Originalmente, este articulín salió en www.loshijosdelamalinche.com, pero por buena onda me dieron chance de copiar y pegarlo acá.
Crecer irresponsable y desmesuradamente jamás fue un objetivo de la Unión Europea; las fechas de integración a este selectivo grupo son siempre una ocasión histórica, planeada con años de antelación y preparada hasta el mínimo detalle. Después del Reino Unido y Dinamarca, los años setenta y ochenta atestiguaron la entrada a la UE de muchos países restantes de Europa del Oeste y del Sur. En 1986, la Europa capitalista estaba, casi toda, integrada a los mecanismos económicos y políticos de Bruselas. Desde entonces, sólo ha habido tres fechas claves de bienvenida a nuevos grupos, tres en 25 años. La primera, en 1995, agregó a Finlandia y a Austria, países que, por una neutralidad comprometida, no pudieron agregarse al grupo durante la Guerra Fría. Nueve años después, en 2004, la ampliación europea logró un episodio sin comparación: diez países, ocho de ellos antiguos Estados comunistas (tres incluso ex repúblicas soviéticas), fueron integrados al club.
El proceso de debate y de preparación para agregar a estos diez países se concentró, sobre todo, en las reformas económicas estructurales que cada gobierno debió aplicar en los años previos a 2004. La cláusula de la gobernabilidad y democracia, también siempre presente (por eso tampoco Portugal ni España entraron desde el principio), fue blandida como una de las razones igualmente centrales. Es decir, la combinación de un sistema plural y democrático con una economía de mercado, abierta a los capitales extranjeros y convencida del librecambismo, fue un requisito esencial para el ingreso de estos diez países.
En 2007, Bulgaria y Rumania se agregaron a la lista. Ahí las cosas no fueron tan sencillas. A cuatro años de distancia, muchos argumentan que estos dos países “entraron demasiado pronto”, sin haber realizado las reformas políticas apremiantes. Ambos países sufren todavía por una fuerte corrupción e incluso por la presencia de bandas de crimen organizado que, quizá sin poner en jaque al Estado, sí asustan a los demás vecinos de la UE. Para no “cometer los mismos errores”, los demás Estados miembros de la UE definieron criterios más severos para las próximas candidaturas y echaron al suelo las esperanzas de países como Ucrania y Georgia que, con gobiernos ultraliberales y antirusos, soñaron con mucha libertad y sin mucha realidad con una entrada triunfal al club europeo.
Hoy día, sin embargo, se agrega un elemento también central a la lista de requisitos para inscribirse en el grupo: la justicia. No se trata sólo de justicia en los términos de transparencia y de combate a la corrupción; es justicia en los parámetros de los crímenes históricos contra la humanidad, contra ciertos grupos étnicos; es justicia respecto a la memoria histórica colectiva, a guerras civiles y a tragedias individuales que, sumadas, empañan horriblemente la historia reciente. Y estamos hablando, claro está, de los Balcanes ex yugoslavos.
Durante varias décadas la república socialista de Yugoslavia mantuvo cohesionados (y, hay que admitirlo, sin mayores problemas) a varios grupos étnicos, lingüísticos y religiosos que coexistieron en la prosperidad de quizá el sistema socialista más democrático de Europa. Pero la desintegración política y económica de la república, junto con un creciente fervor nacionalista violento, hundieron a la región en una guerra terrible que presentó algunas de las facetas más crudas de la realidad humana: el genocidio.
A doce años del fin de esa guerra (dieciséis o incluso diecinueve según el país en cuestión), las nuevas repúblicas balcánicas crecen con prosperidad y orden, nuevamente en una esfera cultural yugoslava, con nacionalismos relativamente moderados y sistemas de cooperación común. Hace falta conseguir una sola aspiración más: formar parte de la Unión Europea. Eslovenia, siempre adelantada a sus hermanas yugoslavas, logró el ingreso en 2004, adoptó el Euro en 2010 y se perfila como el país más rico, estable y dinámico de la región. En seguida, Croacia y Montenegro aspiran a una posición similar, fuertemente justificada por sus procesos democráticos y su pujante economía.
No obstante, esta vez haber cumplido con los deberes económicos no es suficiente para aspirar a una candidatura formal. En el caso particular de los Balcanes, un requisito esencial es responder a los esquemas de justicia europeos que, desde hace más de una década, intentan resarcir algunas de las heridas más profundas que provocó la guerra en los Balcanes. Así, Estados como los Países Bajos han insistido por que los mayores responsables de tales tragedias, todavía impunes en su mayoría, sean llevados a juicio ante las cortes internacionales. Para ello, evidentemente es necesaria la colaboración de los gobiernos ex yugoslavos. Su reticencia había sido clara, pero los aires han cambiado y las disponibilidades también.
En mayo de 2011, Ratko Mladić fue arrestado. Después de 16 años en “escondite”, el General Mladić fue encontrado por fuerzas de seguridad del Estado serbio en Belgrado, donde se supone que estuvo durante los últimos años. Responsable de la matanza de Srebrenica, en la que más de ocho mil bosnios musulmanes murieron a manos de escuadrones serbios de Bosnia, Mladić es buscado por la justicia internacional para ser acusado por crímenes de lesa humanidad y genocidio. Durante toda la década pasada, es muy posible que Mladić estuviera en Belgrado, protegido incluso por los servicios de seguridad del gobierno serbio.
Entonces, ¿por qué su sorpresiva captura? ¿Por qué hecha en colaboración entre los gobiernos de Croacia y Serbia? Sencillo. Belgrado reconoce, desde hace poco más de tres años (recordemos la captura de Radovan Karadžić en 2008), que los temas de justicia y de memoria histórica son cada vez más importantes para la Unión Europea. Desde esa perspectiva, el gobierno serbio de Boris Tadić ha sido muy hábil en jugar con esa carta: un amigo mío que vivió una temporada en Kosovo me decía: “es como si los serbios y los croatas tuvieran un sombrero mágico del que, cada que hiciera falta, sacaran un conejo con cara de criminal de la guerra”. En momentos cruciales –como lo fue el final del mes de mayo–, las autoridades serbias y croatas han sabido portarse a la altura de las expectativas de la UE. Por ejemplo, tan sólo seis días después de la captura de Mladić, los Países Bajos vetarían la candidatura de Croacia (recordemos que otorgar estatus de candidato debe ser una decisión unánime) e impedirían las negociaciones con Serbia.
Al límite de los calendarios y de los requisitos, Mladić apareció esposado y preso. Su traslado a La Haya, donde lo espera un largo juicio, fue inmediato. El gobierno de Tadić no exaltó, como lo hiciera su antecesor, un sentimiento patriótico-inocente al decir algo así como “aseguramos que Mladić era un infiltrado, un miembro del exterior –del gobierno de la época- que actuó por voluntad propia”. No. Tadić fue muy consciente de que la responsabilidad, actual e histórica, era de Serbia. Su discurso reconoció que Mladić era un general de gran importancia en el ejército serbio de Bosnia entre 1992 y 1995 y, aunque no dijo que había sido protegido por el Estado serbio, tampoco lo desmintió.
Es así que la Unión Europea formaliza una serie nueva de requisitos de entrada: cumplir con las expectativas de justicia europea, además de liberalizar la economía y democratizar la política. No es una zanahoria inefectiva, como lo demuestran los últimos acontecimientos en los Balcanes. Y tampoco es suficiente para obtener el ingreso, como bien lo saben macedonios y bosnios que, habiendo también entregado antiguos líderes militares a la justicia internacional, se encuentran todavía muy lejos en el proceso de candidatura para entrar al club. Por lo pronto, Croacia entrará –quizá en 2013- y Serbia seguirá relativamente pronto si sigue por el buen camino. Otra palomita en la boleta serbia es la suavización del tono usado hacia Kosovo (país cuya independencia no reconoce todavía, pero que al menos ya no habla de su ilegitimidad). Ese es, sin embargo, otro tema.