Solemos decir que un primer paso imprime una dirección y que, por lo tanto, el simple hecho de darlo garantiza o condiciona un seguimiento importante. En muchos casos eso resulta falso, y me parece que en el caso de la iniciativa ecológica en DF la desilusión será aún mayor.
Hace ya casi cuatro años que Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno del DF, impulsa pequeñas ideas de corte ecologista en una ciudad tan caótica y maravillosa como es México. Qué duda cabe que las intenciones son honestas y prácticas, además de responder a una necesidad y a una prioridad ineludible: el medio ambiente corre innumerables riesgos. Cierto.
Así, Ebrard ha impulsado nuevos mecanismos de transporte público, promovido el uso de medios alternativos de transporte (léase bicicleta) y recreado ciertos espacios públicos para intentar conectar sociedad y medio ambiente. La tarea es titánica, aceptémoslo, pero en ocasiones los enfoques son errados. ¿No será a caso que las iniciativas “freso-ecológicas” buscan ganarse el apoyo de un sector medio-alto de la sociedad capitalina que no necesariamente vota por el PRD, como lo hacen las capas más humildes? Si las motivaciones son electoreras, ojalá vayan por buen camino.
Los resultados han sido claros. La Ciudad de México vive hoy sus mejores días en términos de polución del aire desde hace unos 25 años; los programas de hoy no circula, combinados con la posibilidad de invertir en mejores carros por parte de las clases mejor acomodadas, han dado resultados claros; jardines y parques públicos, aunque desafortunadamente siempre en los barrios más clasemedieros y altos, han vuelto a florecer. Y claro, hoy día se puede ya utilizar un sistema público de bicicletas (aunque todavía a riesgo de perecer bajo el capó de un cafre al volante).
Eso, sin embargo, no quita que falta mucho y el gobierno lo sabe. En aras de seguir en esa dinámica, el gobierno capitalino promulgó una ley que prohíbe a los grandes establecimientos comerciales regalar bolsas de plástico a sus clientes. Aun cuando suena muy bien, las limitaciones son enromes. En primer lugar, cuando un cliente quiera bolsa deberá pagar por ella. La culpa está entonces mal balanceada, pues no es sólo el cliente el que quiere bolsas de plástico, sino es el comerciante quien las ofrece. ¿Por qué no podrían ser gratis las bolsas biodegradables o de otro material que el plástico? ¿Podría ser un gasto en el que incurra el comerciante, bajo la estricta prohibición de no aumentar los precios de sus productos?
En segundo lugar, limitar las bolsas de plástico como medio de carga y almacenamiento de productos es un tanto supino: de todos modos los supermercados seguirán dando bolsas ligeras de plástico en frutas y verduras, pan dulce, quesos, carnes, pescados…En tercer lugar, si a gasto innecesario de plástico nos vamos, no son las bolsas del supermercado las más dañinas: envases no retornables (presumidos por su comodidad, carajo), plásticos y envoltorios, “bandejas protectoras”, triple forro, aluminio… Bajo una serie de reglamentaciones de lo más idiotas, los controles de calidad obligan a que los productos cuenten con todas esas enormes cantidades de plásticos y envolturas. Una barbarie.
¿Es de verdad mucho pedir que sean todas esas baratijas de plástico las que desaparezcan junto con las bolsas? Porque a mí me queda claro que el problema tiene que ver con el origen mismo de nuestro modo de consumo: empaques sellados y protegidos, envases no retornables por flojera y comodidad, bolsita para todo (como si no pudiéramos cargar con nuestras manos o en nuestras mochilas). Alguien decía que prohibir las bolsas no biodegradables no tendría efecto alguno si no se empezaba por separar efectivamente la basura. El punto es cierto. Y no podemos separar efectivamente la basura si, sencillamente, tenemos tanta basura.
Así que ya saben. La próxima vez que compren algo, no sólo no pidan bolsa (que si no se las cobrarán), sino que de plano eviten los productos en embalajes tan complicados.
Una compañía aérea de bajo costo irlandesa, Ryanair, ha pedido permiso a la Unión Europea –básicamente a sus cuerpos responsables del tránsito, transporte y movilidad dentro del Continente- para modificar terriblemente las características de sus vuelos. En aras de seguir cobrando cantidades casi simbólicas por un vuelo (comprando un boleto a tiempo, se puede viajar de Dublín a Pisa pagando €0.99 más los impuestos correspondientes, generalmente en torno a los €15), Ryanair ha llevado al máximo permitido las medidas de confort y seguridad en los aviones: no hay diferencia entre primera clase y turista; no se asignan asientos a los pasajeros: el primer llegado es el que se sienta primero, a menos que el cliente quiera pagar más por subir antes al avión; no se ofrece ningún refrigerio ni trago de agua, pues todo se vende a bordo. Rayando en el límite, las azafatas de Ryanair venden figuritas y juguetes de su flota, así como peluches y otros artículos de tienda barata de recuerditos. Eso es, creo yo, el límite. Después, la compañía ha preguntado a la UE si podía, por ejemplo, cobrar a los viajeros por entrar al baño. Peor aún, Ryanair ha propuesto un sistema de viaje de pie en el cuál los pasajeros simplemente se amarrarían con arneses al fuselaje del avión, de tal suerte que habría espacio para meter más gente en la nave. Imagínense: como ganado, los viajeros irían de pie amarrados en vuelos de no más de dos horas.
Pero las absurdas peticiones de Ryanair son, en el fondo, un reflejo de la inmensa movilidad que ahora tiene la población europea –aunque no exclusivamente. Con aerolíneas de bajo costo, con un sistema de carreteras y vías férreas casi perfecto y con una cultura del viaje mucho más arraigada que en otros países (tendrá que ver seguramente con el nivel de ingreso), los europeos viajan cada vez más dentro del espacio Schengen y, en general, lo hacen de forma más barata. Antes, subirse al avión era todo un ritual. Dentro uno podía fumar, beber vino y leer una variedad de periódicos que ahora se ofrecen solamente a los viajeros de primera clase de las aerolíneas “tradicionales”. Ahora, un viaje en avión puede ser más barato que en tren y más rápido (excepto por la inmensa tramitología que siempre implica dirigirse ay esperar en los aeropuertos), pero será cada vez más indirecto (en general, las aerolíneas de bajo costo vuelan a aeropuertos secundarios más alejados de y peor comunicados con las grandes ciudades), más incómodo y, seguramente, más contaminante.
Ahora bien, en sí no es el aumento de la cantidad de vuelos intraeuropeos acerca de lo cuál me interesa escribir hoy. El hecho deja claro por sí mismo que ha aumentado la cantidad de viajeros en el continente, pero no es explicativo de cómo viaja la gente ahora. Esa es la pregunta que me interesaba, y ahí les voy. Por supuesto, el tema del claro aumento de vuelos ayuda a responder: muchas veces se viaja en avión, haciendo lo que se conoce como “saltos de pulga”. Y eso es con lo que entramos de lleno al tema.
Hay dos aspectos del turismo moderno (que honestamente no sé qué tan novedoso sea, pero es un fenómeno que he notado muchísimo en este último semestre) que me incomodan. El primero es ecológico y tiene mucho que ver con el punto de los vuelos baratos y de cortas distancias. El segundo es cultural, o social, y tiene que ver con la forma misma en que el turista aprehende lo que visita. Ambos temas tienen que ver con el turismo responsable como un todo todavía inalcanzable.
En el aspecto ecológico las cosas son claras. Viajar a Europa desde México, por ejemplo, no ofrece muchas alternativas; el que no quiera tomar avión –o aviones- deberá viajar por mar, y eso no sólo ya no es convencional, sino que es poco práctico (si uno tiene cuatro semanas de vacaciones juntas, lo cual es de por sí mucho tiempo para el turista medio, sólo alcanzará a viajar por mar de Veracruz a Cádiz y de vuelta). Ahí no está el punto. Pero una vez llegado al primer aeropuerto europeo las opciones se multiplican. Aterrizar en Frankfurt, aún si éste no forma parte de los destinos turísticos más comunes, permite tomar trenes de alta velocidad hacia Berlín, París, Munich, Bruselas, Ámsterdam y Ginebra, entre otras. No hay necesidad de tomar un vuelo de 45 minutos a Zurich si en tren, aunque por cinco horas, el recorrido es posible. Desgraciadamente, el hecho de que muchas aerolíneas baratas hayan proliferado sobre el continente permite al viajero hacer trayectos muy breves por aire a precios reducidos.
Está probadísimo que son los vuelos más cortos los que más contaminan. Eso tiene que ver con que los motores de avión son más eficientes a cierta altura, nivel nunca alcanzado si se vuela de Madrid a Barcelona. Un amigo bromeaba con que subirse a un avión implica, necesariamente, pasar mínimo unas cinco horas en él y, si se puede, comer y dormir viendo películas y quejándose por los músculos entumecidos. Pero más allá de la broma el punto es bueno: toma tanto tiempo e implica tantos preparativos subirse a un avión (filas en los aeropuertos, controles migratorios…) que hacerlo por un viaje de una hora hasta carece de sentido. Encima, el desgaste ambiental provocado por un vuelo así es enorme. Los trenes, en cambio, son cada vez más eficientes pues recurren a la electricidad que, a su vez, es resultado de fuentes alternativas modernas (como las “granjas de viento” en el Mar del Norte). Los autobuses son también más ecológicos que los aviones y sus ventajosos precios frente a los trenes son una razón de peso para usarlos, sobre todo en trayectos relativamente largos.
Pero el segundo argumento me parece que tiene todavía más peso y está relacionado con lo siguiente. ¿Por qué viajamos a ciertos destinos en particular? ¿Qué objetivos perseguimos? ¿Qué sabemos de esos lugares? ¿Con qué nos quedamos? El modelo “giro” del turismo moderno es muy sencillo: un individuo o una familia compra un “paquete” con alguna agencia de viajes y le da la vuelta a Europa (o al lugar que sea) con un grupo de turistas que tienen los tiempos estrictamente medidos. En estos “tours” –tan característicos de los ancianos y los asiáticos—se aprecia apenas el lugar que se visita: se zarpa a las 10am de Venecia para llegar a medio día a Milán, ver el Duomo, comer, y en la tarde llegar a Génova. ¿Qué ventajas tiene eso? Honestamente, ¿Qué logra uno aprehender con ese tipo de viajes?
Y tristemente eso no se limita a la gente que viaja en “tours”. Tenemos, por ejemplo, la mala fortuna de seguir ciertas modas y patrones. Si Praga es una ciudad turística por excelencia se debe, también, a que hay todo un ideario internacional de qué ciudades deben ser visitadas en cada viaje, y Praga es una de ellas. No es por denigrar su calidad como escaparate arquitectónico o histórico ni mucho menos. Pero la reflexión no es en vano, pues parece incluso que visitamos esas grandes ciudades como si fueran sitios internacionales y las descontextualizamos de su verdadero espacio: ir a Mombasa en Kenia, a Casablanca en Marruecos o a San Miguel de Allende en México no exige al turista saber un mínimo de swahili, árabe o español ni una pizca de la historia o la cultura de cada una de estas regiones. Todo sucede en inglés y todo se arregla con MasterCard.
Estuve en Praga hace un par de meses y fue lo único que vi de la República Checa. Nome gustó esa sensación de ir a la capital de un país, a donde además acuden toneladas de turistas cada minuto, visitarla durante algunos días y decir, después, que “conozco la República Checa” porque simplemente no es cierto. Aprendí cinco palabras de checo, no más. No necesité más, e incluso podría arreglármelas sin conocer una sola. No significa que en un viaje de dos semanas a través del país podamos ser capaces de conocerlo, tampoco quiero simplificar las cosas. Pero me quedé con esa duda: ¿qué tanto fui capaz de aprehender sobre los checos y su cultura visitando solamente su capital –y solamente el centro turístico de ésta?
Generalmente las giras por Europa son así: tres días en París, dos en Barcelona, dos en Madrid, cuatro en Roma, uno en Florencia, dos en Venecia, uno en Budapest, otro en Praga, medio día en Varsovia, avión a Ámsterdam y de vuelta a París. En tres semanas los turistas pueden visitar catorce países sin darse siquiera cuenta que cambiaron de paisaje, de idioma, de gente. Eso es precisamente lo que me parece triste del turismo tan despersonificado que es la tónica en estas épocas. El ejemplo europeo, ya muy citado en este texto, es bastante útil porque, aunque el territorio es pequeñísimo, las diferencias entre una región y otra, incluidas regiones de cada país, son inmensas. Diferencias lingüísticas, culinarias, festivas, artísticas, de humor… qué sé yo. No me parece justo para toda esa diversidad cultural que vayamos a Europa y, aprovechándonos de sus ridículas dimensiones, hagamos una vuelta relámpago y regresemos a casa con fotos de los monumentos más estereotipados del mundo. Lo mismo con cualquiera otra región del mundo.
Volviendo a lo del principio, es cierto que de algún modo hay que aprovechar la enorme facilidad que ofrece la infraestructura en comunicaciones y transportes del viejo continente, cosa que no es igual en otras partes del mundo. Y sin duda esas facilidades son más sencillas de aprovechar para el europeo medio que puede salir dos veces de vacaciones largas y, además, puede incluso darse el lujo de viajar una o dos veces al año durante fines de semana largos. Así, la familia X de Marsella puede viajar un puente a Florencia y otro a Brujas. Durante el verano puede hacer un largo viaje por Austria y en el invierno por España. Es una figura idílica, lo sé, y no debería yo compararla con las posibilidades del viajero mexicano a Europa. Generalmente, desde México tenemos muchas menos oportunidades de ir al viejo continente y dedicarle tanto tiempo. Es por eso que no tenemos más remedio que hacer viajes relámpago. Pese a ello me queda la espina. ¿Con qué se queda el turista despistado después de una visita a Budapest o a Estocolmo? ¿Estamos conscientes de que una ciudad capital no es digno espejo del país sobre el que precede? Como mexicanos sabemos eso muy bien, pues tenemos una ciudad capital que en muchas ocasiones da falsas pistas de lo que realmente es nuestro país.
Si fuera otra vez más caro viajar en avión y más lento hacerlo en tren, ¿dedicaríamos más tiempo a un solo país o región? ¿Regresaríamos a casa pensando que pudimos sacarle jugo a una cultura y a su gente? Es como para estudiar para los exámenes: no se puede repasar todo el año en una noche y creer que vamos a quedarnos con ello durante varios años más.
Admito que quizá todo esto no es tan grave como lo pinto. Nomás me surgió la reflexión hace unas semanas. Y debo agradecer, supongo, que no volveré a México de pie, amarrado al fuselaje.