, pero la realidad opaca tales implicaciones: hoy día es más
peligroso para un izquierdista (y todavía más para un marxista) pasearse en las
calles de Kiev que en las de Donetsk. Es más peligroso ser sindicalista,
socialista, o incluso socialdemócrata en Kiev –donde un batallón de skinheads
te puede poner una golpiza impune, la policía te puede fastidiar por ser
sindicalista y por manifestarte–, que en Donetsk donde… esperen, donde quizá te
caiga una bomba lanzada por el ejército Ucraniano… no. Me retracto, quizá sí
sea más peligroso estar en Donetsk.
Brevísimo excursus
Cuando me refiero al comunismo como ideología sé que no estoy siendo plenamente correcto, pero uso el término para diferenciarlo del comunismo como sistema teórico, social y político de un modo de producción: es decir, un sistema social. La diferencia es importante sobre todo en el contexto histórico actual, porque vivimos en un mundo desbalanceado donde el comunismo es considerado una ideología utópica, cuando no peligrosa, mientras que el capitalismo es visto como la normalidad, o en el mejor de los casos, como un sistema de producción con defectos y con virtudes.
Esa injusticia (es decir, que no se entienda a ambas cosas como lo mismo: como modos de producción históricos) se debe, en buena medida, al legado soviético de dictadura y violencia en nombre de ideales abstractos. Pero también al éxito del capitalismo en su órbita cultural e ideológica y debemos entender eso en función de la construcción del bloque histórico en el que vivimos (y al que queremos cambiar).