Durante el siglo XIX no dejaron de llegar españoles, franceses, ingleses, dos o tres alemanes, italianos que no cabían en los barcos hacia Buenos Aires y hasta algunos polacos judíos a la tierra del camote y las tunas. De todos esos grupos estamos más o menos conscientes: Nueva Italia en Michoacán o Chipilo en Puebla nacieron cuando los italianos, arrogantes y observadores de sus propios ombligos como son, decidieron juntarse todos a vivir en su tradicional escándalo. Los grupos de menonitas son, básicamente, hijos de Fritz y Helga, ambos llegados de algún lugar de la Pomerania lluviosa buscando la sequía y el atroz calor del desierto mexicano.
Y luego ni hablar del exilio español, que vino a enseñarnos tantísimas cosas con esos chulos republicanos que huían del franquismo. Miles de mexicanos hoy día pueden reclamar su nacionalidad peninsular porque alguno de sus abuelos vino mentando ostias contra los fachas y fue recibido a brazos abiertos por mi general Cárdenas. En algún momento, todos los Kascinski Smolensko o Walesa (exagero –y miento– en los tres nombres, claro) que profesaban la religión de Anna Frank y que tenían antojos por una buen solecito cuernavaquense (o, más bien, que los estaban persiguiendo los nazis en Europa del Este), llegaron al país del mole para hacer carrera, tener hijos y poner tienda o banco. A muchos polacos les debemos, por ejemplo, la excelente calidad de nuestras orquestas sinfónicas, así como más de un buenísimo trabajo antropológico. Algo parecido sucedió con tantos chilenos, argentinos y uruguayos que, engañados por la imagen revolucionaria del PRI, vinieron a enriquecer nuestras universidades y equipos de fútbol cuando en sus países los militares se divertían tirando gente al mar desde avionetas en pleno vuelo.
Pero lo importante no es eso, porque bien que mal, sobre todo en la capital, conocemos ya esas historias a través de los nietos y bisnietos de quienes cruzaron fronteras para llegar aquí. Casi sin temor a equivocarme (pero sí sabiendo que generalizo), les puedo adelantar que prácticamente toda esta gente forma parte de las clases medias altas y altas de nuestra sociedad, participan activamente en todo tipo de manifestaciones culturales y académicas, son dueños de importantes empresas, negocios y demás sueños capitalistas y viven cómodamente integrados a la socialité mexicana, sin por ello descuidar el contacto con los suyos: uno puede todavía darse una vuelta por el Club Gallego a escuchar… pues gallego; o pasearse por la Condesa para ver viejitos parloteando en el idioma de Serrat; o perderse una tarde de viernes en Polanco y ver a los chilpayates con kipá que confundidos asisten a leer la Torá. Muchos de nosotros tenemos algún amigo o conocido que sea producto de una bonita mezcla entre el pueblo del maíz y algún hijo de anarquistas vascos, de judíos de Cracovia o de porteños montoneros.
A mí lo que hoy me llama más la atención es la migración más reciente… si es que de verdad lo es (y, si no, yo recién me estoy dando cuenta). Tengo la impresión de que México, o al menos la ciudad de México, sí se está convirtiendo poco a poco en una ciudad cosmopolita más allá de los colegios de paga (el alemán, el franco-mexicano o el angloamericano), más allá de los bares de la condesa y los talleres artísticos de Coyoacán. Creo que, desde hace unos veinte años pero hoy día con mayor intensidad, nuevos grupos de inmigrantes mucho más pobres y, sobre todo, mucho menos bienvenidos por la sociedad y el gobierno mexicano de lo que fueron aquellos de los que ya escribí, están llegando al país de los baleros y capiruchos.
Primer dato. Hace unos años leía, sorprendido, que los congoleños (de la RDC) conforman 48% de los inmigrantes que en México solicitan (y eventualmente obtienen) el estatus de refugiados. Una cuarta parte son colombianos y los demás son un verdadero tutti-fruti (hay desde chilenos hasta afganos, pasando por marfileños y hasta bosnios). Dudo mucho (y me encantaría equivocarme) que esos refugiados y sus familias vivan cómodamente en un departamento de la Del Valle, vayan a la escuela en Coyoacán y hagan su súper en el Superama. Dudo que los mexicanos a su alrededor seamos tan incluyentes y amables como lo somos con los 100 mil europeos (bueno, de la UE) que viven en el país de los tamales o con el millón de estadunidenses que vive tranquilamente acá.
Por mi casa, un poco más al Este (es decir, la sección Noreste de la colonia Narvarte, la Álamos y de ahí hacia Tlalpan), veo cada vez más árabes y turcos, caribeños y africanos. Desde hace algunos años se habla de la porosidad de nuestra frontera sur y de cómo entran por ahí inmigrantes de los cuatro rincones del mundo cuyo destino final es EU. Pero, en este caso, creo que se trata de gente que viene directamente a instalarse a México. Ya Eddie, un eterno alumno-profesor-investigador del Colmex nos invitó, alguna vez, a una fiesta que su comunidad haitiana en México organizaba. Por cualquier estupidez yo no fui a esa fiesta, pero me platicaron mis cuates, que fue impresionante. Era de verdad como pasearse por Puerto Príncipe escuchando a todo mundo hablar en creole, bailando algo entre reggae, Calipso y cualquier otra cosa y, en un descuido, practicando santería.
Como la haitiana, no dudo que muchas otras comunidades caribeñas y africanas estén creciendo en el DF. Es cada vez más común ver negros en el metro y en cualquier espacio público. Alguna vez, David Recondo, profesor francés que está de sabático en el Colegio, nos platicaba que su hijo pequeño, al ver un negro en la calle aquí en el DF, le dijo “mira papá, un negro, ¡como en Francia!”. La anécdota, que si se le atribuye a cualquier adulto podría sonar racista, evidencia, según yo, una realidad que está ganando terreno en México. No somos todavía la banlieue parisina ni el East London o el Harlem. No hablamos todavía de guetos de inmigrantes (bastante tenemos con nuestros numerosos compatriotas “del interior”, muchos de ellos de origen indígena, que se hacinan en las horribles colonias periféricas de nuestra metrópoli). No tenemos todavía un ejército de inmigrantes trabajando en las fábricas, en obras públicas o vendiendo piratería (nosotros tenemos ya bastante pobreza).
Pero sí comienza a verse que en el DF los patrones migratorios se están actualizando y que, por lo menos, México es reconocido como un país más o menos rico (o más o menos pobre) que está mejor posicionado que Haití, Jamaica o El Salvador y que puede ofrecer ciertas oportunidades a quienes, como todos los migrantes del mundo, se aventuran a lo desconocido. Por que las historias de la inmigración no son siempre alegres. Mucho se habla de la zona al Este de Circunvalación, en el centro, donde, cerca de la Merced, uno puede encontrarse a las mafias rusas y a la prostitución de mujeres de Europa del Este. Ciudades sureñas como Tapachula son claros ejemplos de la segregación, la humillación y la violencia que los inmigrantes en México deben soportar, ya sea para después llegar a EU (un inmigrante “de tránsito” tarda, en promedio ¡27 días en llegar a la otra frontera!) o para instalarse amablemente en México.
¿Que si podemos compararnos con algún país en situación similar? No lo sé. Quizá algún otro latinoamericano, como Colombia, que en algún momento recibió una gran oleada de inmigrantes árabes, o Ecuador que, al parecer, alberga cada vez más grupos africanos. Brasil es un ejemplo que corresponde a otra división, pues la historia de inmigraciones es quizá tan variada como la de EU y las comunidades afrobrasileñas, libanobrasileñas, italobrasileñas o loqueseabrasileñas son muy numerosas. Además, el caso mexicano sigue siendo muy particular debido a que miles y miles de compatriotas siguen yéndose a EU cada año: México difícilmente será un receptor neto de inmigrantes (quise decir imposiblemente).
Lo relevante, a final de cuentas, es la disposición que, como mexicanos (o como capitalinos) tendremos para socializar, en el sentido más sociológico del término, con estos inmigrantes. Porque es muy diferente ser inmigrante del primer mundo (algo así como inmigrante “por ocio” o por alguna otra condición mucho más placentera –diplomacia, trabajo en una universidad o empresa transnacional, etc) que inmigrante de un país pobre que viene a México a ganarse el pan. La integración de los primeros es relativamente sencilla, sobre todo porque su autoexclusión (o aislamiento) les es incluso benéfico (pienso, por ejemplo, en las colonias británicas a principios de siglo en México: bien podían vivir juntos jugando tenis y golf en las Lomas y no toparse con otro mexicano además del que les boleaba los zapatos). También porque se integran con otras herramientas muy apreciadas, ya sean artísticas, intelectuales o, aceptémoslo, financieras.
En cambio, la integración (y digo integración pero podría ser cualquier otra palabra; sé muy bien que es un término espinoso, sobre todo si analizamos todas las demás experiencias de migración en el mundo) de los inmigrante de países más bien pobres es quizá más complicada. Me ha tocado ver a varios negros (disculpen la imprecisión, pero no sé si son caribeños o africanos) que volantean o venden baratijas en las calles; no he visto un solo inmigrante europeo hacerlo (a menos, claro, que use rastas y venda pulseras en Masunte). Los inmigrantes de estos países no vienen a impresionar a nadie con sus multilingüismos, sus diplomas universitarios o sus requintos en el banjo; vienen a buscar trabajo y se acabó; algunos incluso vienen escapando de alguna guerra fuerte en casa. Si somos cínicos podemos pensar que, al venir así, ellos mismos no esperan “integrarse” a la sociedad mexicana. Pero no es cierto. En el fondo, sucede que la sociedad mexicana está todavía sorprendida de que empiecen a llegar estos inmigrantes. Es el momento a aprovechar, el de la sorpresa que permite, en teoría, un trato amable, incluyente y feliz hacia los inmigrantes. Cuando la sorpresa deja lugar a la incomodidad, la crítica o algo peor, entonces sí que se está en graves problemas.
Yo sólo diría que todos ellos son más que bienvenidos (conocen ya mi animadversión hacia las fronteras, los visados, los controles, las cuotas de inmigración y demás tarugadas), que si vamos a jugar a la globalización debemos jugarla completita y no a medias tintas. Y que si un par de jamaiquinos me enseña más y mejor reggae, ¡yo encantado!